El nuevo sentido del sufrimiento
Como introducción al tema de hoy, se transcribe el punto Nº 1505 del Catecismo de la Iglesia Católica:
Conmovido por tantos sufrimientos, Cristo no sólo se deja tocar por los enfermos, sino que hace suyas sus miserias: "El tomó nuestras flaquezas y cargó con nuestras enfermedades" (Mt 8,17; cf Is 53,4). No curó a todos los enfermos. Sus curaciones eran signos de la venida del Reino de Dios. Anunciaban una curación más radical: la victoria sobre el pecado y la muerte por su Pascua. En la Cruz, Cristo tomó sobre sí todo el peso del mal (cf Is 53,4-6) y quitó el "pecado del mundo" (Jn 1,29), del que la enfermedad no es sino una consecuencia. Por su pasión y su muerte en la Cruz, Cristo dio un sentido nuevo al sufrimiento: desde entonces éste nos configura con él y nos une a su pasión redentora.
A continuación, se transcribe el punto Nº 314 del Compendio del Catecismo de la Iglesia Católica:
¿Qué significado tiene la compasión de Jesús hacia los enfermos?
La compasión de Jesús hacia los enfermos y las numerosas curaciones realizadas por él son una clara señal de que con él había llegado el Reino de Dios y, por tanto, la victoria sobre el pecado, el sufrimiento y la muerte. Con su pasión y muerte, Jesús da un nuevo sentido al sufrimiento, el cual, unido al de Cristo, puede convertirse en medio de purificación y salvación, para nosotros y para los demás.
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El sufrimiento
(Texto extraído de la “Consagración Total a Jesús por María según el método de San Luis María Grignon de Monfort”. Lección Nº 15)
Es una realidad que todos sufrimos. Más aún, es un misterio el hecho de que todos suframos. Existe una multitud de teorías sobre el sufrimiento que tratan de explicar este misterio desde los más diversos ángulos, en muchas ocasiones prometiendo que de aceptar tal o cual teoría quedaremos, al instante inmunes al padecimiento y libres de sufrimientos. Hoy en día se escuchan frases como la siguiente: “el sufrimiento no es real, sino una obra de tu mente. Si sufres es que estás dormido porque, en sí, el sufrimiento no existe, es un producto de tu sueño” Esta frase es un engaño y forma parte de una peligrosa corriente de pseudo-espiritualidad oriental, que intenta dar respuesta al sufrimiento, negándolo, invitando a las personas a huir de él, a no pensar en él, a evitar que las cosas nos afecten. ¿Alguien podría decirle la anterior frase a una mamá que acaba de perder a su hijo? ¿Alguien se atrevería a decirle: “señora, ese sufrimiento no es real, es sólo una obra de su mente”? Esa teoría es tan contraria a la realidad que experimentamos a diario, que cae por su propio peso.
Otros se aproximan a la realidad del sufrimiento desde la perspectiva de lo que llaman una “estricta justicia” que exigiría que sólo los malos deberían sufrir... y, en este orden de ideas, se preguntan ante un acontecimiento doloroso: «¿por qué a nosotros que somos “tan buenos”?» Claro, parece lógico: los malos hacen cosas malas y lo deben pagar... los buenos hacemos cosas buenas y se nos debe premiar. Esto en el fondo es cierto, pero... ¿quiénes son los malos y quiénes los buenos? ¿Por qué estar tan seguro de que se está al lado de los buenos? Desde esta pregunta se ve que la respuesta no se encontrará por ese camino. El hecho de señalar a los demás como malos y a nosotros como buenos nos sitúa en un plano del todo subjetivo donde uno mismo establece la medida de la maldad de los demás a la vez que hace gala de la propia bondad. Seguramente comparándonos con los santos quedaríamos del lado de los malos, de los que, según esta lógica, deberían sufrir.
La revelación cristiana tiene la respuesta más realista y esperanzadora a la pregunta sobre el sufrimiento. Cierto es que en el tema siempre persistirá la sombra del misterio, pero iluminado a la luz de Cristo recibe la suficiente claridad como para poderle dar un sentido.
¿Por qué existe el sufrimiento?
Lo primero que debemos saber es que el sufrimiento como consecuencia del pecado no hacía parte del plan de Dios. Dios llama a nuestros primeros padres a un estado de felicidad pleno en el cumplimiento de su voluntad. Como Padre amorosísimo quería y quiere lo mejor para sus hijos. Sin embargo, como consecuencia de la caída de Adán y Eva entra la muerte, “salario del pecado” (Rom 6,23), y con la muerte toda clase de sufrimientos físicos y morales. A partir de ese momento la mujer da a luz a sus “hijos con dolor” (Gén 3,16), el hombre sufre al trabajar la tierra que ahora produce “espinas y abrojos” (Gén 3,17), se introduce la envidia fratricida que hace que un hermano levante la mano contra otro (cf. Gén 4,1-16), el hombre deja de hablar el lenguaje del amor confundiéndose en la lengua del egoísmo (cf. Gén 11,1-9), y, en fin, la historia humana queda marcada por el sello del sufrimiento. Tales son las terribles consecuencias de la desobediencia al plan de Dios. Pero ¡cuidado!, no se debe entender el sufrimiento como “la venganza” de Dios contra el hombre por haberle desobedecido; ¡no!, es simplemente la consecuencia lógica que tiene que pagar el hombre por alejarse de la casa del Padre (cf. Lc 15, 11-32). Si una persona se muere de frío por alejarse de la hoguera ¡no se puede acusar al fuego de no haberle calentado! Así, el hombre se alejó de Dios, que es la suma bondad y verdad, y todo lo bueno y verdadero se alejó de él.
«Siguiendo a san Pablo, la Iglesia ha enseñado siempre que la inmensa miseria que oprime a los hombres y su inclinación al mal y a la muerte no son comprensibles sin su conexión con el pecado de Adán y con el hecho de que nos ha transmitido un pecado con que todos nacemos afectados y que es “muerte del alma”» (Catecismo, 403).
Pero nos surge otra pregunta: si Cristo ya nos redimió muriendo en la cruz y pagó por nuestros pecados, ¿por qué seguimos sufriendo?. Porque aunque Cristo nos redimió, seguimos padeciendo las consecuencias del pecado original: «El Bautismo, dando la vida de la gracia de Cristo, borra el pecado original y devuelve el hombre a Dios, pero las consecuencias para la naturaleza, debilitada e inclinada al mal, persisten en el hombre y lo llaman al combate espiritual.» (Catecismo, 405). Es claro pues que el sufrimiento es consecuencia del pecado original.
Sin embargo, muchos de nuestros sufrimientos son también consecuencia de nuestros pecados actuales, es decir, de aquellos que cometemos abusando de nuestra libertad. Pensemos un instante en la cantidad enorme de sufrimientos que nos evitaríamos si no pecáramos: cuántas enfermedades físicas que son producto de los vicios simplemente no existirían, cuántos sufrimientos se evitarían los esposos si fueran siempre fieles, cuántas quiebras económicas no sucederían si fuésemos más austeros y menos avaros, cuántas peleas y riñas nos ahorraríamos si no fuésemos soberbios, cuánta paz habría en nuestra alma si estuviese siempre en gracia de Dios, etc. Por eso se puede afirmar con toda certeza que una persona que inicia un verdadero proceso de conversión se evita muchísimos sufrimientos de esta índole. Pero este es el misterio de la libertad del hombre: a pesar de que se sabe que se hará daño, prefiere, todavía hoy, tomar el fruto prohibido creyendo más a la serpiente que al mismo Dios.
Aún con la claridad anterior, debemos seguir reconociendo que el tema del sufrimiento sigue rodeado de misterio... siempre queda espacio para la perplejidad. En efecto, vemos personas muy buenas, santas, abnegadas, generosas, que sencillamente no paran de sufrir. ¿Qué decir ante esto? Para arrojar una luz sobre este misterio hay que comprender que el sufrimiento como consecuencia del pecado, es producto de un mal: real o aparente, actual, pasado o futuro, etc., y por esto hay que establecer la diferencia entre dos tipos de males que generan dos tipos de sufrimientos distintos: el mal físico y el mal moral.
Dos tipos de males
El mal físico es el que no depende directamente de la voluntad del hombre, sino que se deriva de la propia naturaleza limitada, contingente y finita del hombre y de la creación. Todos lo hemos padecido y lo padeceremos hasta el final de nuestra vida terrena. Las calamidades provocadas por terremotos, inundaciones y otras catástrofes naturales, las epidemias, las enfermedades, así como la muerte, serían ejemplos de este mal que se denomina físico. Esto evidentemente produce sufrimientos físicos.
El mal moral se distingue del físico, sobre todo, por comportar culpabilidad y por depender de la libre voluntad del hombre. Cuando el hombre hace algo moralmente malo, se dice que ha pecado. El mal moral es radicalmente contrario a la voluntad de Dios, su autor es el hombre que ha hecho mal uso de su libertad.
«Pero ¿por qué Dios no creó un mundo tan perfecto que en él no pudiera existir ningún mal? En su poder infinito, Dios podría siempre crear algo mejor.[1] Sin embargo, en su sabiduría y bondad infinitas, Dios quiso libremente crear un mundo “en estado de vía” hacia su perfección última. Este devenir trae consigo en el designio de Dios, junto con la aparición de ciertos seres, la desaparición de otros; junto con lo más perfecto lo menos perfecto; junto con las construcciones de la naturaleza también las destrucciones. Por tanto, con el bien físico existe también el mal físico, mientras la creación no haya alcanzado su perfección.[2]
Los ángeles y los hombres, criaturas inteligentes y libres, deben caminar hacia su destino último por elección libre y amor de preferencia. Por ello pueden desviarse. De hecho pecaron. Y fue así como el mal moral entró en el mundo, incomparablemente más grave que el mal físico. Dios no es de ninguna manera, ni directa ni indirectamente, la causa del mal moral.»[3] (Catecismo, 310-311).
Bajo esta consideración podemos decir lo siguiente:
No siempre Dios nos va a librar del mal físico, aunque siempre nos dará fuerza para resistir en esos momentos de dolor y angustia que éste pueda generar. Sin embargo, es siempre legítimo pedir a Dios que nos libre de este mal, siempre y cuando nuestra oración esté sometida a su Divina Voluntad: “Padre, si quieres, aparta de mí esta copa; pero no se haga mi voluntad sino la tuya” (Lc 22,42).
Librarnos del mal físico no depende de nosotros. Podemos vivir muy santamente y, no obstante, tener sufrimientos físicos.
Dios siempre nos dará fuerza para resistir al mal moral: “No habéis sufrido tentación superior a la medida humana; y fiel es Dios, que no permitirá que seáis tentados por encima de vuestras fuerzas. Antes bien, junto con la tentación os proporcionará el modo de poderla resistir con éxito” (1 Cor 10.13).
Librarnos del mal moral, depende de nosotros. Esta lucha contra el mal moral determinará nuestra vida eterna.
¿Por qué Dios no lo evita?
En primer lugar, Dios permite el mal «respetando la libertad de su criatura» (Catecismo, 311). Es curioso que generalmente nos dirijamos a Dios pidiéndole que nos libre del mal físico que es incomparablemente menor al mal moral. Pedimos a Dios que nos libre de la enfermedad, de la catástrofe, de la muerte de un ser querido, etc. Si Dios evitara todos los males, no solamente tendría que evitar que una persona se enferme, sino que, además, tendría que evitar que fornique, adultere, robe, mienta, se divorcie, etc. coartando con esto la libertad con que dotó al ser humano. Seguro que el que le pide a Dios que evite todas las enfermedades no estaría dispuesto a que Dios le encadene en el momento en que va a pecar: es el precio de la libertad.
Pero además, misteriosamente, Dios sabe sacar del mal un bien mayor:
“Porque el Dios todopoderoso [...] por ser soberanamente bueno, no permitiría jamás que en sus obras existiera algún mal, si Él no fuera suficientemente poderoso y bueno para hacer surgir un bien del mismo mal” [4].
Así, con el tiempo, se puede descubrir que Dios, en su providencia todopoderosa, puede sacar un bien de las consecuencias de un mal, incluso moral, causado por sus criaturas: “No fuisteis vosotros, dice José a sus hermanos, los que me enviasteis acá, sino Dios [...] aunque vosotros pensasteis hacerme daño, Dios lo pensó para bien, para hacer sobrevivir [...] un pueblo numeroso” (Gén 45, 8;50, 20; cf. Tb 2, 12-18 vulg.). Del mayor mal moral que ha sido cometido jamás, el rechazo y la muerte del Hijo de Dios, causado por los pecados de todos los hombres, Dios, por la superabundancia de su gracia (cf. Rom 5,20), sacó el mayor de los bienes: la glorificación de Cristo y nuestra Redención. Sin embargo, no por esto el mal se convierte en un bien.
“En todas las cosas interviene Dios para bien de los que le aman” (Rom 8,28). El testimonio de los santos no cesa de confirmar esta verdad:
Así santa Catalina de Siena dice a “los que se escandalizan y se rebelan por lo que les sucede”: “Todo procede del amor, todo está ordenado a la salvación del hombre, Dios no hace nada que no sea con este fin” (Dialoghi, 4, 138).
Y santo Tomás Moro, poco antes de su martirio, consuela a su hija: “Nada puede pasarme que Dios no quiera. Y todo lo que Él quiere, por muy malo que nos parezca, es en realidad lo mejor” (Carta de prisión; cf. Liturgia de las Horas, III, Oficio de lectura 22 de junio).
Y Juliana de Norwich: “Yo comprendí, pues, por la gracia de Dios, que era preciso mantenerme firmemente en la fe [...] y creer con no menos firmeza que todas las cosas serán para bien [...] Tú misma verás que todas las cosas serán para bien” (“Thou shalt see thyself that all manner of thing shall be well” *(Revelation 13, 32). (Catecismo, 312-313).
Valor redentor del sufrimiento ofrecido
Todos los elementos vistos nos ayudan a clarificar algunas cuestiones del sufrimiento, sin embargo, la respuesta definitiva al sufrimiento se encuentra en la cruz de nuestro Señor Jesucristo. A partir de la muerte de Cristo podemos darle un sentido al dolor. La muerte de Jesús en la cruz no es una respuesta al “¿por qué?” sino al “¿para qué?”. Así pues la muerte de Cristo en la cruz no responde al desgarrado grito de dolor de la madre que pierde a su hijo a temprana edad, cuando dice: “¿Por qué?”... es que desde la cruz el Señor no pretendía responder a esa pregunta, sino unirse a ese grito diciendo él también: “¿Por qué me has abandonado?” (Mt 27,46) y de esta manera solidarizarse con el dolor del ser humano, asumiéndolo y dándole un nuevo sentido.
«La muerte de Jesús en la cruz, nos muestra el amor inefable de Dios y la finalidad redentora del dolor, mostrándonos en Cristo el modelo perfecto y acabado al que debemos imitar en todas nuestras tribulaciones. El Hijo de Dios, que a precio de la pasión más cruel y de la muerte más atroz nos redime del pecado, nos llama a una vida nueva y nos abre las puertas del cielo, nos enseña que el sufrimiento es un medio de purificación y de elevación moral; un medio para alcanzar y poseer la verdadera felicidad. Cristo, que elevado sobre la tierra en la cruz atrae a sí a toda la humanidad (Jn 12,32) y le conquista para siempre el corazón, nos hace comprender todo el profundo significado de las palabras del Evangelio que proclaman bienaventurados a los que lloran y son perseguidos (cf. Mt 5,5.10). [5]
Gracias a la muerte de Jesús en la cruz tenemos el modelo que nos enseña a sufrir con paciencia. Pero hay todavía un sentido mayor del dolor, pues en Cristo el sufrimiento ofrecido al Padre tiene valor redentor. Así pues, «Cristo no responde directamente ni en abstracto a esta pregunta humana sobre el sentido del sufrimiento. El hombre percibe su respuesta salvífica a medida que él mismo se convierte en participe de los sufrimientos de Cristo. La respuesta que llega mediante esta participación es una llamada: Sígueme, ven, toma parte con tu sufrimiento en esta obra de salvación del mundo, que se realiza a través de mi sufrimiento. Por medio de mi cruz. Por eso, ante el enigma del dolor, los cristianos podemos decir un decidido ‘hágase, Señor, tu Voluntad’ y repetir con Jesús: Padre mío, si es posible, que pase de mí este cáliz; sin embargo, no se haga como yo quiero sino como quieres tú (Mt 26,39). [6]
En este sentido, cuando se ofrece cualquier sufrimiento a Dios, uniéndolo a la cruz de Nuestro Señor Jesucristo, este sufrimiento adquiere un valor redentor. Es como si el Padre Celestial viera a su Hijo Jesús sufriendo en nosotros; de esta manera podemos decir con san Pablo: “completo en mi cuerpo lo que falta a la tribulación de Cristo, en favor de su cuerpo que es la Iglesia” (Col 1,24). Quien sufre unido a Cristo se configura con Cristo y de esta forma puede, misteriosamente, cooperar en la salvación de las almas.
Bienes del sufrimiento
Nos ayuda a reparar: nuestros propios pecados y los de nuestros seres queridos, purificando aquí lo que de otra manera tendríamos que purificar con mayor dolor en el purgatorio.
Nos ayuda a acercarnos a Dios: es experiencia común de muchas personas que fue precisamente un gran dolor en la vida el que les llevó a buscar a Dios e iniciar un proceso serio de conversión. El dolor nos hace experimentar la necesidad que tenemos del Señor.
Nos desprende de las cosas terrenales: nos hace experimentar con mucha fuerza que la tierra es un destierro y anhelar el cielo, nuestra patria definitiva.
Nos enseña la humildad: doblega nuestro orgullo que nos hacía creer que teníamos todo bajo control. Nos hace levantar nuestros ojos a Dios, suplicando su ayuda.
Nos enseña la misericordia de Dios: que siempre viene en ayuda del que le invoca: “un corazón quebrantado y humillado, tú no lo desprecias” (Sal 51,19).
Nos enseña a ejercer misericordia: en muchas ocasiones sólo el que padece, compadece. Así, el que ha experimentado qué es sufrir no dejará de aliviar el dolor de los demás en la medida de sus posibilidades.
Fortalece nuestra Voluntad: el sufrimiento ha sido el maestro de innumerable cantidad de grandes hombres que forjaron, precisamente a través de él, una voluntad firme, inquebrantable, que no se deja vencer por las adversidades, sino que las enfrenta con valentía.
Purifica y prueba el verdadero amor: muchos siguieron al Señor mientras hacía milagros y predicaba, pero pocos permanecieron con él al pié de la Cruz. Es la hora de la prueba la que manifiesta y purifica el amor a Dios y a nuestro prójimo, haciéndolo superar la fase meramente sentimental.
Nos asemeja a Jesús y a María: nos configura con Cristo y su Madre de una manera perfectísima, y la santidad no consiste en otra cosa que en esa configuración con Cristo.
Estas, sin ser exhaustivas, son las razones por las que la mortificación cristiana tiene tanto valor ante los ojos de Dios y logra tanto crecimiento en la vida espiritual.
El dolor será vencido definitivamente
Concluyamos esta lección con unas bellas palabras del Catecismo de la Iglesia Católica que nos llenan de esperanza y fortaleza: «Creemos firmemente que Dios es el Señor del mundo y de la historia. Pero los caminos de su providencia nos son con frecuencia desconocidos. Sólo al final, cuando tenga fin nuestro conocimiento parcial, cuando veamos a Dios “cara a cara” (1 Cor 13, 12), nos serán plenamente conocidos los caminos por los cuales, incluso a través de los dramas del mal y del pecado, Dios habrá conducido su creación hasta el reposo de ese Sabbat (cf. Gén 2, 2) definitivo, en vista del cual creó el cielo y la tierra.» (Catecismo, 314).
Referencias
[1] cf. Santo Tomás de Aquino, S. Th., 1, q. 25, a. 6.
[2] cf. Santo Tomás de Aquino, Summa contra gentiles, 3, 71.
[3] cf. San Agustín, De libero arbitrio, 1, 1, 1: PL 32, 1221-1223; Santo Tomás de Aquino, S. Th. 1-2, Q. 79, a. 1
[4] San Agustín, Enchiridion de fide, spe et caritate, 11, 3
[5] ROYO, Antonio. Dios y su obra. 1ra Ed. Madrid: La Editorial Católica (BAC), 1963. P. 613.
[6] Juan Pablo II, Mensaje a los enfermos, México, 24 de enero de 1999.
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Anexo
Enseñanzas sobre el sufrimiento
(tomadas del Libro “Para Salvarte” del Padre Jorge Loring)
Jesús quiere que correspondamos al amor que nos tiene. Por eso, en muchas de sus imágenes, nos enseña su corazón, pidiendo que nosotros le amemos también a Él y le consagremos y le dediquemos todos los actos de nuestra vida, principalmente los que más nos cuestan.
El dolor y el sufrimiento son un tesoro, si se saben aprovechar para la otra vida ofreciéndolos a Dios, uniéndolo a la cruz de Nuestro Señor Jesucristo.
La vida cristiana, aun en sus más mínimas acciones, posee una riqueza de valor inapreciable, debido a la unión de todo bautizado con Cristo, de cuya misión y méritos redentores participa.
Todo ese valor y precio puede ofrecerse a Dios para reparar los pecados y colaborar en salvar el mundo; y aun para conseguir de la omnipotencia de Dios gracias y favores en beneficio propio y ajeno.
[...]
Oponer nuestro criterio al Magisterio de la Iglesia, ridiculizar toda ascética de renuncias desde la mortificación voluntaria del cuerpo hasta la renuncia del propio criterio, etc., es desconocer los valores cristianos que son locura para el mundo, pero que tienen la consistencia de la sabiduría de la cruz.
«No podemos olvidar que el camino de la Encarnación terminó en el Calvario. Un cristianismo sin cruz, será muy humano, pero no es el de Jesús».
«Hay muchos -incluso cristianos- que se portan como enemigos de la cruz de Cristo.
Muchos a quienes la predicación de la cruz parece una necedad.
Muchos que huyen de la cruz como el diablo; para quienes la palabra “mortificación” es ininteligible; para quienes la penitencia es algo que pertenece a lo que reputan mentalidad estrecha y un tanto supersticiosa del pasado.
Éstos, generalmente, si es que no lo han perdido, tienen considerablemente atrofiado el sentido del pecado y de la responsabilidad, y además demuestran una ignorancia del cristianismo comparable tan sólo a su propia falta de solidaridad con Jesús. (...)
Hay una relación muy precisa y directa entre la capacidad de amor y la capacidad de sufrimiento.
Quien no es capaz de sufrir, no es capaz de amar.
Si los santos han deseado ardientemente el sufrimiento es porque su amor a Cristo les llevaba a padecer con Él.
Si nosotros no lo deseamos, antes al contrario, lo rehuimos, es síntoma de que todavía nos queremos demasiado a nosotros mismos.
Sería muy útil examinar, de vez en cuando, el estado de nuestro amor a la cruz para poder atisbar el grado de amor de Dios que encerramos en nuestra alma.
[...]
El sufrimiento humano, individual o colectivo, a veces sólo tiene una respuesta: Cristo crucificado.
«Al que sufre no se le puede ir con razonamientos. Se le acompaña y se le consuela. Por eso la mejor respuesta al dolor es Cristo crucificado».
La Redención de la humanidad se ha hecho por el dolor.
Por eso muchos santos han amado el dolor.
El calvario se ha convertido en la meta ideal, según aquello de San Pablo que no quería gloriarse de «otra cosa que no fuera la cruz de Cristo» (Carta a los Gálatas, 6:14).
Y por extraña paradoja, el sufrir por amor a Cristo es una fuente inefable de consuelo. También lo dijo San Pablo: «Sobreabundo de gozo en medio de mis tribulaciones» (Segunda Carta a los Corintios, 7:14).
Y es que el sacrificio realizado por amor pierde toda su dureza. Incluso se convierte en alegría cuando se ama de verdad.
Y además, la esperanza de la gloria.
«El dolor pasará, las tribulaciones se acabarán, el sufrimiento se extinguirá para siempre. Y todo ello quedará substituido por una sublime e incomparable gloria que no terminará jamás».
Por eso dice San Pablo: «¿qué tienen que ver las amarguras y tribulaciones de la tierra si las comparamos con la inmensa gloria que nos aguarda en la eternidad?» (Segunda Carta a los Corintios, 4:17).
«El cristiano no permanece pasivo ante el dolor propio o ajeno, y procura paliarlo con todos los medios lícitos de que dispone. (...)
Cuando los recursos humanos se han venido abajo, cuando la ciencia y el amor se han declarado impotentes, el cristiano tiene todavía un refugio.
Para él, el cielo no está vacío.
En él vive un Dios bueno, sabio y omnipotente del cual dependen todos los acontecimientos de la vida y todos los fenómenos del universo. Un Dios que conoce nuestras miserias y oye nuestras voces de auxilio, y puede, si le parece bien, socorrernos y consolarnos.
Y cuando la oración no es oída enseguida, el cristiano no se desanima.(...) Sabe aceptar con serena resignación los designios inescrutables de Dios, que es el más amoroso de los padres».
[...]
A nosotros nos basta saber que Dios es Padre, y permite el sufrimiento para nuestro bien.
Lo mismo que una madre le pone a su hijo una inyección que éste necesita, aunque le duela.
Dios deja actuar las leyes de la naturaleza y la libertad de los hombres, y no los mueve como el jugador de ajedrez las piezas.
Sin embargo, ha de ser un consuelo para nosotros saber que en igualdad de circunstancias, en el cielo gozan más, los que más han sufrido en este mundo con cristiana resignación.
Es consolador saber que «el sufrir pasa, pero el premio de haber sufrido por amor a Dios durará eternamente».
En el cielo bendeciremos a Dios por aquellos sufrimientos que nos han merecido tanta gloria eterna.
No nos engañemos con el aparente triunfo de algunos malos.
En primer lugar, porque el triunfo del malo se limita a esta vida, donde la experiencia enseña que no se da triunfo completo y libre de mal.
Pero, sobre todo, porque el que peca es un fracasado para la eternidad, que es donde el fracaso es completo e irremediable.
El único que triunfa es quien se salva.
[...]
En el cielo conoceremos todo lo que nos interese sobre nuestra familia, amigos, etc. Incluso todas las maravillas de la ciencia en todas las ramas del saber humano. Y como en el cielo no se puede sufrir, los bienaventurados no sufren viendo sufrir a sus seres queridos, pues ven los bienes que se siguen de ese sufrimiento.
[...]
Una enfermedad es un mal para mí en el sentido de que me hace sufrir, pero puede ser un bien si con ella me santifico y merezco más para el cielo.
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“Señor, auméntame los sufrimientos, pero auméntame en la misma medida tu amor”
Esta era la oración que rezaba la primera Santa de América, Santa Rosa de Lima, durante la penosa y larga enfermedad que padeció.
Ella misma también nos dejó la siguiente enseñanza:
“Si ustedes supieran lo hermosa que es un alma sin pecado, estarían dispuestos a sufrir cualquier martirio con tal de mantener el alma en gracia de Dios”
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La Virgen María, en su advocación de Reina de la Paz, nos dejó unas recomendaciones para cuando estemos enfermos:
“Cuando estáis enfermos, cuando sufrís por algo, no digáis: ¡Ay!, ¿por qué me pasa esto a mí y no a otra persona?. No, en su lugar decid:
«Señor, te agradezco por el obsequio que me estás dando.»
Porque los sufrimientos son grandes regalos de Dios. Son fuentes de grandes gracias para vosotros y para otros. Cuando estáis enfermos, muchos de vosotros sólo rezáis repitiendo: ¡Sáname, sáname!… No, queridos hijos, esto no es correcto porque vuestros corazones no están abiertos; los cerráis mediante la enfermedad, y así, no podéis entregaros a la voluntad de Dios ni a las gracias que Él desea otorgaros. Orad de esta manera:
«Señor, hágase en mí tu voluntad.»
Sólo así comunica Dios sus gracias de acuerdo a las verdaderas necesidades, que Él conoce mejor que vosotros.
Puede ser sanación, nuevas fuerzas, nueva alegría, nueva paz… Solo abrid vuestros corazones.”
La Virgen María nos enseña que la oración más bella que se puede decir por un enfermo, es la siguiente:
Luego de recitar tres veces el Gloria, se reza:
¡Oh Dios mío!
Mira a esta persona enferma ante Ti.
Ha venido a pedirte lo que sea
y lo que considera más importante para él.
Tú Oh Dios mío.
Haz que penetren en su corazón estas palabras:
“¡Lo que más importa es la salud del alma!”
Señor, que se haga Tu voluntad sobre él en todo.
Si quieres que sea curado,
que la salud le sea dada;
pero si Tu voluntad es otra,
ayúdalo a llevar su cruz.
También te pido por nosotros,
que intercedemos por él.
Purifica nuestros corazones
para hacernos dignos de comunicar Tu santa Misericordia.
Protégelo y alivia su dolor.
Hágase en él Tu santa voluntad.
que Tu Santo Nombre sea revelado a través de él.
Ayúdalo a llevar su cruz con valor.
(Durante esta plegaria, el enfermo y quien reza por él, deben abandonarse totalmente con confianza en las manos de Dios.)
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¿Pueden ser felices los que sufren?
¡Felices los que ahora sufren! Eso fue lo que nos dijo Jesucristo. Y lo dijo bastante al inicio de su predicación en el conocido “Sermón de la Montaña”, el cual comienza con las “bienaventuranzas”, que son como una lista de motivos para considerarnos felices (Lc 6, 17-26).
Otros motivos de felicidad: la persecución, los insultos, la pobreza.
Por cierto, no tanto la pobreza material, sino la espiritual, entendida en el sentido bíblico “pobres de Yahvé”, que describe el Profeta Sofonías: Yo arrancaré a aquellos que se jactan de su orgullo y tú no seguirás vanagloriándote…Dejaré dentro de ti a un pueblo humilde y pobre, que buscará refugio sólo en el Nombre de Yavé. (Sof. 3, 11-12).
Las “bienaventuranzas” son tal vez la máxima paradoja del ser o del intentar ser cristiano. Tienen su modelo en la forma de ser de Aquél que las proclamó: así fue Jesús. Y al cristiano le toca imitar a Jesús.
No pueden entenderse las “bienaventuranzas” … mucho menos vivirlas, si nuestra brújula –que debiera estar dirigida al Cielo- está dirigida hacia este mundo pasajero y efímero. ¡Imposible aceptar esta lista de incomprensibles paradojas!
Las “bienaventuranzas” nos invitan a confiar en Dios … a confiar de verdad. Pero … ¿en quién confiamos los hombres y mujeres de hoy?
¿Realmente confiamos en Dios … o más bien buscamos a Dios cuando nos interesa? ¿Realmente confiamos en Dios … o confiamos en nosotros mismos, en nuestras capacidades, nuestros raciocinios, nuestras realizaciones, nuestras búsquedas, nuestras experiencias de oficio o profesión … en nuestros enfoques humanos? ¿Somos capaces de sustituir lo que consideramos nuestros “confiables” conocimientos humanos por la Sabiduría Divina?
¡Con razón no podemos entender las “bienaventuranzas”! Porque éstas van en contraposición a todo lo que hemos ido haciendo costumbre … equivocadamente. Van en contraposición a toda perspectiva de seguridades y felicidades terrenas.
Con las “bienaventuranzas” Jesús quiere cambiarnos de raíz. Viene a decirnos que el valor de las cosas no se mide según el dolor o el placer inmediato que proporcionan, sino que hemos de medirlas según las consecuencias de gozo que tengan para la eternidad. Que es lo mismo que decirnos que la brújula hay que dirigirla hacia Allá, no hacia aquí.
Las “bienaventuranzas” dejarían de ser paradojas utópicas si dirigiéramos bien nuestra brújula hacia la salvación eterna.
“Felices los pobres … Felices los que ahora tienen hambre … Felices los que sufren … Felices cuando los aborrezcan y los expulsen … cuando los insulten y maldigan por causa del Hijo del hombre …“ Paradojas incomprensibles que sólo se entienden si dejamos la miopía terrenal y nos ponemos los lentes de eternidad.
Pero ¡ojo! No es la pobreza en sí, ni el hambre, ni la persecución, ni el sufrimiento mismo lo que nos hace bienaventurados. Tampoco en sí mismas estas condiciones adversas son boletos seguros de entrada al Cielo. El derecho al gozo eterno se nos otorga por nuestra actitud ante estas circunstancias adversas que nos presenta la Providencia Divina a lo largo de nuestra vida.
Cuando al sufrir adversidades ponemos nuestra confianza en Dios y no en nosotros mismos, cuando ponemos nuestra mirada en la meta celestial y nos desprendemos de las metas terrenas, cuando confiamos tanto en Dios que nos abandonamos en Él y nos sentimos cómodos dentro de su Voluntad -sea cual fuere- podemos decir que hemos comenzado a transitar el camino de las “bienaventuranzas”, el cual nos lleva a la bienaventuranza eterna.
Las “bienaventuranzas” son una llamada para todos, pero sólo los que seamos capaces de desprendernos de nuestros criterios y deseos, para asumir los de Dios, podremos ser felices … aquí y Allá.
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Pidamos a María la gracia de no huir de la Cruz, exhorta el Papa
En su homilía del 28 de Septiembre de 2013 en la Misa celebrada en la Capilla de la Casa Santa Marta, el Papa Francisco exhortó a los fieles a pedir a la Virgen María “la gracia de no asustarnos y no huir de la Cruz”.
“Cerca de Jesús en la Cruz se encontraba Su madre, Su querida madre. Sería bueno pedirle no la gracia de llevarse nuestro miedo de la Cruz sino la gracia que necesitamos para no huir de la Cruz por miedo”.
Las palabras de Jesús “el Hijo del Hombre será entregado a manos de los hombres”, resultaron escalofriantes para los discípulos, que esperaban un viaje triunfal.
Estas palabras permanecieron para los discípulos “tan misteriosas que no comprendieron su significado”. Para ellos, era “mejor no hablar sobre eso”, era “mejor no entender”.
“Tenían miedo de la Cruz –tenían miedo de la Cruz. Pedro mismo, después de esa confesión solemne en Cesarea de Filipo, cuando Jesús dijo otra vez lo mismo, reprendió al Señor: ‘¡No, Señor! ¡Nunca! ¡No esto!’”.
“¡Jesús mismo tenía miedo de la Cruz!”. El Papa indicó que tan grande era el propio miedo de Jesús, que en la noche del jueves sudó sangre. Tan grande era el temor de Jesús que casi dice lo mismo que Pedro, casi:
‘Padre, aparta de mí este cáliz. Pero que se haga tu voluntad’. “Esta fue la diferencia”.
La Cruz causa temor. Sin embargo existe la “regla” de que “el discípulo no es más grande que el Maestro. “Existe la regla de que no hay redención sin la efusión de sangre”.
Quizás pensamos, alguno de nosotros se puede preguntar: ‘¿Y a mí, que me pasará? ¿Cómo será mi cruz?’ No sabemos. No sabemos, pero habrá una”.
Francisco dijo que “Debemos rezar por la gracia de no huir de la cruz cuando venga, ¡eh!”.
“Esto es verdad. Nos da miedo. Sin embargo, ahí es a donde lleva el seguir a Jesús. Me vienen a la mente las últimas palabras que dijo Jesús a Pedro, en esa coronación pontificia en Tiberiades: ‘¿Me amas? ¡Paz! ¿Me amas? ¡Paz!’… pero las palabras finales fueron estas: ‘¡Te llevarán a donde no quieres ir!’. La promesa de la Cruz”, dijo el Papa.
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Jesús dijo a sus discípulos: El que no carga con su cruz y me sigue, no puede ser mi discípulo. (Lc 14,27)
En el libro “Diálogo de la Eterna Sabiduría” escrito por el beato Enrique Susón, el beato nos enseña cómo Jesús lo consoló por el dolor de la cruz que padecía, con las siguientes palabras:
Dice Jesús:
“Si la cruz no doliera no sería cruz. Nada hay más honroso que la cruz, nada más gozoso y deseable que haberla sufrido. La cruz, a cambio de un breve dolor, proporciona un gozo duradero. La cruz duele a quien le resulta molesta y detestable, pero apenas mortifica a quien la soporta ecuánimemente. Si disfrutaras siempre de tanta dulzura espiritual, de tanto consuelo y deleite divino que rebosaras de rocío celestial, todas estas cosas, consideradas en sí, no aumentarían tanto tu mérito, ni por ellas obtendrías de Mí tanta gracia, ni me sentiría tan obligado a ti, como una sola cruz sufrida con amor o el abandono de ti mismo en la aridez del espíritu, en la que me sufres por amor. Es más probable que diez elijan entregarse a un gran placer y a las delicias del corazón, que uno solo opte por humillarse padeciendo en continua adversidad y sufrimiento.
Si tuvieras la ciencia de los astrónomos, si pudieras hablar de Dios tan copiosa y elegantemente como todas las lenguas de los ángeles y de los hombres; y si tú solo tuvieras la erudición de todos los maestros y doctores, todo eso no te ayudaría tanto a una vida santa y piadosa como resignarte y confiarte a Dios en todas tus aflicciones. Aquellas cosas son comunes a buenos y malos, mas esto último es patrimonio de los elegidos. ¡Oh, si alguien pudiera sopesar y ponderar con juicio justo el tiempo y la eternidad, preferiría yacer cien años en un horno ardiendo que carecer de la mínima recompensa que gustará eternamente en el cielo a cambio de una levísima aflicción! Aquello tiene fin, esto es eterno.
[…]
Escucha ahora atentamente la dulce melodía, los cantos sonoros de las cuerdas tensas del hombre que sufre a Dios; advierte cuán suavemente resuenan, cómo acarician los oídos. El sufrimiento es despreciable para el mundo, pero ante Mí posee una inmensa dignidad. El sufrimiento aplaca mi ira, atrae mi gracia y amistad; el sufrimiento hace al hombre grato y amable a mis ojos, pues lo conforma y semeja a Mí.
El sufrimiento es un bien oculto que nadie puede pagar, y aunque alguno me suplicara de rodillas durante cien años una cruz amable, ni siquiera así podría merecerla. El sufrimiento convierte al hombre terrenal en celestial. El sufrimiento vuelve este mundo ajeno al hombre y conduce a una intimidad perpetua conmigo; disminuye el número de los amigos, pero aumenta la gracia. El que quiera disfrutar de mi íntima amistad debe estar absolutamente libre y desprendido de todo el mundo. El sufrimiento es el camino más seguro y breve.
Créeme, si uno conociera bien cuánta es la utilidad y ventaja de la cruz, la recibiría de manos de Dios como el don más precioso. ¡Cuántos estaban destinados a la perdición eterna y dormían un sueño perpetuo, y, sin embargo, el sufrimiento los restableció y despertó a una vida mejor! ¡A cuántos retienen continuos sufrimientos como a fieras y avecillas indómitas en jaulas, pero, si se les diera tiempo y ocasión, huirían inmediatamente hacia su perdición eterna!
El sufrimiento preserva de la caída grave, enseña al hombre a conocerse a sí mismo, a recogerse en su interior, a estar en armonía consigo mismo y a creer al prójimo. Mantiene el alma en la humildad y le enseña sabiduría; protege la pureza y trae la corona de la beatitud eterna. Apenas encontrarás a alguien que no obtenga algún bien del sufrimiento, tanto si está aún sujeto al pecado, como si empieza a enmendar su vida, ya esté en el número de los proficientes o en el de los perfectos. El fuego purga el hierro, acrisola el oro y adorna joyas preciosas. El sufrimiento quita la carga del pecado, disminuye las penas del Purgatorio, rechaza las tentaciones, destruye los vicios, renueva el espíritu, aporta verdadera confianza, una conciencia pura y un espíritu firme y elevado. El sufrimiento es bebida saludable, hierba más salutífera que todas las hierbas del paraíso. Castiga el cuerpo, que en breve ha de descomponerse, y rehace el alma, mucho más noble y eterna. El sufrimiento vivifica y fecunda el alma como el rocío de mayo las bellas rosas.
El conocimiento de sí inunda el espíritu y vuelve al hombre experimentado. Quien no ha gustado el sabor del sufrimiento y la tentación, ¿qué sabe? El sufrimiento es una vara llena de amor y castigo paternal de mis elegidos. El sufrimiento arrastra y empuja al hombre, quiera o no, a Dios. Al que soporta la adversidad con alegría todo le sirve y aprovecha, las cosas agradables y las tristes, los enemigos y los amigos.
¡Cuántas veces tú mismo has desbaratado y reducido a la nada los ataques de tus enemigos alabándome con ánimo alegre y decidido, y soportando la adversidad mansa y bondadosamente! Preferiría crear sufrimientos de la nada que dejar a mis amigos privados de la cruz. En el sufrimiento se ponen a prueba todas las virtudes, el hombre recibe honra, el prójimo es corregido y Dios alabado. La paciencia en la adversidad es un sacrificio vivo, perfume suavísimo de excelente bálsamo ante mi divina majestad y objeto de enorme admiración ante todo el ejército celestial. Jamás ha habido nadie, por valiente que fuera, púgil o caballero, cuyos combates públicos hayan despertado en los espectadores tanta admiración como la que sienten todos los bienaventurados ante un hombre que soporta rectamente el sufrimiento.
Todos los santos son como catadores del hombre que sufre, pues conocen como nadie el sufrimiento, y todos afirman al unísono que no hay veneno alguno en el sufrimiento, sino que es una bebida de lo más saludable. Ser paciente en la adversidad es más provechoso que resucitar muertos o hacer otros milagros. Es el camino estrecho que conduce directo hasta las mismas puertas del cielo. El sufrimiento hace al hombre compañero de los mártires, concede la alabanza y la victoria sobre todos los enemigos, viste al alma de hábito rosa y púrpura, prepara una corona de rosas y hace un cetro de palmas lozanas; el sufrimiento es como piedra preciosa en el broche que cuelga en el pecho de una virgen; en la vida eterna, el sufrimiento entona con dulces melodías y espíritu libre un cántico nuevo que ni todos los coros de los ángeles podrían igualar, precisamente por esto: porque jamás han probado el sabor de la cruz. Por decirlo en pocas palabras: este mundo llama desgraciados a los hombres que sufren, pero Yo los llamo dichosos, porque los he elegido para Mí.”
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«Jesús convida con un modo suavísimo, con palabras dulcísimas, a seguirle y ponerse bajo su bandera. En la cruz está nuestra salud y nuestra vida, la fortaleza del corazón, el gozo del espíritu y la esperanza del cielo.» Santo Cura Brochero
Santa Catalina Drexel nos enseña que: «La aceptación humilde y paciente de la cruz, sea cual fuera su naturaleza, es la obra más elevada que podamos hacer.»
Jesús nos dice: «El que no toma su cruz y me sigue, no es digno de mí.» (Mateo 10,38)
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Fuente
• Catecismo de la Iglesia Católica.
• Consagración Total a Jesús por María según el método de San Luis María Grignon de Monfort. Lazos de Amor Mariano.
• Para Salvarte, Enciclopedia del Católico. Padre Jorge Loring.
• Diálogo de la Eterna Sabiduría. Beato Enrique Susón.
• ¿Pueden ser felices los que sufren? Portal web Buena Nueva, Círculo Bíblico.
• “Pidamos a María la gracia de no huir de la Cruz, exhorta el Papa”. ACI Prensa.
• EWTN Global Catholic Network, Red Mundial de Medios Católicos.
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