Introducción a Las Horas de la Pasión de Nuestro Señor Jesucristo
(San Aníbal María di Francia habiéndole dado la obediencia a la Sierva de Dios Luisa Piccarreta de que escribiera “Las Horas de la Pasión de Nuestro Señor Jesucristo”, fue también él quien las publicó bajo su nombre, pues Luisa no quería aparecer. Se presenta a continuación la Introducción que escribió San Aníbal para Las Horas de la Pasión de Nuestro Señor Jesucristo.)
La presente obra, si bien publicada bajo mi nombre, o mejor a mi cargo, no ha sido escrita por mí. Yo la conseguí, la obtuve, después de mucho insistir, de una persona que vive solitaria en íntima comunión de inefables sufrimientos con nuestro adorable y divino Redentor Jesús, y no sólo con los de Él, sino también con las penas de su Santísima e Inmaculada Madre María.
Esta persona inició la serie de sus meditaciones a partir del siguiente suceso:
Tenía la edad de trece años cuando, mientras se encontraba un día en su estancia, escuchó ruidos extraños, como de una multitud de gente ruidosa que pasara por la calle. Corrió al balcón… y asistió a un espectáculo conmovedor. Una turba de feroces soldados, con antiguos cascos, armados con lanzas, con aspecto como de gente ebria y enfurecida, y cuyo caminar se mezclaba con gritos, blasfemias y empellones, y llevaba entre ella a un hombre encorvado, vacilante, ensangrentado… ¡Ay, qué escena!… El alma contemplativa se conmueve y se estremece… Mira entre la turba para ver quién es ese hombre, ese infeliz así maltratado, así arrastrado… Ese hombre se encuentra ya bajo su balcón…. y levantando su cabeza, la mira, y con una voz profunda y lastimera, dirigiéndose a ella, le dice: “¡Alma, Ayúdame…!”
Oh Dios, el alma lo fija, lo mira… lo reconoce, ¡es Jesús!, es el Redentor divino… coronado de espinas, cargado con la pesada Cruz, quien es cruelmente llevado hacia el Calvario.
La escena de la Vía Dolorosa se le presenta ante la mirada espiritual y corporal. Lo que sucedió veinte siglos atrás se le hace presente por la divina omnipotencia… y Jesús la mira y le dice: “¡Alma, ayúdame…!”
En ese momento la jovencita, a punto de desvanecerse ante tal vista y no pudiendo soportar tan desgarrador espectáculo, rompe en llanto y deja el balcón para entrar a la estancia, pero el amor, la compasión que han surgido hacia el Sumo Bien así reducido, la llevan de nuevo al balcón… Temblando dirige su mirada hacia la calle… pero todo ha desaparecido: desaparecida la turba, desaparecidos los gritos, desaparecido Jesús. Todo ha desaparecido… excepto la viva imagen de Jesús sufriente que fue al Calvario a morir crucificado por nuestro amor…, excepto el sonido, siempre vivo, de esa voz… “¡Alma, ayúdame…!”
El alma solitaria, en el florecer de su juventud espiritual fue presa en aquel momento de tal amor a Jesús sufriente, que ni de día ni de noche ha podido dejar de meditar, con la más profunda contemplación de amor y de amoroso dolor, en los sufrimientos y en la muerte del adorable Redentor Jesús. Muchos años han transcurrido desde el día de aquella visión, desde aquella doliente invitación… “¡Alma, Ayúdame…!”,y la persona a quien fueron dirigidas estas palabras no ha dejado nunca sus dolorosas contemplaciones.
No me es lícito manifestar su nombre, ni el lugar donde sencillamente y en la soledad ella vive.
Me contentaré con llamarla simplemente con el nombre de “Alma”, y a este nombre lo complementaré frecuentemente con adjetivos de toda clase, tanto en el curso de esta introducción como en el cuerpo de las meditaciones de este libro.
Antes de todo, hay que decir que cualquier meditación acerca de la Pasión de Nuestro Señor Jesucristo es de suma complacencia al Corazón adorable de Jesús, y de sumo provecho espiritual para quien devotamente la hace.
Por esto leemos en las revelaciones de Santa Gertrudis, de Santa Matilde, de la Venerable Le Royer, del Beato Enrique Susón, y de muchos otros santos contemplativos, que Jesucristo mismo les ha revelado, que Él acepta la piadosa contemplación de sus divinos padecimientos como si en el tiempo de su Pasión el alma que hoy lo compadece lo hubiera ayudado y socorrido, le hubiera dado alivio y descanso en sus mismos brazos y en su mismo corazón.
Y cuán grande sea el bien espiritual que obtiene un alma de la asidua y cotidiana meditación de los padecimientos de nuestro amorosísimo Bien Jesús, no hay lengua humana que lo pueda dignamente expresar. Ante todo, es imposible que el alma no se sienta inflamar de día en día de amor hacia el Divino Redentor Jesús. Aquí se realiza lo dicho por el Profeta: “In meditatione mea exardescit ignis” (En la meditación el fuego se enciende). ¿Y cómo podrá quedar indiferente un alma considerando diariamente los excesos, o mejor los extremos de la Pasión de Nuestro Señor?
¿Y cuáles son estos extremos? En primer lugar: Quién es Aquel que se somete a padecer y a las humillaciones? ¡Es el Hijo eterno del Eterno Padre; Dios igual al Padre; Creador, con el Padre, del Cielo y de la Tierra, de los ángeles y de los hombres! Aquel que si mira indignado la Tierra, la Tierra tiembla y los montes eructan. Aquel bajo cuyos pies se inclinan los más sublimes coros de los ángeles. Aquel de quien nadie puede hablar dignamente, y cuyas grandezas son tan infinitas que ni siquiera María Santísima puede llegar a comprenderlas enteramente. Ese es Jesucristo, Hombre y Dios, el Santísimo, de belleza inenarrable; la dulzura, la Bondad y Caridad infinitas. Y este Hombre Dios, digno de todas las adoraciones y de los homenajes de los ángeles y de los hombres es Aquel que por nuestro amor se hizo como un leproso, escarnecido y humillado, colmado de oprobios y pisoteado como un vil gusano de la tierra…
En segundo lugar: ¿Cuáles son las penas que sufrió? Estas son de tres clases: Sufrimientos corporales, ignominias y sufrimientos interiores. Cada una de estas tres categorías es un abismo inconmensurable…
Si contemplamos los padecimientos que sufrió Jesucristo Nuestro Señor en su cuerpo adorable, nos sentimos estremecer ante el Varón de Dolores, como lo llamó Isaías, y en el Cual no había parte sana, porque se hizo una sola llaga, desde las plantas de los pies hasta el extremo de la cabeza…, hasta el punto de quedar irreconocible: “Et vidimus eum et non erat aspectus”. (Y lo vimos y no era de mirarse. Is. 53, 2).
Meditando en los padecimientos de la humanidad Santísima de Jesucristo, nuestro Sumo Bien, los Santos se deshacían en lágrimas, se desvanecían de amor y no cesaban de flagelarse y mortificarse de todas maneras a sí mismos.
Otra categoría de inauditos padecimientos son las ignominias sufridas por el Verbo Divino hecho Hombre. Aquí el alma contemplativa se siente desmayar viendo la majestuosa, divina y sacrosanta Persona de Jesucristo, abandonada a la ferocidad, más diabólica que terrena, de los pérfidos y vilísimos hombres que no se saciaban de cubrir de ultrajes e ignominias al Omnipotente, al Eterno, al Infinito… Y golpearlo, arrojarlo a tierra, pisotearlo, arrastrarlo, darle puñetazos, puntapiés, escupirle en su rostro santísimo, en su boca adorable… colmarlo con toda clase de injurias. ¡Qué espectáculo inexpresable, que ha incitado a los siervos de Dios a desear, a suspirar los ultrajes, las ignominias y los desprecios como el más grande tesoro que puede haber en esta Tierra!
Una tercera serie de penas inefables del Hombre-Dios, y poco o nada comprendidas, son las que Él sufrió en su alma santísima y en su amorosísimo y sensibilísimo Corazón…
¡Aquí entramos en un océano sin playas! En un grado infinito Él sufrió las tristezas, las angustias, los dolores, el abandono, la infidelidad, la ingratitud, los temores, los terrores… Como cuatro inmensas cataratas se derramaban en su interior, por cuatro motivos, las aguas de todas las penas que se dicen del alma:
Primera: De la vista horrenda de todas las iniquidades humanas que Él había tomado sobre Sí como si Él hubiese sido el responsable y el culpable… ¡Él, que era la Santidad Infinita!
Segunda: La vista continua de las cuentas que debía rendir a la Justicia inexorable de la Divinidad, y las penas con las que debía todo pagar.
Tercera: La vista amarguísima de todas las ingratitudes humanas, y el terrorífico espectáculo mismo de todas las almas que se habrían condenado, y para las cuales su Pasión no habría servido sino para hacerlas más infelices eternamente…
¡Oh, qué dolor para el Corazón Santísimo de Jesús que ama infinitamente a cada alma! Por esto, Él habla con el Profeta diciendo: “Doloris inferni circumdederunt me” (Los dolores del Infierno me circundaron. Sal. 17, 6). Como si dijera: Siento en Mí los acerbísimos dolores en los que serán atormentados eternamente los pecadores que se condenarán.
Cuarta: La vista de todas las aflicciones que habría sufrido su Santa Iglesia. La vista de todas las penas corporales y espirituales a las que habrían sido sometidos inevitablemente todos los elegidos, tanto en esta vida como en el Purgatorio, y mucho más la pena del detrimento de los elegidos en las virtudes y en la adquisición de los bienes eternos, habiendo Él dicho que la adquisición de todo el Universo no es de compararse a un simple detrimento del espíritu… “¿Quid enim proderit homini, si lucretur mundum totum, et detrimentum animae suae faciat?” (¿De qué sirve al hombre ganar todo el mundo y perder su alma? Mc. 8,36). Uno de los extremos de estas interminables categorías de padecimientos del alma y del cuerpo de Nuestro Señor Jesucristo que ha de considerarse también es su duración, la cual no es desde el Jueves Santo en la tarde hasta el Viernes Santo, sino desde el primer instante de su Encarnación en el Seno Purísimo de María Virgen hasta el último respiro dado en la Cruz. Son treinta y cuatro años de continua agonía y de continuo inefable sufrir del alma y del cuerpo, en lo que se realiza de un modo misterioso la palabra del Profeta: “Abyssus abyssum invocat, in voce cataractarum tuarum”. (Un abismo llama a otro abismo, al fragor de tus cataratas. Salmo 41, 8).
El alma Santísima de Jesucristo bajo el ímpetu y la caída continua de las cataratas anegadoras de sus penas espirituales y de las agonías de su Corazón Divino pasaba de abismo en abismo, porque un abismo de penas llamaba a otro, y a otro… hasta lo infinito. ¡Ah, Él debía pagar en Sí mismo toda la deuda de culpa y de pena eterna de sus elegidos y sentir todas sus penas temporales!
De aquí venía que Nuestro Señor amorosísimo moría a todo momento, en cuanto que el colmo de sus penas era tal que como puro Hombre Él habría muerto a cada instante, pero que, como Dios, sostenía con un milagro continuo su vida mortal para prolongar hasta el fin sus padecimientos y coronarlos con todos los dolores y los ultrajes de su Pasión y de su muerte de Cruz.
¡Cuán cierto es entonces que estamos obligados ante Nuestro Sumo Bien Jesús no por una muerte sola, sino por miles y cientos de miles de muertes por amor nuestro!
Y sin embargo, Jesucristo Nuestro Señor, tratando con sus criaturas durante los treinta y tres años y tres meses de su vida terrena, aparecía calmado, dulce, sereno, tranquilo, manso, conversador… y hasta sonriente. Él mantuvo perfectísimamente y comunicó este estado de paz y serena quietud en medio de abismos absolutamente inescrutables de penas interiores, diciendo por boca del Profeta, con una expresión que solo el Espíritu Santo podía dictar: “Ecce in pace amaritudo mea amarissima.” (He aquí en la paz mi amargura amarguísima. Is. 38, 17.)
Otro extremo, o mejor, exceso, que se debe meditar en la Pasión adorable de Jesucristo Nuestro Señor es que para salvar las almas nuestras, para redimir el mundo todo, no era en realidad necesario que Él sufriera las penas inefables del Alma y del Cuerpo a que se quiso sujetar, ni todas las ignominias a que se quiso someter. Héchose Hombre en el Seno Inmaculado de su Santísima Madre, le bastaba elevar una sola oración a su Padre, hacer un solo acto de adoración a la Divinidad, derramar una sola gota de su Sangre Preciosísima, cuanta se puede derramar por una pequeña herida hecha con la punta de un alfiler, y con esto habría podido redimir no un mundo solo, sino millones y millones de mundos, pues cada acción, aún la más pequeña, del adorable Señor Nuestro Jesucristo era de valor infinito.
¿Pero por qué, entonces, quiso ser más que inundado, sumergido en tantos cruelísimos, acerbísimos y dolorosísimos tormentos, penas, ignominias y agonías… que lo hicieron decir con el Profeta: “Veni in altitudinem maris et tempestas demersit me”? (Me he adentrado en altamar y la tempestad me ha anegado. Sal. 68, 3). ¡Oh misterio de amor infinito del Corazón de Jesús! Lo que bastaba para redimir millones de mundos era nada para el amor suyo por nosotros. Él quiso mostrarnos cuánto nos ama, hasta dónde se extiende su amor por nosotros, y quiso prepararnos una Redención copiosa de demostraciones, de expiaciones, de ejemplos admirables y de inobjetables argumentos y pruebas de su ternísimo y obligantísimo amor. ¡Ah, que bien dijo el Apóstol Pablo: *“Si quis non amat Jesum Christum anathema sit” (Quien no ama a Jesucristo sea maldito). ¿Y qué corazón es el nuestro si somos insensibles a un amor que para convencernos y atraernos se quiso manifestar a nosotros con las pruebas de penas tan inauditas como continuas?
Ah, una de las causas de nuestra dureza e insensibilidad es precisamente el imperdonable descuido en meditar y considerar cotidianamente la Pasión adorable de Nuestro Sumo Bien. Jesús no se cansó de sufrir y agonizar treinta y cuatro años, en su alma y en su cuerpo, por nosotros. ¿Y nosotros nos cansamos en dirigir, por lo menos media hora al día, la mirada del alma a meditar penas tan inefables y por amor a nosotros sufridas por el Hijo de Dios hecho Hombre, por el Santo de los Santos, por el Impecable, que por nosotros se hizo pecado, esto es, víctima de todos los pecados, como lo proclamó el enamorado Bautista? Por todo lo cual sabiamente San Buenaventura escribe: “Non debet nos taedere meditari quod Christum ipsum non taesuit tolerari.” (No debemos nosotros cansarnos en meditar en lo que Jesucristo no se cansó en soportar en Él mismo).
Pero otro extremo de tan infinito amor debemos considerar en la dolorosa e ignominiosa Pasión de Nuestro Señor Jesucristo. Un extremo que es como el golpe decisivo para destrozar la frialdad y dureza de nuestro corazón y encadenarlo todo al amor del Eterno Divino Amante de las almas; extremo que si no sirve para conmovernos, servirá para hacernos reos de la más culpable crueldad, y para precipitarnos por el camino de la perdición. Este extremo, sí, es considerar que todo lo que Jesucristo Nuestro Señor sufrió por amor y salvación de todas las generaciones humanas, es decir, por un número interminable de almas, lo sufrió igualmente por cada alma en particular. Es decir, que si en el mundo no hubiera existido sino una sola alma, por aquella alma sola Nuestro Señor Jesucristo habría hecho y sufrido cuanto hizo y sufrió por la redención de todo el género humano. O sea, oh lector o lectora míos, que si en el mundo no hubiera existido sino sólo tu alma que salvar, por ti sola el Hijo de Dios habría bajado del Cielo a la tierra, se habría encarnado tomando un cuerpo pasible, habría sufrido treinta y cuatro años, sin un solo instante de tregua, en el alma y en el cuerpo; se habría entregado por ti sola en manos de los mismos sufrimientos, de los mismos ultrajes, de las agonías, de los flagelos, de las espinas, de la misma Cruz y de la misma muerte… ¡Sí, así es! Pues es verdad que Nuestro Señor Jesucristo ama tanto a un alma cuanto ama a todas las almas presentes, pasadas y futuras, juntamente tomadas.
¿Quién podrá permanecer indiferente ante esta Caridad Infinita?
El alma que contempla la dolorosa e ignominiosa Pasión del Redentor Divino, debe contemplarla con esta consideración; debe decir: Por mí, Jesús sufrió treinta y cuatro años; por mí sudó Sangre en el Huerto, por mí se hizo capturar, por mí se hizo conducir a los injustos tribunales, por mí soportó ignominias, golpes, escupitinas, empellones; por mí se hizo flagelar, coronar de espinas, condenar a muerte; por mí subió al Calvario, se hizo crucificar, agonizó tres horas, sufrió la sed, la hiel, el vinagre, el abandono; por mí por amor a mí, murió sumergido en un abismo de sufrimientos…
¡Qué ingratitud…Olvidarse de Jesús sufriente; esto es, de cuanto sufrió por amor a nosotros, que no somos más que vilísimos gusanos! ¿Qué, acaso Él tenía necesidad de nosotros? ¡Ah, Él, que sin criatura alguna habría sido, por virtud de su misma Divinidad, eterna e infinitamente feliz, como lo es!
Una Comparación
La enorme ingratitud del hombre que no corresponde amor por amor y se olvida de cuanto por él ha sufrido el Sumo y Eterno Amante, se demuestra con esta comparación, propuesta por el gran Doctor de la Iglesia, San Alfonso M. De Ligorio, y que yo quiero reproducir aquí, ampliándola:
Un esclavo, por sus delitos fue condenado a muerte por un rey. Puesto en la cárcel, entre cadenas esperaba temblando el momento de ser conducido al patíbulo. Pero el rey tenía un hijo único que era toda su delicia. Este joven Príncipe, por una bondad incomparable, tiempo hacía que había nutrido un gran afecto, junto con una gran compasión, por aquel mísero esclavo. Habiendo conocido el estado infeliz en que aquel se encontraba, ya próximo a ser ajusticiado, fue invadido por tal dolor, por tan tierno y piadoso amor, que presentándose ante su padre y arrojándose a sus pies, con lágrimas y suspiros le suplicó que perdonara al mísero esclavo y que revocara la terrible sentencia. El padre, que amaba intensamente a aquel su único hijo, fue presa también él de un profundo e inaudito dolor en lo más íntimo de su corazón, y dirigiéndose a su Hijo le dijo: “Oh Hijo mío y delicia de mi corazón, grande es mi pena por haber sido obligado a condenar a muerte a aquel culpable esclavo, y tú bien conoces las inevitables exigencias de mi tremenda Justicia. Tú sabes que Yo no puedo, sin gran deshonor mío, dispensarme de exigir una satisfacción digna de mi Majestad ultrajada; y la satisfacción puede venirme solo de la muerte del culpable, pues se necesita que mi Justicia sea satisfecha.” “Padre mío amantísimo, replicó el joven Príncipe, es tiempo ya de que Yo os manifieste que mi amor por este esclavo es tal y tanto que Yo no puedo resistir ante el solo pensamiento de su condena; por tanto, oh Padre mío, ya que vuestra justicia no puede revocar la terrible sentencia, Yo os pido una gracia, pero Vos, Padre mío, prometedme que me la concederéis.” “Hijo mío, agregó el Rey, Yo empeño mi palabra de que, mientras no me pidas algo que pueda lesionar mi Justicia, cualquier otra gracia te la concederé.” Empeñada así la palabra del Padre, el Hijo, rompiendo en lágrimas de amor le dijo: “Padre mío, Padre y Señor mío, aceptad otra víctima y dejad libre al esclavo...” “¿Otra víctima?” exclamó el Padre, “Oh Hijo mío amadísimo, para poder Yo aceptar otra víctima en lugar del culpable, ésta debería ser no otro esclavo, no un ser cualquiera, sino una víctima digna de mi Majestad ofendida, uno igual a mí. ¿Y dónde encontrar a esta tal víctima?” “Héme aquí, héme aquí Padre, esta Víctima soy Yo”, respondió el hijo. “Ecce ego, mitte me (Is. 6, 8). ¡Mandadme a Mi, mandadme a Mí a la muerte! ¡Muera Yo y viva el esclavo! ¡Esta es la gracia que os pido y que habéis empeñado vuestra palabra en concedérmela!”. Oh momento tremendo... El Rey no puede retirar su palabra... Su Justicia no puede evitar el tener una satisfacción... Y queda obligado a aceptar el cambio... y lo acepta. Pero el generoso Hijo no está aún satisfecho, y le pide a su Padre otra gracia más y le dice: “Padre mío, en este momento no podéis negarme nada, Yo os suplico que al esclavo culpable no solo lo perdonéis de corazón, sino que además lo toméis y lo recibáis como hijo en lugar mío, y lo hagáis partícipe en todos los bienes de vuestro Reino y heredero de los mismos.” ¡El Rey y Padre está vencido! Traspasado por el dolor y profundamente conmovido concede todo al Hijo... El cual inmediatamente, despidiéndose de su Padre y Rey, se encamina a la prisión del esclavo, hace abrir la puerta, quita de sus manos las cadenas al culpable, lo besa tiernamente, lo estrecha a su noble corazón con un fuerte abrazo, y llorando le dice: “¡Oh esclavo, mira cuánto te he amado! Eres ya libre, eres el nuevo hijo y el heredero del Rey, mi Padre, el cual te acogerá en su seno como a mi misma Persona, pero Yo voy a morir en lugar tuyo para satisfacer la Justicia de mi Padre y Rey. ¡Adiós, hermano mío amado, hijo de mi dolor y de mi muerte...!¿Ves cuánto te amo? ¡Tú pecaste y Yo pago por ti! Antes de morir sufriré, según la ley del Reino, mil torturas, que debías sufrir tú, y luego seré llevado al patíbulo! Pero una sola cosa te pido: Que no te olvides de cuánto te amé y de cuánto por ti voy a sufrir. No me seas ingrato y me desconozcas, prométeme que te recordarás siempre de las torturas y de los tormentos a cuyo encuentro voy por amor a ti, y de la muerte ignominiosa que voy por ti solo a sufrir... ¿me lo prometes?”.
En este punto considera, oh lector mío, cuál habría sido tu respuesta si tú te hubieras encontrado en el lugar de aquel esclavo culpable...
Seguramente que arrojándote a los pies de tan enamorado Príncipe, en medio de un diluvio de lágrimas le hubieras dicho: “Oh generoso e inapreciable Príncipe! ¡Ah nobilísimo Corazón, rico de inefable Bondad y Caridad! ¿Qué habéis encontrado en mí para amarme hasta este exceso? Yo he pecado. Yo, miserable esclavo que nada valgo... seré libre, seré hijo del Gran Rey, partícipe de los bienes de su Reino, su heredero... Mi infelicidad será cambiada en una suerte tan inmensamente grande que no podría ni soñarla! ¡Y todo esto sólo porque Vos os habéis ofrecido a sufrir y a morir por mí, oh generosísimo Amante mío! Y ahora Vos, en este momento en que os encamináis al encuentro de los tormentos y de la muerte en el Patíbulo por amor mío, me pedís de favor que yo no olvide vuestros dolores y vuestra muerte, ni el amor con el que, para hacerme feliz los abrazáis. Ah mi ternísimo Amante, ¿cómo podré jamás olvidarlos? ¡No, no! ¡Desde este momento mi vida no será sino una vida de lágrimas, pensando en cuánto habéis sufrido y la muerte que habéis encontrado por amor mío! ¡Os prometo, os juro que recorreré todos los días el mismo camino por el que ahora vais a morir, me postraré sobre vuestra tumba, y ahí pensaré en vuestro amor, en las ternuras para mí de vuestro nobilísimo Corazón; tendré continuamente en mi pensamiento las torturas que, por el riguroso decreto Real, me correspondía sufrir, y que Vos las habéis querido sufrir en lugar mío. Meditaré continuamente en la agonía mortal, en la muerte lenta e ignominiosa que os será dada ante todo el pueblo. Y quiero tanto llorar y amaros que querré morir de dolor sobre vuestra tumba!”.
Mi querido lector, mi devota lectora, vosotros habéis ya comprendido todo el significado de esta comparación, la cual, por cuanto conmovedora sea, está aun inmensamente lejana de poder representar los extremos de amor del Hijo Eterno de Dios por el hombre. Y no sólo por toda la humanidad, sino por cada alma en particular.
Cada uno de nosotros es ese esclavo culpable ante Dios, que es el Rey del Cielo y de la tierra; esclavo digno y merecedor de eterna muerte y eternos tormentos... El Hijo Unigénito de Dios, delicia eterna del Eterno Padre, lleno de amor infinito e incomprensible por este esclavo, se presentó al Padre y le dijo: “Padre mío, tu Divina Justicia exige una víctima digna de Ti para poder liberar a este mísero esclavo. Nadie podrá jamás darte tan digna satisfacción, excepto Yo. ¡Pues bien... Muera Yo y viva el esclavo! *“Ecce ego, mitte me”. “Héme aquí envíame a la tierra, fórmame un cuerpo pasible, en el cual yo pueda experimentar los más atroces, los más inauditos tormentos y la muerte más dolorosa e ignominiosa por amor de este esclavo. Quiero ponerme enteramente en su lugar, me haré Yo el esclavo, me haré encadenar, me haré arrastrar a los tribunales, me someteré al juicio de inicuos jueces; de inocente pasaré a ser declarado reo y malhechor; pues quiero demostrar a este mísero esclavo hasta dónde llega mi amor por él. Y con tal de que él sea libre y feliz, Yo me haré ultrajar, golpear, maldecir; me haré el oprobio, el vituperio de todos; seré semejante a un gusano que todos pisotean; pero te suplico, oh Padre mío, que el esclavo, siempre y cuando te sea fiel y agradecido, entre en tu Gracia como mi misma Persona, que Tú lo ames como me amas a Mí mismo, que él sea hijo adoptivo, que todos nuestros bienes eternos se los participes en vida y después de la muerte; que por los méritos de mi muerte en Cruz, él sea enriquecido de gracias, sea confortado en sus penas, le sean aliviados los indispensables dolores de la vida, le sirva de mérito eterno la misma necesaria penitencia por el pecado; tenga, en el final de su vida, una muerte tranquila y preciosa, y, de ahí, venga a reinar con Nosotros eternamente en nuestro mismo gozo.”
Y así, o bastante mejor que así, habló el Verbo Divino a su Padre. Y el Padre, encendido de un igual amor por el mísero esclavo culpable que soy yo, que eres tú, oh lector o lectora míos, le concedió todo lo que con lágrimas, suspiros y clamores le pidió. Como dice el Apóstol: “Oravit cum lacrimis et clamore valido, et exauditus est pro reverentia sua.” (Oró con lágrimas y clamor válido, y fue escuchado con reverencia. Hebreos 5, 7).
Y así sucedió que por este mísero esclavo rebelde, el Santo de los Santos, el Impecable, el Inocentísimo, el Cordero Inmaculado, se dio a toda clase de sufrimientos y vivió treinta y cuatro años ahogado en inefables penas, nunca interrumpidas ni por un solo instante, penas en el alma y en el cuerpo, y que luego todas se reunieron en su tremenda Pasión desde la tarde del Jueves hasta el Viernes Santo, en el que expiró como el más abyecto y el más nefando de los culpables, sobre el patíbulo, entonces infame, de la Cruz.
¡Oh hombre! ¿Cómo podrás tú olvidar cuánto te amó y cuánto sufrió y soportó tu Divino Eterno Amante? ¿No eres tú, no soy yo, más duro que el granito y más cruel que la más feroz bestia si olvidamos lo que Jesucristo, Sumo Bien, padeció por nuestro amor? Considera, oh alma cristiana, que Jesús yendo a morir y a sufrir por ti, te haya dicho como aquel joven Príncipe de la misteriosa narración: “Oh hijito mío, ah alma que Yo voy a redimir derramando toda mi Sangre, esta correspondencia y esta compensación de amor te pido: Que no olvides cuánto habré sufrido por amor tuyo. Recuérdate a menudo de los dolores, de las heridas y de las llagas de mi cuerpo santísimo, a que me someteré. Recuérdate que para arrancarte de la muerte eterna venceré una tal lucha con la humana repugnancia al sufrir y al morir que agonizaré y sudaré sangre. ¡Ah, recuérdate de cuánto me cuestas! Recuérdate de cómo, por amor tuyo, presentaré mi adorable rostro a los golpes, a las escupitinas, a los crueles tirones de mi barba, a los puñetazos; mira esta corona de espinas que me traspasará la cabeza con penas tales que ni criatura humana ni angélica comprenderá jamás... Pero he aquí que ya me condenan a muerte, como indigno ya de vivir; he aquí que me cargan con la pesantísima Cruz... Adiós, hijito mío amado, delicia de mi Corazón, no más esclavo, sino heredero de mi Reino, adiós..., otros tormentos más atroces me esperan, seré extendido horriblemente y clavado a un madero en cruz, estaré tres horas en una agonía tan terrible, tan desprovisto de todo socorro, tan abandonado por todos, hasta por mi Padre, tan miserable y oprimido en el alma y en el cuerpo... que estas tres horas no serán tres horas, sino tres siglos de dolores. Todo, todo lo voy a sufrir por ti, por amor tuyo. ¡Pero no me seas tan ingrato que olvides mi sufrir y mi morir! Yo recorreré contento la Vía Dolorosa, llevaré contento la Cruz, contento abrazaré las terribles agonías que me esperan, me será ligera la ignominiosa y amarguísima muerte, con tal de que tú me prometas que no olvidarás mi sufrir ni mi morir, ni el amor infinito con el que, por ti, tanto a uno como a otro me someteré!”
¡Alma! ¿Qué cosa habrías respondido tú en aquel momento a tu Dios, a tu Divino y amorosísimo Redentor?
Jesucristo, verdadero Hombre y verdadero Dios, tuvo todo presente. Él vio la frialdad e indiferencia inexcusables de quienes nunca, o casi nunca, meditan en su adorabilísima Pasión y muerte, y también tuvo presente el piadoso y santo fervor de aquellas almas que de esta salutífera y obligada meditación hacen su alimento cotidiano. Subió al Calvario con el Corazón desolado por los primeros y experimentó un consuelo por la fidelidad y el amor de las segundas. ¿Y qué cosa vio Él de ti, oh mi lector, oh mi lectora? ¿Eres tú el esclavo redimido con tantas penas, que olvidas quién te redimió y lo que por ti sufrió tu Redentor, para pasarla distraído entre bagatelas y vanidades del mundo, y renuevas al Amante de las almas todos sus padecimientos y su atrocísima muerte con tus pecados y con tu ingratitud y olvido?
¡Ah, meditemos, meditemos diariamente en la Pasión adorable del amantísimo Redentor nuestro Jesús! “Non debet nos taedere meditare quod Christus ipsum non taedit tolerari”. ¡No nos cansemos de meditar en lo que Jesucristo no se cansó de soportar por nosotros!
La meditación de la Pasión Santísima de nuestro Señor Jesucristo produce bienes inestimables en quien la hace diariamente. Esta meditación enciende el alma de amor y gratitud; produce la verdadera y perfecta contrición de los pecados, esto es, el arrepentimiento no por temor a los castigos, temporales o eternos, sino por el motivo del puro amor a Dios; desapega de las cosas terrenas; aleja el pecado, el cual no puede subsistir con esta santa meditación; mortifica sin violencia y por vía de amor las pasiones; purifica el espíritu; infunde la Ciencia y la Sabiduría, suscita grandes deseos de perfección; fortifica al alma en el sufrimiento; aumenta de día en día la gracia santificante; acelera la perfecta unión con Dios... “¡Oh hombre -exclama San Buenaventura-, ¿quieres siempre crecer de virtud en virtud, de gracia en gracia? ¡Medita diariamente la Pasión del Redentor!” El alma que medita con amor diariamente la Pasión de nuestro adorable Redentor y Sumo Bien de nuestros corazones, y que la medita, se puede decir, en compañía de Jesús penante, Jesús la asiste, la transporta, la llena de compunción, la compenetra, la ilumina, la inflama, y frecuentemente le comunica el don tan precioso de las lágrimas, ese don que es una de las ocho bienaventuranzas en esta tierra, pues nuestro Señor Jesucristo dijo: “Beati qui lugent”, Bienaventurados los que lloran.
Y oh, cuántas almas elegidas, meditando cotidianamente en las dolorosas escenas de la Pasión, finalmente, de la arideces han pasado a la profunda conmoción de los sollozos, del llanto y de los suspiros. Quiera también a nosotros el Sumo Bien darnos tan grande gracia, dándonos la santa perseverancia en esta amorosa meditación.
Leemos de un San Francisco de Asís que por el tanto llorar sobre la Pasión de nuestro Señor se quedó ciego. El Profeta Zacarías, como si tuviera presente todas las lágrimas que habrían derramado en el tiempo del cristianismo las almas amantes de Jesucristo sobre sus penas, y todos los lamentos que habrían elevado, dijo: “¡Y se llorará sobre Él como suelen llorar las madres, las muertes de sus unigénitos!” (Zac. 12, 10).
Yo no sé si entre los signos de predestinación a la vida eterna haya alguno mayor que éste; por eso el Apóstol dijo que si compadecíamos a Jesucristo, seríamos con Él glorificados. Y si ahora lloramos y nos interesamos por los padecimientos, por las ignominias, por las angustias sufridas por Jesucristo por amor nuestro, es muy justo que un día participemos también de su gozo y de su eterna felicidad.
Otro gran provecho de meditar diariamente en la Pasión de nuestro Señor Jesucristo es el del más eficaz medio que se adquiere para obtener toda gracia del Eterno Padre. Quien se familiariza con los misterios de la Pasión de nuestro Señor, los cuales son innumerables, adquiere como un derecho de presentarse ante el Divino Padre y pedirle todo lo que quiera. Fue esta también una revelación de nuestro Señor Jesucristo a Santa Gertrudis: “Mi Padre -le dijo- , no puede negar nada que se le pida en virtud de mi Pasión.” Y no debemos olvidarnos que el objeto principal de nuestro Señor Jesucristo en su inmenso sufrir y humillarse fue el amor, la obediencia y el celo hacia su Eterno Padre. Y por eso, Él mismo en el Evangelio nos dejó dicho: “Hasta ahora habéis pedido y no habéis obtenido, porque no habéis pedido en mi nombre, y Yo ahora en verdad os digo que todo lo que pidiereis al Padre en mi nombre, todo se os concederá, y vuestro gozo será pleno.” ¿Y en dónde esta petición hecha al Eterno Padre por los méritos de la Pasión y muerte de nuestro Señor Jesucristo tiene su mayor eficacia? Sí, en el gran Sacrificio de la Santa Misa, en el cual se renueva, si bien de manera incruenta e impasible, el misterio del Gólgota. ¿Y qué cosa es la Santísima Eucaristía si no el memorial continuo de la Pasión y muerte de nuestro Señor Jesucristo? Precisamente por esto, nuestro Señor la instituyó la tarde del Jueves Santo, mientras sus enemigos preparaban sus padecimientos y su muerte, y, al instituirla como exceso de su infinito amor por el hombre, dijo: “Tomad y comed, esto es mi Cuerpo, que por vosotros será entregado a los flagelos y a la muerte. Tomad y bebed, esto es mi Sangre, la Sangre del Nuevo y Eterno Testamento, que será derramada por vosotros y por muchos en remisión de los pecados. Esto que Yo he hecho, hacedlo en memoria mía.” Y con esto dicho, ¿quién puede separar la Pasión de nuestro Señor de la Santísima Eucaristía, o ésta de aquella?
Y he aquí otro gran e inmenso provecho de la cotidiana meditación de la Pasión y muerte del Divino Redentor, el cual es el crecer en el conocimiento, en el amor y en el acercamiento al Santísimo Sacramento del altar. De los pies de Jesús crucificado se va a los pies del Sacramento, donde se adora, se ama y se pasa a la unión más íntima que pueda haber entre el alma y Dios mediante la santísima comunión eucarística. Ninguno que se acerque a recibir la Santa Comunión debe descuidar dedicar media hora de meditación sobre los sufrimientos de nuestro Señor Jesucristo. Especialmente las almas que tienen el gran bien de acercarse diariamente a la Mesa de los Angeles deben antes dedicarse a meditar cualquier pasaje de la Pasión de Nuestro Señor. El doctor de la Iglesia, San Alfonso, expresa este concepto cuando comienza la preparación de la Santa Comunión en sus “Obras Espirituales” con aquellas palabras del sagrado Cantar: “Ecce iste venit in montes, transaliens colles”, He aquí que Él viene por los montes, superando las colinas. Y explica: Oh mi Divino Redentor Jesús, cuántos collados difíciles y ásperos habéis debido superar, etc.
Quien descuida la santa meditación de la adorable Pasión de nuestro Señor Jesucristo nunca hará una comunión fervorosa, ni sacará nunca verdadero provecho de ella.
Lector o lectora mía, la meditación cotidiana de los padecimientos y de la muerte de nuestro Señor Jesucristo, mientras en nosotros produce los citados provechos, y mil otros que yo, mísero no sé decir, otro bien inmenso produce, y del cual gran aprecio hemos de tener: ¡Ella nos une a la compasión de la más pura, de la más Santa entre las criaturas, de la Santísima Virgen María, de la Madre misma del Verbo Divino hecho Hombre!
¡Oh, qué otro misterio de amor y de dolor hay aquí, y que el cristiano no debe jamás olvidar! ¡María Santísima Dolorosa, Desolada, Reina de los mártires, copartícipe de todas las penas del Redentor Divino! ¡María Santísima Corredentora del género humano en unión con el Hombre Dios!
Los dolores de la gran Madre de Dios menos se pueden comprender y penetrar por quien no los medita diariamente, pues éstos no tienen nada de corporal y visible, sino que todas son penas interiores, desolaciones íntimas, proporcionadas al amor incomprensible de esta gran Madre de Jesucristo, su Dios y su Hijo... Aquí los extremos son también ellos excesivos, tanto por la sensibilidad delicadísima y materna de la Santísima Virgen, que por cuanto era Inmaculada, purísima, santísima y sapientísima, tanto más era susceptible de penas interiores, como por la medida del amor por Jesús, que en María era inconmensurable, tanto, que superaba al ardor de todos los Serafines, y también por el conocimiento de la infinita majestad y dignidad de Jesucristo, a quien Ella veía tan ignominiosamente ultrajado y pisoteado como un gusano. Y también por la inmensidad de su caridad por el género humano y por cada alma en particular, puesto que por cada alma entregaba con pleno consentimiento de su voluntad a su Divino Hijo a los dolores, a los oprobios, a la muerte... y también conocía y ponderaba la pérdida de tantas almas.
Solo ella comprendió y dividió las penas interiores y las agonías del Corazón Santísimo de Jesús, desde la Encarnación hasta la muerte, y todas las sufrió, bebiendo hasta las heces el cáliz doloroso. Y de esta manera el Martirio de la Santísima Virgen, como dicen los autores sagrados, empezó en el momento de la Encarnación y continuó siempre creciendo hasta la muerte del Redentor Divino; y desde ésta hasta la Resurrección de Jesucristo nuestro Señor tenemos lo que se llama Desolación de la santísima Virgen, que es el mayor de sus insuperables dolores; y después del misterio de la Resurrección tenemos un periodo de penas sensibilísimas de la Inmaculada Señora, que es precisamente la gran Escuela abierta a todas las almas amantes de Jesucristo acerca de la obligación y del modo de meditar la Pasión de Jesucristo bendito. Periodo éste que duró todo el tiempo restante de la vida mortal de la Santísima Virgen María, que según unos fue de doce años, según otros, de dieciséis, y según otros de veintiún años. Durante todo este tiempo la Santísima Virgen no hizo sino repasar día y noche en su alma santísima y uno por uno todos los padecimientos de nuestro Señor Jesucristo en el modo más íntimo que sólo Ella podía recordar y penetrar, tanto los padecimientos que Jesús soportó en su Santísima Humanidad como las ignominias y los ultrajes a los que se quiso someter, como también las penas aun más tremendas de su Divino Corazón y de su alma. La Santísima Virgen, al recordar estos divinos padecimientos, los renovaba todos dentro de Ella misma con tanto dolor y con tanta pena que por ello habría podido morir a cada momento si la virtud divina no la hubiese continuamente sostenido, como la sostuvo con un continuo milagro durante la Pasión de Nuestro Señor, en la cual no una sino innumerables veces habría muerto de puro dolor. Durante el tiempo que vivió en Jerusalén, Ella visitaba todos los lugares en los que su Divino Hijo padeció por nosotros, y en modo particular recorría personalmente, con profundas y dolorosas contemplaciones, la Vía de la Cruz, comenzando desde el palacio de Pilatos, donde Nuestro Señor fue condenado a muerte, y siguiendo hasta el Calvario. ¡De aquí nació el piadoso ejercicio del Vía Crucis, que es una de las más santas devociones de la Iglesia!
¡Así que, la Escuela de la Meditación de la Pasión y muerte de nuestro Señor Jesucristo la encontramos en María Dolorosa y Desolada! Oh, bienaventurada el alma que se está todo su tiempo pensando entre Jesús y María, compadeciendo ora al Hijo ora a la Madre, ora llorando con Una, ora con Otro, ora representándose las escenas del Huerto, de la Captura, de los tribunales, de los flagelos, de las espinas, de la condena, del camino al Calvario, de la Crucifixión, de las tres horas de agonía, de la sed, del abandono, y luego dirigiendo los ojos del alma a toda la parte que tuvo en tales misterios de amor y de dolor la Madre de Dios, la más afligida de las madres, la Cual sufrió con Jesucristo, si bien en un modo todo espiritual, y por eso más doloroso, el Huerto, la captura, los ultrajes, los flagelos, las espinas, el camino al Calvario, los clavos, la agonía de la Cruz y la misma amarguísima muerte…
¡Bienaventurada el alma que, internándose en los Corazones Santísimos de Jesús y de María, entrevé, por cuanto es posible, el abismo de las penas interiores, y en las olas tempestuosas de esta “contrición tan grande como un mar sin playas” (Magna velut mare contritio), mezcla afanosamente sus lágrimas de amor, extraídas por la cotidiana contemplación de las penas de Jesús y de María!
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Fuente
• Sitio web Las Horas de la Pasión de Nuestro Señor Jesucristo: www.passioiesus.org/es
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