Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia Católica
(Texto publicado en el sitio web de la Santa Sede: www.vatican.va)
Tengo el agrado de presentar el documento Compendio de la doctrina social de la Iglesia, elaborado, según el encargo recibido del Santo Padre Juan Pablo II, para exponer de manera sintética, pero exhaustiva, la enseñanza social de la Iglesia.
Transformar la realidad social con la fuerza del Evangelio, testimoniada por mujeres y hombres fieles a Jesucristo, ha sido siempre un desafío y lo es aún, al inicio del tercer milenio de la era cristiana. El anuncio de Jesucristo, «buena nueva» de salvación, de amor, de justicia y de paz, no encuentra fácil acogida en el mundo de hoy, todavía devastado por guerras, miseria e injusticias; es precisamente por esto que el hombre de nuestro tiempo tiene más que nunca necesidad del Evangelio: de la fe que salva, de la esperanza que ilumina, de la caridad que ama.
La Iglesia, experta en humanidad, en una espera confiada y al mismo tiempo laboriosa, continúa mirando hacia los «nuevos cielos» y la «nueva tierra» (2 P 3,13), e indicándoselos a cada hombre, para ayudarle a vivir su vida en la dimensión del sentido auténtico. «Gloria Dei vivens homo»: el hombre que vive en plenitud su dignidad da gloria a Dios, que se la ha donado.
La lectura de estas páginas se propone ante todo para sostener y animar la acción de los cristianos en campo social, especialmente de los fieles laicos, de los cuales este ámbito es propio; toda su vida debe calificarse como una obra fecunda de evangelización. Cada creyente debe aprender ante todo a obedecer al Señor con la fortaleza de la fe, a ejemplo de San Pedro: «Maestro hemos estado bregando toda la noche y no hemos pescado nada; pero, en tu palabra, echaré las redes» (Lc 5,5). Todo lector de «buena voluntad» podrá conocer los motivos que impulsan a la Iglesia a intervenir con una doctrina en campo social, a primera vista fuera de su competencia, y las razones para un encuentro, un diálogo, una colaboración al servicio del bien común.
Mi predecesor, el llorado y venerado Cardenal François-Xavier Nguyên Van Thuân, guió sabiamente, con constancia y clarividencia, la compleja fase preparatoria de este documento; la enfermedad le impidió concluirla con la publicación. Esta obra a mí confiada, y ahora ofrecida a los lectores, lleva por tanto el sello de un gran testigo de la Cruz, fuerte en la fe durante los años oscuros y terribles del Viêt Nam. Él sabrá acoger nuestra gratitud por todo su precioso trabajo, realizado con amor y dedicación, y bendecir a todos aquellos que se detendrán a reflexionar sobre estas páginas.
Invoco la intercesión de San José, Custodio del Redentor y Esposo de la Siempre Virgen María, Patrono de la Iglesia Universal y del trabajo, para que este texto pueda dar frutos abundantes en la vida social como instrumento de anuncio evangélico, de justicia y de paz.
Ciudad del Vaticano, 2 de abril de 2004, Memoria de San Francisco de Paula.
Renato Raffaele Card. Martino
Presidente
Giampaolo Crepaldi
Secretario
Un humanismo integral y solidario
1 La Iglesia, pueblo peregrino, se adentra en el tercer milenio de la era cristiana guiada por Cristo, el «gran Pastor» (Hb 13,20): Él es la Puerta Santa (cf. Jn 10,9) que hemos cruzado durante el Gran Jubileo del año 2000.1 Jesucristo es el Camino, la Verdad y la Vida (cf. Jn 14,6): contemplando el Rostro del Señor, confirmamos nuestra fe y nuestra esperanza en Él, único Salvador y fin de la historia.
La Iglesia sigue interpelando a todos los pueblos y a todas las Naciones, porque sólo en el nombre de Cristo se da al hombre la salvación. La salvación que nos ha ganado el Señor Jesús, y por la que ha pagado un alto precio (cf. 1 Co 6,20; 1 P 1,18-19), se realiza en la vida nueva que los justos alcanzarán después de la muerte, pero atañe también a este mundo, en los ámbitos de la economía y del trabajo, de la técnica y de la comunicación, de la sociedad y de la política, de la comunidad internacional y de las relaciones entre las culturas y los pueblos: «Jesús vino a traer la salvación integral, que abarca al hombre entero y a todos los hombres, abriéndoles a los admirables horizontes de la filiación divina».2
2 En esta alba del tercer milenio, la Iglesia no se cansa de anunciar el Evangelio que dona salvación y libertad auténtica también en las cosas temporales, recordando la solemne recomendación dirigida por San Pablo a su discípulo Timoteo: «Proclama la Palabra, insiste a tiempo y a destiempo, reprende, amenaza, exhorta con toda paciencia y doctrina. Porque vendrá un tiempo en que los hombres no soportarán la doctrina sana, sino que, arrastrados por sus propias pasiones, se harán con un montón de maestros por el prurito de oír novedades; apartarán sus oídos de la verdad y se volverán a las fábulas. Tú, en cambio, pórtate en todo con prudencia, soporta los sufrimientos, realiza la función de evangelizador, desempeña a la perfección tu ministerio» (2 Tm 4,2-5).
3 A los hombres y mujeres de nuestro tiempo, sus compañeros de viaje, la Iglesia ofrece también su doctrina social. En efecto, cuando la Iglesia «cumple su misión de anunciar el Evangelio, enseña al hombre, en nombre de Cristo, su dignidad propia y su vocación a la comunión de las personas; y le descubre las exigencias de la justicia y de la paz, conformes a la sabiduría divina».3 Esta doctrina tiene una profunda unidad, que brota de la Fe en una salvación integral, de la Esperanza en una justicia plena, de la Caridad que hace verdaderamente hermanos a todos los hombres en Cristo: es una expresión del amor de Dios por el mundo, que Él ha amado tanto «que dio a su Hijo único» (Jn 3,16). La ley nueva del amor abarca la humanidad entera y no conoce fronteras, porque el anuncio de la salvación en Cristo se extiende «hasta los confines de la tierra» (Hch 1,8).
4 Descubriéndose amado por Dios, el hombre comprende la propia dignidad trascendente, aprende a no contentarse consigo mismo y a salir al encuentro del otro en una red de relaciones cada vez más auténticamente humanas. Los hombres renovados por el amor de Dios son capaces de cambiar las reglas, la calidad de las relaciones y las estructuras sociales: son personas capaces de llevar paz donde hay conflictos, de construir y cultivar relaciones fraternas donde hay odio, de buscar la justicia donde domina la explotación del hombre por el hombre. Sólo el amor es capaz de transformar de modo radical las relaciones que los seres humanos tienen entre sí. Desde esta perspectiva, todo hombre de buena voluntad puede entrever los vastos horizontes de la justicia y del desarrollo humano en la verdad y en el bien.
5 El amor tiene por delante un vasto trabajo al que la Iglesia quiere contribuir también con su doctrina social, que concierne a todo el hombre y se dirige a todos los hombres. Existen muchos hermanos necesitados que esperan ayuda, muchos oprimidos que esperan justicia, muchos desocupados que esperan trabajo, muchos pueblos que esperan respeto: «¿Cómo es posible que, en nuestro tiempo, haya todavía quien se muere de hambre; quién está condenado al analfabetismo; quién carece de la asistencia médica más elemental; quién no tiene techo donde cobijarse? El panorama de la pobreza puede extenderse indefinidamente, si a las antiguas añadimos las nuevas pobrezas, que afectan a menudo a ambientes y grupos no carentes de recursos económicos, pero expuestos a la desesperación del sin sentido, a la insidia de la droga, al abandono en la edad avanzada o en la enfermedad, a la marginación o a la discriminación social... ¿Podemos quedar al margen ante las perspectivas de un desequilibrio ecológico, que hace inhabitables y enemigas del hombre vastas áreas del planeta? ¿O ante los problemas de la paz, amenazada a menudo con
la pesadilla de guerras catastróficas? ¿O frente al vilipendio de los derechos humanos fundamentales de tantas personas, especialmente de los niños?».4
6 El amor cristiano impulsa a la denuncia, a la propuesta y al compromiso con proyección cultural y social, a una laboriosidad eficaz, que apremia a cuantos sienten en su corazón una sincera preocupación por la suerte del hombre a ofrecer su propia contribución. La humanidad comprende cada vez con mayor claridad que se halla ligada por un destino único que exige asumir la responsabilidad en común, inspirada por un humanismo integral y solidario: ve que esta unidad de destino con frecuencia está condicionada e incluso impuesta por la técnica o por la economía y percibe la necesidad de una mayor conciencia moral que oriente el camino común. Estupefactos ante las múltiples innovaciones tecnológicas, los hombres de nuestro tiempo desean ardientemente que el progreso esté orientado al verdadero bien de la humanidad de hoy y del mañana.
b) El significado del documento
7 El cristiano sabe que puede encontrar en la doctrina social de la Iglesia los principios de reflexión, los criterios de juicio y las directrices de acción como base para promover un humanismo integral y solidario. Difundir esta doctrina constituye, por tanto, una verdadera prioridad pastoral, para que las personas, iluminadas por ella, sean capaces de interpretar la realidad de hoy y de buscar caminos apropiados para la acción: «La enseñanza y la difusión de esta doctrina social forma parte de la misión evangelizadora de la Iglesia».5
En esta perspectiva, se consideró muy útil la publicación de un documento que ilustrase las líneas fundamentales de la doctrina social de la Iglesia y la relación existente entre esta doctrina y la nueva evangelización.6 El Pontificio Consejo «Justicia y Paz», que lo ha elaborado y del cual asume plenamente la responsabilidad, se ha servido para esta obra de una amplia consulta, implicando a sus Miembros y Consultores, algunos Dicasterios de la Curia Romana, las Conferencias Episcopales de varios países, Obispos y expertos en las cuestiones tratadas.
8 Este documento pretende presentar, de manera completa y sistemática, aunque sintética, la enseñanza social, que es fruto de la sabia reflexión magisterial y expresión del constante compromiso de la Iglesia, fiel a la Gracia de la salvación de Cristo y a la amorosa solicitud por la suerte de la humanidad. Los aspectos teológicos, filosóficos, morales, culturales y pastorales más relevantes de esta enseñanza se presentan aquí orgánicamente en relación a las cuestiones sociales. De este modo se atestigua la fecundidad del encuentro entre el Evangelio y los problemas que el hombre afronta en su camino histórico.
En el estudio del Compendio convendrá tener presente que las citas de los textos del Magisterio pertenecen a documentos de diversa autoridad. Junto a los documentos conciliares y a las encíclicas, figuran también discursos de los Pontífices o documentos elaborados por los Dicasterios de la Santa Sede. Como es sabido, pero parece oportuno subrayarlo, el lector debe ser consciente que se trata de diferentes grados de enseñanza. El documento, que se limita a ofrecer una exposición de las líneas fundamentales de la doctrina social, deja a las Conferencias Episcopales la responsabilidad de hacer las oportunas aplicaciones requeridas por las diversas situaciones locales.7
9 El documento presenta un cuadro de conjunto de las líneas fundamentales del «corpus» doctrinal de la enseñanza social católica. Este cuadro permite afrontar adecuadamente las cuestiones sociales de nuestro tiempo, que exigen ser tomadas en consideración con una visión de conjunto, porque son cuestiones que están caracterizadas por una interconexión cada vez mayor, que se condicionan mutuamente y que conciernen cada vez más a toda la familia humana. La exposición de los principios de la doctrina social pretende sugerir un método orgánico en la búsqueda de soluciones a los problemas, para que el discernimiento, el juicio y las opciones respondan a la realidad y para que la solidaridad y la esperanza puedan incidir eficazmente también en las complejas situaciones actuales. Los principios se exigen y se iluminan mutuamente, ya que son una expresión de la antropología cristiana8, fruto de la Revelación del amor que Dios tiene por la persona humana. Considérese debidamente, sin embargo, que el transcurso del tiempo y el cambio de los contextos sociales requerirán una reflexión constante y actualizada sobre los diversos temas aquí expuestos, para interpretar los nuevos signos de los tiempos.
10 El documento se propone como un instrumento para el discernimiento moral y pastoral de los complejos acontecimientos que caracterizan nuestro tiempo; como una guía para inspirar, en el ámbito individual y colectivo, los comportamientos y opciones que permitan mirar al futuro con confianza y esperanza; como un subsidio para los fieles sobre la enseñanza de la moral social. De él podrá surgir un compromiso nuevo, capaz de responder a las exigencias de nuestro tiempo, adaptado a las necesidades y los recursos del hombre; pero sobre todo, el anhelo de valorar, en una nueva perspectiva, la vocación propia de los diversos carismas eclesiales con vistas a la evangelización de lo social, porque «todos los miembros de la Iglesia son partícipes de su dimensión secular».9 El texto se propone, por último, como ocasión de diálogo con todos aquellos que desean sinceramente el bien del hombre.
11 Los primeros destinatarios de este documento son los Obispos, que deben encontrar las formas más apropiadas para su difusión y su correcta interpretación. Pertenece, en efecto, a su «munus docendi» enseñar que «según el designio de Dios Creador, las mismas cosas terrenas y las instituciones humanas se ordenan también a la salvación de los hombres, y, por ende, pueden contribuir no poco a la edificación del Cuerpo de Cristo».10Los sacerdotes, los religiosos y las religiosas y, en general, los formadores encontrarán en él una guía para su enseñanza y un instrumento de servicio pastoral. Los fieles laicos, que buscan el Reino de los Cielos «gestionando los asuntos temporales y ordenándolos según Dios»11, encontrarán luces para su compromiso específico. Las comunidades cristianas podrán utilizar este documento para analizar objetivamente las situaciones, clarificarlas a la luz de las palabras inmutables del Evangelio, recabar principios de reflexión, criterios de juicio y orientaciones para la acción.12
12 Este Documento se propone también a los hermanos de otras Iglesias y Comunidades Eclesiales, a los seguidores de otras religiones, así como a cuantos, hombres y mujeres de buena voluntad, están comprometidos en el servicio al bien común: quieran recibirlo como el fruto de una experiencia humana universal, colmada de innumerables signos de la presencia del Espíritu de Dios. Es un tesoro de cosas nuevas y antiguas (cf. Mt 13,52), que la Iglesia quiere compartir, para agradecer a Dios, de quien «desciende toda dádiva buena y todo don perfecto» (St 1,17). Constituye un signo de esperanza el hecho que hoy las religiones y las culturas manifiesten disponibilidad al diálogo y adviertan la urgencia de unir los propios esfuerzos para favorecer la justicia, la fraternidad, la paz y el crecimiento de la persona humana.
La Iglesia Católica une en particular el propio compromiso al que ya llevan a cabo en el campo social las demás Iglesias y Comunidades Eclesiales, tanto en el ámbito de la reflexión doctrinal como en el ámbito práctico. Con ellas, la Iglesia Católica está convencida que de la herencia común de las enseñanzas sociales custodiadas por la tradición viva del pueblo de Dios derivan estímulos y orientaciones para una colaboración cada vez más estrecha en la promoción de la justicia y de la paz.13
c) Al servicio de la verdad plena del hombre
13 Este documento es un acto de servicio de la Iglesia a los hombres y mujeres de nuestro tiempo, a quienes ofrece el patrimonio de su doctrina social, según el estilo de diálogo con que Dios mismo, en su Hijo unigénito hecho hombre, «habla a los hombres como amigos (cf. Ex 33,11; Jn 15, 14-15), y trata con ellos (cf. Bar 3,38)».14 Inspirándose en la Constitución pastoral «Gaudium et spes», también este documento coloca como eje de toda la exposición al hombre «todo entero, cuerpo y alma, corazón y conciencia, inteligencia y voluntad».15 En esta tarea, «no impulsa a la Iglesia ambición terrena alguna. Sólo desea una cosa: continuar, bajo la guía del Espíritu, la obra misma de Cristo, quien vino al mundo para dar testimonio de la verdad, para salvar y no para juzgar, para servir y no para ser servido».16
14 Con el presente documento, la Iglesia quiere ofrecer una contribución de verdad a la cuestión del lugar que ocupa el hombre en la naturaleza y en la sociedad, escrutada por las civilizaciones y culturas en las que se expresa la sabiduría de la humanidad. Hundiendo sus raíces en un pasado con frecuencia milenario, éstas se manifiestan en la religión, la filosofía y el genio poético de todo tiempo y de todo Pueblo, ofreciendo interpretaciones del universo y de la convivencia humana, tratando de dar un sentido a la existencia y al misterio que la envuelve. ¿Quién soy yo? ¿Por qué la presencia del dolor, del mal, de la muerte, a pesar de tanto progreso? ¿De qué valen tantas conquistas si su precio es, no raras veces, insoportable? ¿Qué hay después de esta vida? Estas preguntas de fondo caracterizan el recorrido de la existencia humana.17 A este propósito, se puede recordar la exhortación «Conócete a ti mismo» esculpida sobre el arquitrabe del templo de Delfos, como testimonio de la verdad fundamental según la cual el hombre, llamado a distinguirse entre todos los seres creados, se califica como hombre precisamente en cuanto constitutivamente orientado a conocerse a sí mismo.
15 La orientación que se imprime a la existencia, a la convivencia social y a la historia, depende, en gran parte, de las respuestas dadas a los interrogantes sobre el lugar del hombre en la naturaleza y en la sociedad, cuestiones a las que el presente documento trata de ofrecer su contribución. El significado profundo de la existencia humana, en efecto, se revela en la libre búsqueda de la verdad, capaz de ofrecer dirección y plenitud a la vida, búsqueda a la que estos interrogantes instan incesantemente la inteligencia y la voluntad del hombre. Éstos expresan la naturaleza humana en su nivel más alto, porque involucran a la persona en una respuesta que mide la profundidad de su empeño con la propia existencia. Se trata, además, de interrogantes esencialmente religiosos: «Cuando se indaga “el porqué de las cosas” con totalidad en la búsqueda de la respuesta última y más exhaustiva, entonces la razón humana toca su culmen y se abre a la religiosidad. En efecto, la religiosidad representa la expresión más elevada de la persona humana, porque es el culmen de su naturaleza racional. Brota de la aspiración profunda del hombre a la verdad y está a la base de la búsqueda libre y personal que el hombre realiza sobre lo divino».18
16 Los interrogantes radicales que acompañan desde el inicio el camino de los hombres, adquieren, en nuestro tiempo, importancia aún mayor por la amplitud de los desafíos, la novedad de los escenarios y las opciones decisivas que las generaciones actuales están llamadas a realizar.
El primero de los grandes desafíos, que la humanidad enfrenta hoy, es el de la verdad misma del ser-hombre. El límite y la relación entre naturaleza, técnica y moral son cuestiones que interpelan fuertemente la responsabilidad personal y colectiva en relación a los comportamientos que se deben adoptar respecto a lo que el hombre es, a lo que puede hacer y a lo que debe ser. Un segundo desafío es el que presenta la comprensión y la gestión del pluralismo y de las diferencias en todos los ámbitos: de pensamiento, de opción moral, de cultura, de adhesión religiosa, de filosofía del desarrollo humano y social. El tercer desafío es la globalización, que tiene un significado más amplio y más profundo que el simplemente económico, porque en la historia se ha abierto una nueva época, que atañe al destino de la humanidad.
17 Los discípulos de Jesucristo se saben interrogados por estas cuestiones, las llevan también dentro de su corazón y quieren comprometerse, junto con todos los hombres, en la búsqueda de la verdad y del sentido de la existencia personal y social. Contribuyen a esta búsqueda con su testimonio generoso del don que la humanidad ha recibido: Dios le ha dirigido su Palabra a lo largo de la historia, más aún, Él mismo ha entrado en ella para dialogar con la humanidad y para revelarle su plan de salvación, de justicia y de fraternidad. En su Hijo, Jesucristo, hecho hombre, Dios nos ha liberado del pecado y nos ha indicado el camino que debemos recorrer y la meta hacia la cual dirigirse.
d) Bajo el signo de la solidaridad, del respeto y del amor
18 La Iglesia camina junto a toda la humanidad por los senderos de la historia. Vive en el mundo y, sin ser del mundo (cf. Jn 17,14-16), está llamada a servirlo siguiendo su propia e íntima vocación. Esta actitud —que se puede hallar también en el presente documento— está sostenida por la convicción profunda de que para el mundo es importante reconocer a la Iglesia como realidad y fermento de la historia, así como para la Iglesia lo es no ignorar lo mucho que ha recibido de la historia y de la evolución del género humano.19 El Concilio Vaticano II ha querido dar una elocuente demostración de la solidaridad, del respeto y del amor por la familia humana, instaurando con ella un diálogo «acerca de todos estos problemas, aclarárselos a la luz del Evangelio y poner a disposición del género humano el poder salvador que la Iglesia, conducida por el Espíritu Santo, ha recibido de su Fundador. Es la persona del hombre la que hay que salvar. Es la sociedad humana la que hay que renovar».20
19 La Iglesia, signo en la historia del amor de Dios por los hombres y de la vocación de todo el género humano a la unidad en la filiación del único Padre21, con este documento sobre su doctrina social busca también proponer a todos los hombres un humanismo a la altura del designio de amor de Dios sobre la historia, un humanismo integral y solidario, que pueda animar un nuevo orden social, económico y político, fundado sobre la dignidad y la libertad de toda persona humana, que se actúa en la paz, la justicia y la solidaridad. Este humanismo podrá ser realizado si cada hombre y mujer y sus comunidades saben cultivar en sí mismos las virtudes morales y sociales y difundirlas en la sociedad, «de forma que se conviertan verdaderamente en hombres nuevos y en creadores de una nueva humanidad con el auxilio necesario de la divina gracia».22
«La dimensión teológica se hace necesaria
para interpretar y resolver
los actuales problemas de la convivencia humana».
(Centesimus annus, 55)
El designio de amor de Dios
para la humanidad
I. La acción liberadora de Dios
en la historia de Israel
a) La cercanía gratuita de Dios
20 Cualquier experiencia religiosa auténtica, en todas las tradiciones culturales, comporta una intuición del Misterio que, no pocas veces, logra captar algún rasgo del rostro de Dios. Dios aparece, por una parte, como origen de lo que es, como presencia que garantiza a los hombres, socialmente organizados, las condiciones fundamentales de vida, poniendo a su disposición los bienes necesarios; por otra parte aparece también como medida de lo que debe ser, como presencia que interpela la acción humana —tanto en el plano personal como en el plano social—, acerca del uso de esos mismos bienes en la relación con los demás hombres. En toda experiencia religiosa, por tanto, se revelan como elementos importantes, tanto la dimensión del don y de la gratuidad, captada como algo que subyace a la experiencia que la persona humana hace de su existir junto con los demás en el mundo, como las repercusiones de esta dimensión sobre la conciencia del hombre, que se siente interpelado a administrar convivial y responsablemente el don recibido. Testimonio de esto es el reconocimiento universal de la regla de oro, con la que se expresa, en el plano de las relaciones humanas, la interpelación que llega al hombre del Misterio: «Todo cuanto queráis que os hagan los hombres, hacédselo también vosotros a ellos» (Mt 7,12).23
21 Sobre el fondo de la experiencia religiosa universal, compartido de formas diversas, se destaca la Revelación que Dios hace progresivamente de Sí mismo al pueblo de Israel. Esta Revelación responde de un modo inesperado y sorprendente a la búsqueda humana de lo divino, gracias a las acciones históricas, puntuales e incisivas, en las que se manifiesta el amor de Dios por el hombre. Según el libro del Éxodo, el Señor dirige a Moisés estas palabras: «Bien vista tengo la aflicción de mi pueblo en Egipto, y he escuchado su clamor en presencia de sus opresores; pues ya conozco sus sufrimientos. He bajado para librarle de la mano de los egipcios y para subirle de esta tierra a una tierra buena y espaciosa; a una tierra que mana leche y miel» (Ex 3,7-8). La cercanía gratuita de Dios —a la que alude su mismo Nombre, que Él revela a Moisés, «Yo soy el que soy» (Ex 3,14)—, se manifiesta en la liberación de la esclavitud y en la promesa, que se convierte en acción histórica, de la que se origina el proceso de identificación colectiva del pueblo del Señor, a través de la conquista de la libertad y de la tierra que Dios le dona.
22 A la gratuidad del actuar divino, históricamente eficaz, le acompaña constantemente el compromiso de la Alianza, propuesto por Dios y asumido por Israel. En el monte Sinaí, la iniciativa de Dios se plasma en la Alianza con su pueblo, al que da el Decálogo de los mandamientos revelados por el Señor (cf. Ex 19-24). Las «diez palabras» (Ex 34,28; cf. Dt 4,13; 10,4) «expresan las implicaciones de la pertenencia a Dios instituida por la Alianza. La existencia moral es respuesta a la iniciativa amorosa del Señor. Es reconocimiento, homenaje a Dios y culto de acción de gracias. Es cooperación con el designio que Dios se propone en la historia».24
Los diez mandamientos, que constituyen un extraordinario camino de vida e indican las condiciones más seguras para una existencia liberada de la esclavitud del pecado, contienen una expresión privilegiada de la ley natural. «Nos enseñan al mismo tiempo la verdadera humanidad del hombre. Ponen de relieve los deberes esenciales y, por tanto indirectamente, los derechos fundamentales inherentes a la naturaleza de la persona humana».25 Connotan la moral humana universal. Recordados por Jesús al joven rico del Evangelio (cf. Mt 19,18), los diez mandamientos «constituyen las reglas primordiales de toda vida social».26
23 Del Decálogo deriva un compromiso que implica no sólo lo que se refiere a la fidelidad al único Dios verdadero, sino también las relaciones sociales dentro del pueblo de la Alianza. Estas últimas están reguladas especialmente por lo que ha sido llamado el derecho del pobre: «Si hay junto a ti algún pobre de entre tus hermanos... no endurecerás tu corazón ni cerrarás tu mano a tu hermano pobre, sino que le abrirás tu mano y le prestarás lo que necesite para remediar su indigencia» (Dt 15,7-8). Todo esto vale también con respecto al forastero: «Cuando un forastero resida junto a ti, en vuestra tierra, no le molestéis. Al forastero que reside junto a vosotros, le miraréis como a uno de vuestro pueblo y lo amarás como a ti mismo; pues forasteros fuisteis vosotros en la tierra de Egipto. Yo, Yahveh, vuestro Dios» (Lv 19,33-34). El don de la liberación y de la tierra prometida, la Alianza del Sinaí y el Decálogo, están, por tanto, íntimamente unidos por una praxis que debe regular el desarrollo de la sociedad israelita en la justicia y en la solidaridad.
24 Entre las múltiples disposiciones que tienden a concretar el estilo de gratuidad y de participación en la justicia que Dios inspira, la ley del año sabático (celebrado cada siete años) y del año jubilar (cada cincuenta años)27 se distinguen como una importante orientación —si bien nunca plenamente realizada— para la vida social y económica del pueblo de Israel. Es una ley que prescribe, además del reposo de los campos, la condonación de las deudas y una liberación general de las personas y de los bienes: cada uno puede regresar a su familia de origen y recuperar su patrimonio.
Esta legislación indica que el acontecimiento salvífico del éxodo y la fidelidad a la Alianza representan no sólo el principio que sirve de fundamento a la vida social, política y económica de Israel, sino también el principio regulador de las cuestiones relativas a la pobreza económica y a la injusticia social. Se trata de un principio invocado para transformar continuamente y desde dentro la vida del pueblo de la Alianza, para hacerla conforme al designio de Dios. Para eliminar las discriminaciones y las desigualdades provocadas por la evolución socioeconómica, cada siete años la memoria del éxodo y de la Alianza se traduce en términos sociales y jurídicos, de modo que las cuestiones de la propiedad, de las deudas, de los servicios y de los bienes, adquieran su significado más profundo.
25 Los preceptos del año sabático y del año jubilar constituyen una doctrina social «in nuce».28 Muestran cómo los principios de la justicia y de la solidaridad social están inspirados por la gratuidad del evento de salvación realizado por Dios y no tienen sólo el valor de correctivo de una praxis dominada por intereses y objetivos egoístas, sino que han de ser más bien, en cuanto prophetia futuri, la referencia normativa a la que todas las generaciones en Israel deben conformarse si quieren ser fieles a su Dios.
Estos principios se convierten en el fulcro de la predicación profética, que busca interiorizarlos. El Espíritu de Dios, infundido en el corazón del hombre —anuncian los Profetas— hará arraigar en él los mismos sentimientos de justicia y de misericordia que moran en el corazón del Señor (cf. Jr 31,33 y Ez 36,26-27). De este modo, la voluntad de Dios, expresada en el Decálogo del Sinaí, podrá enraizarse de manera creativa en el interior del hombre. Este proceso de interiorización conlleva una mayor profundidad y un mayor realismo en la acción social, y hace posible la progresiva universalización de la actitud de justicia y solidaridad, que el pueblo de la Alianza está llamado a realizar con todos los hombres, de todo pueblo y Nación.
b) Principio de la creación y acción gratuita de Dios
26 La reflexión profética y sapiencial alcanza la primera manifestación y la fuente misma del proyecto de Dios sobre toda la humanidad, cuando llega a formular el principio de la creación de todas las cosas por Dios. En el Credo de Israel, afirmar que Dios es Creador no significa solamente expresar una convicción teorética, sino también captar el horizonte original del actuar gratuito y misericordioso del Señor en favor del hombre. Él, en efecto, libremente da el ser y la vida a todo lo que existe. El hombre y la mujer, creados a su imagen y semejanza (cf. Gn 1,26-27), están por eso mismo llamados a ser el signo visible y el instrumento eficaz de la gratuidad divina en el jardín en que Dios los ha puesto como cultivadores y guardianes de los bienes de la creación.
27 En el actuar gratuito de Dios Creador se expresa el sentido mismo de la creación, aunque esté oscurecido y distorsionado por la experiencia del pecado. La narración del pecado de los orígenes (cf. Gn 3,1-24), en efecto, describe la tentación permanente y, al mismo tiempo, la situación de desorden en que la humanidad se encuentra tras la caída de nuestros primeros padres. Desobedecer a Dios significa apartarse de su mirada de amor y querer administrar por cuenta propia la existencia y el actuar en el mundo. La ruptura de la relación de comunión con Dios provoca la ruptura de la unidad interior de la persona humana, de la relación de comunión entre el hombre y la mujer y de la relación armoniosa entre los hombres y las demás criaturas.29 En esta ruptura originaria debe buscarse la raíz más profunda de todos los males que acechan a las relaciones sociales entre las personas humanas, de todas las situaciones que en la vida económica y política atentan contra la dignidad de la persona, contra la justicia y contra la solidaridad.
II. Jesucristo
Cumplimiento del designio de amor del Padre
a) En Jesucristo se cumple el acontecimiento decisivo de la historia de Dios con los hombres
28 La benevolencia y la misericordia, que inspiran el actuar de Dios y ofrecen su clave de interpretación, se vuelven tan cercanas al hombre que asumen los rasgos del hombre Jesús, el Verbo hecho carne. En la narración de Lucas, Jesús describe su ministerio mesiánico con las palabras de Isaías que reclaman el significado profético del jubileo: «El Espíritu del Señor sobre mí, porque me ha ungido para anunciar a los pobres la Buena Nueva, me ha enviado a proclamar la liberación a los cautivos y la vista a los ciegos, para dar la libertad a los oprimidos y proclamar un año de gracia del Señor» (4,18-19; cf. Is 61,1-2). Jesús se sitúa, pues, en la línea del cumplimiento, no sólo porque lleva a cabo lo que había sido prometido y era esperado por Israel, sino también, en un sentido más profundo, porque en Él se cumple el evento decisivo de la historia de Dios con los hombres. Jesús, en efecto, proclama: «El que me ha visto a mí, ha visto al Padre» (Jn 14,9). Expresado con otras palabras, Jesús manifiesta tangiblemente y de modo definitivo quién es Dios y cómo se comporta con los hombres.
29 El amor que anima el ministerio de Jesús entre los hombres es el que el Hijo experimenta en la unión íntima con el Padre. El Nuevo Testamento nos permite penetrar en la experiencia que Jesús mismo vive y comunica del amor de Dios su Padre —Abbá— y, por tanto, en el corazón mismo de la vida divina. Jesús anuncia la misericordia liberadora de Dios en relación con aquellos que encuentra en su camino, comenzando por los pobres, los marginados, los pecadores, e invita a seguirlo porque Él es el primero que, de modo totalmente único, obedece al designio de amor de Dios como su enviado en el mundo.
La conciencia que Jesús tiene de ser el Hijo expresa precisamente esta experiencia originaria. El Hijo ha recibido todo, y gratuitamente, del Padre: «Todo lo que tiene el Padre es mío» (Jn 16,15); Él, a su vez, tiene la misión de hacer partícipes de este don y de esta relación filial a todos los hombres: «No os llamo ya siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su amo; a vosotros os he llamado amigos, porque todo lo que he oído a mi Padre os lo he dado a conocer» (Jn 15,15).
Reconocer el amor del Padre significa para Jesús inspirar su acción en la misma gratuidad y misericordia de Dios, generadoras de vida nueva, y convertirse así, con su misma existencia, en ejemplo y modelo para sus discípulos. Estos están llamados a vivir como Él y, después de su Pascua de muerte y resurrección, a vivir en Él y de Él, gracias al don sobreabundante del Espíritu Santo, el Consolador que interioriza en los corazones el estilo de vida de Cristo mismo.
b) La revelación del Amor trinitario
30 El testimonio del Nuevo Testamento, con el asombro siempre nuevo de quien ha quedado deslumbrado por el inefable amor de Dios (cf. Rm 8,26), capta en la luz de la revelación plena del Amor trinitario ofrecida por la Pascua de Jesucristo, el significado último de la Encarnación del Hijo y de su misión entre los hombres. San Pablo escribe: «Si Dios está por nosotros ¿quién contra nosotros? El que no perdonó ni a su propio Hijo, antes bien le entregó por todos nosotros, ¿cómo no nos dará con él graciosamente todas las cosas?» (Rm 8,31-32). Un lenguaje semejante usa también San Juan: «En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó y nos envió a su Hijo como propiciación por nuestros pecados» (1 Jn 4,10).
31 El Rostro de Dios, revelado progresivamente en la historia de la salvación, resplandece plenamente en el Rostro de Jesucristo Crucificado y Resucitado. Dios es Trinidad: Padre, Hijo y Espíritu Santo, realmente distintos y realmente uno, porque son comunión infinita de amor. El amor gratuito de Dios por la humanidad se revela, ante todo, como amor fontal del Padre, de quien todo proviene; como comunicación gratuita que el Hijo hace de este amor, volviéndose a entregar al Padre y entregándose a los hombres; como fecundidad siempre nueva del amor divino que el Espíritu Santo infunde en el corazón de los hombres (cf. Rm 5,5).
Con las palabras y con las obras y, de forma plena y definitiva, con su muerte y resurrección30, Jesucristo revela a la humanidad que Dios es Padre y que todos estamos llamados por gracia a hacernos hijos suyos en el Espíritu (cf. Rm 8,15; Ga 4,6), y por tanto hermanos y hermanas entre nosotros. Por esta razón la Iglesia cree firmemente «que la clave, el centro y el fin de toda la historia humana se halla en su Señor y Maestro».31
32 Contemplando la gratuidad y la sobreabundancia del don divino del Hijo por parte del Padre, que Jesús ha enseñado y atestiguado ofreciendo su vida por nosotros, el Apóstol Juan capta el sentido profundo y la consecuencia más lógica de esta ofrenda: «Queridos, si Dios nos amó de esta manera, también nosotros debemos amarnos unos a otros. A Dios nadie le ha visto nunca. Si nos amamos unos a otros, Dios permanece en nosotros y su amor ha llegado en nosotros a su plenitud» (1 Jn 4,11-12). La reciprocidad del amor es exigida por el mandamiento que Jesús define nuevo y suyo: «como yo os he amado, así amaos también vosotros los unos a los otros» (Jn 13,34). El mandamiento del amor recíproco traza el camino para vivir en Cristo la vida trinitaria en la Iglesia, Cuerpo de Cristo, y transformar con Él la historia hasta su plenitud en la Jerusalén celeste.
33 El mandamiento del amor recíproco, que constituye la ley de vida del pueblo de Dios32, debe inspirar, purificar y elevar todas las relaciones humanas en la vida social y política: «Humanidad significa llamada a la comunión interpersonal»33, porque la imagen y semejanza del Dios trino son la raíz de «todo el “ethos” humano... cuyo vértice es el mandamiento del amor».34 El moderno fenómeno cultural, social, económico y político de la interdependencia, que intensifica y hace particularmente evidentes los vínculos que unen a la familia humana, pone de relieve una vez más, a la luz de la Revelación, «un nuevo modelo de unidad del género humano, en el cual debe inspirarse en última instancia la solidaridad. Este supremo modelo de unidad, reflejo de la vida íntima de Dios, Uno en tres personas, es lo que los cristianos expresamos con la palabra “comunión”».35
III. La persona humana
En el designio de amor de Dios
a) El Amor trinitario, origen y meta de la persona humana
34 La revelación en Cristo del misterio de Dios como Amor trinitario está unida a la revelación de la vocación de la persona humana al amor. Esta revelación ilumina la dignidad y la libertad personal del hombre y de la mujer y la intrínseca sociabilidad humana en toda su profundidad: «Ser persona a imagen y semejanza de Dios comporta... existir en relación al otro “yo”»36, porque Dios mismo, uno y trino, es comunión del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.
En la comunión de amor que es Dios, en la que las tres Personas divinas se aman recíprocamente y son el Único Dios, la persona humana está llamada a descubrir el origen y la meta de su existencia y de la historia. Los Padres Conciliares, en la Constitución pastoral «Gaudium et spes», enseñan que «el Señor, cuando ruega al Padre que todos sean uno, como nosotros también somos uno (Jn 17, 21-22), abriendo perspectivas cerradas a la razón humana, sugiere una cierta semejanza entre la unión de las personas divinas y la unión de los hijos de Dios en la verdad y en la caridad. Esta semejanza demuestra que el hombre, única criatura terrestre a la que Dios ha amado por sí mismo, no puede encontrar su propia plenitud si no es en la entrega sincera de sí mismo a los demás (cf. Lc 17,33)».37
35 La revelación cristiana proyecta una luz nueva sobre la identidad, la vocación y el destino último de la persona y del género humano. La persona humana ha sido creada por Dios, amada y salvada en Jesucristo, y se realiza entretejiendo múltiples relaciones de amor, de justicia y de solidaridad con las demás personas, mientras va desarrollando su multiforme actividad en el mundo. El actuar humano, cuando tiende a promover la dignidad y la vocación integral de la persona, la calidad de sus condiciones de existencia, el encuentro y la solidaridad de los pueblos y de las Naciones, es conforme al designio de Dios, que no deja nunca de mostrar su Amor y su Providencia para con sus hijos.
36 Las páginas del primer libro de la Sagrada Escritura, que describen la creación del hombre y de la mujer a imagen y semejanza de Dios (cf. Gn 1.26-27), encierran una enseñanza fundamental acerca de la identidad y la vocación de la persona humana. Nos dicen que la creación del hombre y de la mujer es un acto libre y gratuito de Dios; que el hombre y la mujer constituyen, por su libertad e inteligencia, el tú creado de Dios y que solamente en la relación con Él pueden descubrir y realizar el significado auténtico y pleno de su vida personal y social; que ellos, precisamente en su complementariedad y reciprocidad, son imagen del Amor trinitario en el universo creado; que a ellos, como cima de la creación, el Creador les confía la tarea de ordenar la naturaleza creada según su designio (cf. Gn 1,28).
37 El libro del Génesis nos propone algunos fundamentos de la antropología cristiana: la inalienable dignidad de la persona humana, que tiene su raíz y su garantía en el designio creador de Dios; la sociabilidad constitutiva del ser humano, que tiene su prototipo en la relación originaria entre el hombre y la mujer, cuya unión «es la expresión primera de la comunión de personas humanas»38; el significado del actuar humano en el mundo, que está ligado al descubrimiento y al respeto de las leyes de la naturaleza que Dios ha impreso en el universo creado, para que la humanidad lo habite y lo custodie según su proyecto. Esta visión de la persona humana, de la sociedad y de la historia hunde sus raíces en Dios y está iluminada por la realización de su designio de salvación.
b) La salvación cristiana: para todos los hombres y de todo el hombre
38 La salvación que, por iniciativa de Dios Padre, se ofrece en Jesucristo y se actualiza y difunde por obra del Espíritu Santo, es salvación para todos los hombres y de todo el hombre: es salvación universal e integral. Concierne a la persona humana en todas sus dimensiones: personal y social, espiritual y corpórea, histórica y trascendente. Comienza a realizarse ya en la historia, porque lo creado es bueno y querido por Dios y porque el Hijo de Dios se ha hecho uno de nosotros.39 Pero su cumplimiento tendrá lugar en el futuro que Dios nos reserva, cuando junto con toda la creación (cf. Rm 8), seremos llamados a participar en la resurrección de Cristo y en la comunión eterna de vida con el Padre, en el gozo del Espíritu Santo. Esta perspectiva indica precisamente el error y el engaño de las visiones puramente inmanentistas del sentido de la historia y de las pretensiones de autosalvación del hombre.
39 La salvación que Dios ofrece a sus hijos requiere su libre respuesta y adhesión. En eso consiste la fe, por la cual «el hombre se entrega entera y libremente a Dios»40, respondiendo al Amor precedente y sobreabundante de Dios (cf. 1 Jn 4,10) con el amor concreto a los hermanos y con firme esperanza, «pues fiel es el autor de la Promesa» (Hb 10,23). El plan divino de salvación no coloca a la criatura humana en un estado de mera pasividad o de minoría de edad respecto a su Creador, porque la relación con Dios, que Jesucristo nos manifiesta y en la cual nos introduce gratuitamente por obra del Espíritu Santo, es una relación de filiación: la misma que Jesús vive con respecto al Padre (cf. Jn 15-17; Ga 4,6-7).
40 La universalidad e integridad de la salvación ofrecida en Jesucristo, hacen inseparable el nexo entre la relación que la persona está llamada a tener con Dios y la responsabilidad frente al prójimo, en cada situación histórica concreta. Es algo que la universal búsqueda humana de verdad y de sentido ha intuido, si bien de manera confusa y no sin errores; y que constituye la estructura fundante de la Alianza de Dios con Israel, como lo atestiguan las tablas de la Ley y la predicación profética.
Este nexo se expresa con claridad y en una síntesis perfecta en la enseñanza de Jesucristo y ha sido confirmado definitivamente por el testimonio supremo del don de su vida, en obediencia a la voluntad del Padre y por amor a los hermanos. Al escriba que le pregunta: «¿cuál es el primero de todos los mandamientos?» (Mc 12,28), Jesús responde: «El primero es: Escucha, Israel: El Señor, nuestro Dios, es el único Señor, y amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente y con todas tus fuerzas. El segundo es: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. No existe otro mandamiento mayor que éstos» (Mc 12,29-31).
En el corazón de la persona humana se entrelazan indisolublemente la relación con Dios, reconocido como Creador y Padre, fuente y cumplimiento de la vida y de la salvación, y la apertura al amor concreto hacia el hombre, que debe ser tratado como otro yo, aun cuando sea un enemigo (cf. Mt 5,43- 44). En la dimensión interior del hombre radica, en definitiva, el compromiso por la justicia y la solidaridad, para la edificación de una vida social, económica y política conforme al designio de Dios.
c) El discípulo de Cristo como nueva criatura
41 La vida personal y social, así como el actuar humano en el mundo están siempre asechados por el pecado, pero Jesucristo, «padeciendo por nosotros, nos dio ejemplo para seguir sus pasos y, además, abrió el camino, con cuyo seguimiento la vida y la muerte se santifican y adquieren nuevo sentido».41 El discípulo de Cristo se adhiere, en la fe y mediante los sacramentos, al misterio pascual de Jesús, de modo que su hombre viejo, con sus malas inclinaciones, está crucificado con Cristo. En cuanto nueva criatura, es capaz mediante la gracia de caminar según «una vida nueva» (Rm 6,4). Es un caminar que «vale no solamente para los cristianos, sino también para todos los hombres de buena voluntad, en cuyo corazón obra la gracia de modo invisible. Cristo murió por todos, y la vocación suprema del hombre en realidad es una sola, es decir, la divina. En consecuencia, debemos creer que el Espíritu Santo ofrece a todos la posibilidad de que, en la forma de solo Dios conocida, se asocien a este misterio pascual».42
42 La transformación interior de la persona humana, en su progresiva conformación con Cristo, es el presupuesto esencial de una renovación real de sus relaciones con las demás personas: «Es preciso entonces apelar a las capacidades espirituales y morales de la persona y a la exigencia permanente de su conversión interior para obtener cambios sociales que estén realmente a su servicio. La prioridad reconocida a la conversión del corazón no elimina en modo alguno, sino, al contrario, impone la obligación de introducir en las instituciones y condiciones de vida, cuando inducen al pecado, las mejoras convenientes para que aquéllas se conformen a las normas de la justicia y favorezcan el bien en lugar de oponerse a él».43
43 No es posible amar al prójimo como a sí mismo y perseverar en esta actitud, sin la firme y constante determinación de esforzarse por lograr el bien de todos y de cada uno, porque todos somos verdaderamente responsables de todos.44 Según la enseñanza conciliar, «quienes sienten u obran de modo distinto al nuestro en materia social, política e incluso religiosa, deben ser también objeto de nuestro respeto y amor. Cuanto más humana y caritativa sea nuestra comprensión íntima de su manera de sentir, mayor será la facilidad para establecer con ellos el diálogo».45 En este camino es necesaria la gracia, que Dios ofrece al hombre para ayudarlo a superar sus fracasos, para arrancarlo de la espiral de la mentira y de la violencia, para sostenerlo y animarlo a volver a tejer, con renovada disponibilidad, una red de relaciones auténticas y sinceras con sus semejantes.46
44 También la relación con el universo creado y las diversas actividades que el hombre dedica a su cuidado y transformación, diariamente amenazadas por la soberbia y el amor desordenado de sí mismo, deben ser purificadas y perfeccionadas por la cruz y la resurrección de Cristo. «El hombre, redimido por Cristo y hecho, en el Espíritu Santo, nueva criatura, puede y debe amar las cosas creadas por Dios. Pues de Dios las recibe y las mira y respeta como objetos salidos de las manos de Dios. Dándole gracias por ellas al Bienhechor y usando y gozando de las criaturas en pobreza y con libertad de espíritu, entra de veras en posesión del mundo como quien nada tiene y es dueño de todo: Todo es vuestro; vosotros sois de Cristo, y Cristo es de Dios (1 Co 3,22-23)».47
d) Trascendencia de la salvación y autonomía de las realidades terrenas
45 Jesucristo es el Hijo de Dios hecho hombre en el cual y gracias al cual el mundo y el hombre alcanzan su auténtica y plena verdad. El misterio de la infinita cercanía de Dios al hombre —realizado en la Encarnación de Jesucristo, que llega hasta el abandono de la cruz y la muerte— muestra que lo humano cuanto más se contempla a la luz del designio de Dios y se vive en comunión con Él, tanto más se potencia y libera en su identidad y en la misma libertad que le es propia. La participación en la vida filial de Cristo, hecha posible por la Encarnación y por el don pascual del Espíritu, lejos de mortificar, tiene el efecto de liberar la verdadera identidad y la consistencia autónoma de los seres humanos, en todas sus expresiones.
Esta perspectiva orienta hacia una visión correcta de las realidades terrenas y de su autonomía, como bien señaló la enseñanza del Concilio Vaticano II: «Si por autonomía de la realidad terrena se quiere decir que las cosas creadas y la sociedad misma gozan de propias leyes y valores, que el hombre ha de descubrir, emplear y ordenar poco a poco, es absolutamente legítima esta exigencia de autonomía... y responde a la voluntad del Creador. Pues, por la propia naturaleza de la creación, todas las cosas están dotadas de consistencia, verdad y bondad propias y de un propio orden regulado, que el hombre debe respetar con el reconocimiento de la metodología particular de cada ciencia o arte».48
46 No existe conflictividad entre Dios y el hombre, sino una relación de amor en la que el mundo y los frutos de la acción del hombre en el mundo son objeto de un don recíproco entre el Padre y los hijos, y de los hijos entre sí, en Cristo Jesús: en Él, y gracias a Él, el mundo y el hombre alcanzan su significado auténtico y originario. En una visión universal del amor de Dios que alcanza todo cuanto existe, Dios mismo se nos ha revelado en Cristo como Padre y dador de vida, y el hombre como aquel que, en Cristo, lo recibe todo de Dios como don, con humildad y libertad, y todo verdaderamente lo posee como suyo, cuando sabe y vive todas las cosas como venidas de Dios, por Dios creadas y a Dios destinadas. A este propósito, el Concilio Vaticano II enseña: «Pero si autonomía de lo temporal quiere decir que la realidad creada es independiente de Dios y que los hombres pueden usarla sin referencia al Creador, no hay creyente alguno a quien se le escape la falsedad envuelta en tales palabras. La criatura sin el Creador desaparece».49
47 La persona humana, en sí misma y en su vocación, trasciende el horizonte del universo creado, de la sociedad y de la historia: su fin último es Dios mismo50, que se ha revelado a los hombres para invitarlos y admitirlos a la comunión con Él:51 «El hombre no puede darse a un proyecto solamente humano de la realidad, a un ideal abstracto, ni a falsas utopías. En cuanto persona, puede darse a otra persona o a otras personas y, por último, a Dios, que es el autor de su ser y el único que puede acoger plenamente su donación».52 Por ello «se aliena el hombre que rechaza trascenderse a sí mismo y vivir la experiencia de la autodonación y de la formación de una auténtica comunidad humana, orientada a su destino último que es Dios. Está alienada una sociedad que, en sus formas de organización social, de producción y consumo, hace más difícil la realización de esta donación y la formación de esa solidaridad interhumana».53
48 La persona humana no puede y no debe ser instrumentalizada por las estructuras sociales, económicas y políticas, porque todo hombre posee la libertad de orientarse hacia su fin último. Por otra parte, toda realización cultural, social, económica y política, en la que se actúa históricamente la sociabilidad de la persona y su actividad transformadora del universo, debe considerarse siempre en su aspecto de realidad relativa y provisional, porque «la apariencia de este mundo pasa» (1 Co 7,31). Se trata de una relatividad escatológica, en el sentido de que el hombre y el mundo se dirigen hacia una meta, que es el cumplimiento de su destino en Dios; y de una relatividad teológica, en cuanto el don de Dios, a través del cual se cumplirá el destino definitivo de la humanidad y de la creación, supera infinitamente las posibilidades y las aspiraciones del hombre. Cualquier visión totalitaria de la sociedad y del Estado y cualquier ideología puramente intramundana del progreso son contrarias a la verdad integral de la persona humana y al designio de Dios sobre la historia.
IV. Designio de Dios y misión de la Iglesia
a) La Iglesia, signo y salvaguardia de la trascendencia de la persona humana
49 La Iglesia, comunidad de los que son convocados por Jesucristo Resucitado y lo siguen, es «signo y salvaguardia del carácter trascendente de la persona humana».54 La Iglesia «es en Cristo como un sacramento, o sea signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano».55 Su misión es anunciar y comunicar la salvación realizada en Jesucristo, que Él llama «Reino de Dios» (Mc 1,15), es decir la comunión con Dios y entre los hombres. El fin de la salvación, el Reino de Dios, incluye a todos los hombres y se realizará plenamente más allá de la historia, en Dios. La Iglesia ha recibido «la misión de anunciar el reino de Cristo y de Dios e instaurarlo en todos los pueblos, y constituye en la tierra el germen y el principio de ese reino».56
50 La Iglesia se pone concretamente al servicio del Reino de Dios, ante todo anunciando y comunicando el Evangelio de la salvación y constituyendo nuevas comunidades cristianas. Además, «sirve al Reino difundiendo en el mundo los “valores evangélicos”, que son expresión de ese Reino y ayudan a los hombres a escoger el designio de Dios. Es verdad, pues, que la realidad incipiente del Reino puede hallarse también fuera de los confines de la Iglesia, en la humanidad entera, siempre que ésta viva los “valores evangélicos” y esté abierta a la acción del Espíritu, que sopla donde y como quiere (cf. Jn 3,8); pero además hay que decir que esta dimensión temporal del Reino es incompleta si no está en coordinación con el Reino de Cristo, presente en la Iglesia y en tensión hacia la plenitud escatológica».57 De ahí deriva, en concreto, que la Iglesia no se confunda con la comunidad política y no esté ligada a ningún sistema político.58 Efectivamente, la comunidad política y la Iglesia, en su propio campo, son independientes y autónomas, aunque ambas estén, a título diverso, «al servicio de la vocación personal y social del hombre».59 Más aún, se puede afirmar que la distinción entre religión y política y el principio de la libertad religiosa —que gozan de una gran importancia en el plano histórico y cultural— constituyen una conquista específica del cristianismo.
51 A la identidad y misión de la Iglesia en el mundo, según el proyecto de Dios realizado en Cristo, corresponde «una finalidad escatológica y de salvación, que sólo en el siglo futuro podrá alcanzar plenamente».60 Precisamente por esto, la Iglesia ofrece una contribución original e insustituible con la solicitud que la impulsa a hacer más humana la familia de los hombres y su historia y a ponerse como baluarte contra toda tentación totalitaria, mostrando al hombre su vocación integral y definitiva.61
Con la predicación del Evangelio, la gracia de los sacramentos y la experiencia de la comunión fraterna, la Iglesia «cura y eleva la dignidad de la persona, consolida la firmeza de la sociedad y concede a la actividad diaria de la humanidad un sentido y una significación mucho más profundos».62 En el plano de las dinámicas históricas concretas, la llegada del Reino de Dios no se puede captar desde la perspectiva de una organización social, económica y política definida y definitiva. El Reino se manifiesta, más bien, en el desarrollo de una sociabilidad humana que sea para los hombres levadura de realización integral, de justicia y de solidaridad, abierta al Trascendente como término de referencia para el propio y definitivo cumplimiento personal.
b) Iglesia, Reino de Dios y renovación de las relaciones sociales
52 Dios, en Cristo, no redime solamente la persona individual, sino también las relaciones sociales entre los hombres. Como enseña el apóstol Pablo, la vida en Cristo hace brotar de forma plena y nueva la identidad y la sociabilidad de la persona humana, con sus consecuencias concretas en el plano histórico: «Pues todos sois hijos de Dios por la fe en Cristo Jesús. En efecto, todos los bautizados en Cristo os habéis revestido de Cristo: ya no hay judío ni griego; ni esclavo ni libre; ni hombre ni mujer, ya que todos vosotros sois uno en Cristo Jesús» (Ga 3,26-28). Desde esta perspectiva, las comunidades eclesiales, convocadas por el mensaje de Jesucristo y reunidas en el Espíritu Santo en torno a Él, resucitado (cf. Mt 18,20; 28, 19-20; Lc 24,46-49), se proponen como lugares de comunión, de testimonio y de misión y como fermento de redención y de transformación de las relaciones sociales. La predicación del Evangelio de Jesús induce a los discípulos a anticipar el futuro renovando las relaciones recíprocas.
53 La transformación de las relaciones sociales, según las exigencias del Reino de Dios, no está establecida de una vez por todas, en sus determinaciones concretas. Se trata, más bien, de una tarea confiada a la comunidad cristiana, que la debe elaborar y realizar a través de la reflexión y la praxis inspiradas en el Evangelio. Es el mismo Espíritu del Señor, que conduce al pueblo de Dios y a la vez llena el universo63, el que inspira, en cada momento, soluciones nuevas y actuales a la creatividad responsable de los hombres64, a la comunidad de los cristianos inserta en el mundo y en la historia y por ello abierta al diálogo con todas las personas de buena voluntad, en la búsqueda común de los gérmenes de verdad y de libertad diseminados en el vasto campo de la humanidad.65 La dinámica de esta renovación debe anclarse en los principios inmutables de la ley natural, impresa por Dios Creador en todas y cada una de sus criaturas (cf. Rm 2,14-15) e iluminada escatológicamente por Jesucristo.
54 Jesucristo revela que «Dios es amor» (1 Jn 4,8) y nos enseña que «la ley fundamental de la perfección humana, y, por tanto, de la transformación del mundo, es el mandamiento nuevo del amor. Así, pues, a los que creen en la caridad divina les da la certeza de que abrir a todos los hombres los caminos del amor y esforzarse por instaurar la fraternidad universal no son cosas inútiles».66 Esta ley está llamada a convertirse en medida y regla última de todas las dinámicas conforme a las que se desarrollan las relaciones humanas. En síntesis, es el mismo misterio de Dios, el Amor trinitario, que funda el significado y el valor de la persona, de la sociabilidad y del actuar del hombre en el mundo, en cuanto que ha sido revelado y participado a la humanidad, por medio de Jesucristo, en su Espíritu.
55 La transformación del mundo se presenta también como una instancia fundamental de nuestro tiempo. A esta exigencia, la doctrina social de la Iglesia quiere ofrecer las respuestas que los signos de los tiempos reclaman, indicando ante todo en el amor recíproco entre los hombres, bajo la mirada de Dios, el instrumento más potente de cambio, a nivel personal y social. El amor recíproco, en efecto, en la participación del amor infinito de Dios, es el auténtico fin, histórico y trascendente, de la humanidad. Por tanto, «aunque hay que distinguir cuidadosamente progreso temporal y crecimiento del reino de Cristo, sin embargo, el primero, en cuanto puede contribuir a ordenar mejor la sociedad humana, interesa en gran medida al reino de Dios».67
c) Cielos nuevos y tierra nueva
56 La promesa de Dios y la resurrección de Jesucristo suscitan en los cristianos la esperanza fundada que para todas las personas humanas está preparada una morada nueva y eterna, una tierra en la que habita la justicia (cf. 2 Co 5,1-2; 2 P 3,13). «Entonces, vencida la muerte, los hijos de Dios resucitarán en Cristo, y lo que fue sembrado bajo el signo de la debilidad y de la corrupción, se revestirá de incorruptibilidad, y, permaneciendo la caridad y sus obras, se verán libres de la servidumbre de la vanidad todas las criaturas que Dios creó pensando en el hombre».68 Esta esperanza, en vez de debilitar, debe más bien estimular la solicitud en el trabajo relativo a la realidad presente.
57 Los bienes, como la dignidad del hombre, la fraternidad y la libertad, todos los frutos buenos de la naturaleza y de nuestra laboriosidad, difundidos por la tierra en el Espíritu del Señor y según su precepto, purificados de toda mancha, iluminados y transfigurados, pertenecen al Reino de verdad y de vida, de santidad y de gracia, de justicia, de amor y de paz que Cristo entregará al Padre y donde nosotros los volveremos a encontrar. Entonces resonarán para todos, con toda su solemne verdad, las palabras de Cristo: «Venid, benditos de mi Padre, recibid la herencia del Reino preparado para vosotros desde la creación del mundo. Porque tuve hambre, y me disteis de comer; tuve sed, y me disteis de beber; era forastero, y me acogisteis; estaba desnudo, y me vestisteis; enfermo, y me visitasteis; en la cárcel, y vinisteis a verme ... en verdad os digo que cuanto hicisteis a unos de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis» (Mt 25,34-36.40).
58 La realización plena de la persona humana, actuada en Cristo gracias al don del Espíritu, madura ya en la historia y está mediada por las relaciones de la persona con las otras personas, relaciones que, a su vez, alcanzan su perfección gracias al esfuerzo encaminado a mejorar el mundo, en la justicia y en la paz. El actuar humano en la historia es de por sí significativo y eficaz para la instauración definitiva del Reino, aunque éste no deja de ser don de Dios, plenamente trascendente. Este actuar, cuando respeta el orden objetivo de la realidad temporal y está iluminado por la verdad y por la caridad, se convierte en instrumento para una realización cada vez más plena e íntegra de la justicia y de la paz y anticipa en el presente el Reino prometido.
Al conformarse con Cristo Redentor, el hombre se percibe como criatura querida por Dios y eternamente elegida por Él, llamada a la gracia y a la gloria, en toda la plenitud del misterio del que se ha vuelto partícipe en Jesucristo.69 La configuración con Cristo y la contemplación de su rostro 70 infunden en el cristiano un insuprimible anhelo por anticipar en este mundo, en el ámbito de las relaciones humanas, lo que será realidad en el definitivo, ocupándose en dar de comer, de beber, de vestir, una casa, el cuidado, la acogida y la compañía al Señor que llama a la puerta
(cf. Mt 25, 35-37).
d) María y su «fiat» al designio de amor de Dios
59 Heredera de la esperanza de los justos de Israel y primera entre los discípulos de Jesucristo, es María, su Madre. Ella, con su «fiat» al designio de amor de Dios (cf. Lc 1,38), en nombre de toda la humanidad, acoge en la historia al enviado del Padre, al Salvador de los hombres: en el canto del «Magnificat» proclama el advenimiento del Misterio de la Salvación, la venida del «Mesías de los pobres» (cf. Is 11,4; 61,1). El Dios de la Alianza, cantado en el júbilo de su espíritu por la Virgen de Nazaret, es Aquel que derriba a los poderosos de sus tronos y exalta a los humildes, colma de bienes a los hambrientos y despide a los ricos con las manos vacías, dispersa a los soberbios y muestra su misericordia con aquellos que le temen (cf. Lc 1,50-53).
Acogiendo estos sentimientos del corazón de María, de la profundidad de su fe, expresada en las palabras del «Magnificat», los discípulos de Cristo están llamados a renovar en sí mismos, cada vez mejor, «la conciencia de que no se puede separar la verdad sobre Dios que salva, sobre Dios que es fuente de todo don, de la manifestación de su amor preferencial por los pobres y los humildes, que, cantado en el Magnificat, se encuentra luego expresado en las palabras y obras de Jesús».71 María, totalmente dependiente de Dios y toda orientada hacia Él con el impulso de su fe, «es la imagen más perfecta de la libertad y de la liberación de la humanidad y del cosmos».72
Misión de la Iglesia y doctrina social
I. Evangelización y doctrina social
a) La Iglesia, morada de Dios con los hombres
60 La Iglesia, partícipe de los gozos y de las esperanzas, de las angustias y de las tristezas de los hombres, es solidaria con cada hombre y cada mujer, de cualquier lugar y tiempo, y les lleva la alegre noticia del Reino de Dios, que con Jesucristo ha venido y viene en medio de ellos.73 En la humanidad y en el mundo, la Iglesia es el sacramento del amor de Dios y, por ello, de la esperanza más grande, que activa y sostiene todo proyecto y empeño de auténtica liberación y promoción humana. La Iglesia es entre los hombres la tienda del encuentro con Dios —«la morada de Dios con los hombres» (Ap 21,3)—, de modo que el hombre no está solo, perdido o temeroso en su esfuerzo por humanizar el mundo, sino que encuentra apoyo en el amor redentor de Cristo. La Iglesia es servidora de la salvación no en abstracto o en sentido meramente espiritual, sino en el contexto de la historia y del mundo en que el hombre vive74, donde lo encuentra el amor de Dios y la vocación de corresponder al proyecto divino.
61 Único e irrepetible en su individualidad, todo hombre es un ser abierto a la relación con los demás en la sociedad. El con-vivir en la red de nexos que aúna entre sí individuos, familias y grupos intermedios, en relaciones de encuentro, de comunicación y de intercambio, asegura una mejor calidad de vida. El bien común, que los hombres buscan y consiguen formando la comunidad social, es garantía del bien personal, familiar y asociativo.75 Por estas razones se origina y se configura la sociedad, con sus ordenaciones estructurales, es decir, políticas, económicas, jurídicas y culturales. Al hombre «insertado en la compleja trama de relaciones de la sociedad moderna»76, la Iglesia se dirige con su doctrina social. «Con la experiencia que tiene de la humanidad»77, la Iglesia puede comprenderlo en su vocación y en sus aspiraciones, en sus limites y en sus dificultades, en sus derechos y en sus tareas, y tiene para él una palabra de vida que resuena en las vicisitudes históricas y sociales de la existencia humana.
b) Fecundar y fermentar la sociedad con el Evangelio
62 Con su enseñanza social, la Iglesia quiere anunciar y actualizar el Evangelio en la compleja red de las relaciones sociales. No se trata simplemente de alcanzar al hombre en la sociedad —el hombre como destinatario del anuncio evangélico—, sino de fecundar y fermentar la sociedad misma con el Evangelio.78 Cuidar del hombre significa, por tanto, para la Iglesia, velar también por la sociedad en su solicitud misionera y salvífica. La convivencia social a menudo determina la calidad de vida y por ello las condiciones en las que cada hombre y cada mujer se comprenden a sí mismos y deciden acerca de sí mismos y de su propia vocación. Por esta razón, la Iglesia no es indiferente a todo lo que en la sociedad se decide, se produce y se vive, a la calidad moral, es decir, auténticamente humana y humanizadora, de la vida social. La sociedad y con ella la política, la economía, el trabajo, el derecho, la cultura no constituyen un ámbito meramente secular y mundano, y por ello marginal y extraño al mensaje y a la economía de la salvación. La sociedad, en efecto, con todo lo que en ella se realiza, atañe al hombre. Es esa la sociedad de los hombres, que son «el camino primero y fundamental de la Iglesia».79
63 Con su doctrina social, la Iglesia se hace cargo del anuncio que el Señor le ha confiado. Actualiza en los acontecimientos históricos el mensaje de liberación y redención de Cristo, el Evangelio del Reino. La Iglesia, anunciando el Evangelio, «enseña al hombre, en nombre de Cristo, su dignidad propia y su vocación a la comunión de las personas; y le descubre las exigencias de la justicia y de la paz, conformes a la sabiduría divina».80
En cuanto Evangelio que resuena mediante la Iglesia en el hoy del hombre81, la doctrina social es palabra que libera. Esto significa que posee la eficacia de verdad y de gracia del Espíritu de Dios, que penetra los corazones, disponiéndolos a cultivar pensamientos y proyectos de amor, de justicia, de libertad y de paz. Evangelizar el ámbito social significa infundir en el corazón de los hombres la carga de significado y de liberación del Evangelio, para promover así una sociedad a medida del hombre en cuanto que es a medida de Cristo: es construir una ciudad del hombre más humana porque es más conforme al Reino de Dios.
64 La Iglesia, con su doctrina social, no sólo no se aleja de la propia misión, sino que es estrictamente fiel a ella. La redención realizada por Cristo y confiada a la misión salvífica de la Iglesia es ciertamente de orden sobrenatural. Esta dimensión no es expresión limitativa, sino integral de la salvación.82 Lo sobrenatural no debe ser concebido como una entidad o un espacio que comienza donde termina lo natural, sino como la elevación de éste, de tal manera que nada del orden de la creación y de lo humano es extraño o queda excluido del orden sobrenatural y teologal de la fe y de la gracia, sino más bien es en él reconocido, asumido y elevado. «En Jesucristo, el mundo visible, creado por Dios para el hombre (cf. Gn 1,26-30) —el mundo que, entrando el pecado, está sujeto a la vanidad (Rm 8,20; cf. ibíd., 8,19-22)—, adquiere nuevamente el vínculo original con la misma fuente divina de la Sabiduría y del Amor. En efecto, “tanto amó Dios al mundo que le dio su unigénito Hijo (Jn 3,16)”. Así como en el hombre-Adán este vínculo quedó roto, así en el Hombre-Cristo ha quedado unido de nuevo (cf. Rm 5,12-21)».83
65 La Redención comienza con la Encarnación, con la que el Hijo de Dios asume todo lo humano, excepto el pecado, según la solidaridad instituida por la divina Sabiduría creadora, y todo lo alcanza en su don de Amor redentor. El hombre recibe este Amor en la totalidad de su ser: corporal y espiritual, en relación solidaria con los demás. Todo el hombre —no un alma separada o un ser cerrado en su individualidad, sino la persona y la sociedad de las personas— está implicado en la economía salvífica del Evangelio. Portadora del mensaje de Encarnación y de Redención del Evangelio, la Iglesia no puede recorrer otra vía: con su doctrina social y con la acción eficaz que de ella deriva, no sólo no diluye su rostro y su misión, sino que es fiel a Cristo y se revela a los hombres como «sacramento universal de salvación».84 Lo cual es particularmente cierto en una época como la nuestra, caracterizada por una creciente interdependencia y por una mundialización de las cuestiones sociales.
c) Doctrina social, evangelización y promoción humana
66 La doctrina social es parte integrante del ministerio de evangelización de la Iglesia. Todo lo que atañe a la comunidad de los hombres —situaciones y problemas relacionados con la justicia, la liberación, el desarrollo, las relaciones entre los pueblos, la paz—, no es ajeno a la evangelización; ésta no sería completa si no tuviese en cuenta la mutua conexión que se presenta constantemente entre el Evangelio y la vida concreta, personal y social del hombre.85 Entre evangelización y promoción humana existen vínculos profundos: «Vínculos de orden antropológico, porque el hombre que hay que evangelizar no es un ser abstracto, sino un ser sujeto a los problemas sociales y económicos. Lazos de orden teológico, ya que no se puede disociar el plan de la creación del plan de la redención, que llega hasta situaciones muy concretas de injusticia, a la que hay que combatir, y de justicia, que hay que restaurar. Vínculos de orden eminentemente evangélico como es el de la caridad: en efecto, ¿cómo proclamar el mandamiento nuevo sin promover, mediante la justicia y la paz, el verdadero, el auténtico crecimiento del hombre?».86
67 La doctrina social «tiene de por sí el valor de un instrumento de evangelización»87y se desarrolla en el encuentro siempre renovado entre el mensaje evangélico y la historia humana. Por eso, esta doctrina es un camino peculiar para el ejercicio del ministerio de la Palabra y de la función profética de la Iglesia.88 «En efecto, para la Iglesia enseñar y difundir la doctrina social pertenece a su misión evangelizadora y forma parte esencial del mensaje cristiano, ya que esta doctrina expone sus consecuencias directas en la vida de la sociedad y encuadra incluso el trabajo cotidiano y las luchas por la justicia en el testimonio a Cristo Salvador».89 No estamos en presencia de un interés o de una acción marginal, que se añade a la misión de la Iglesia, sino en el corazón mismo de su ministerialidad: con la doctrina social, la Iglesia «anuncia a Dios y su misterio de salvación en Cristo a todo hombre y, por la misma razón, revela al hombre a sí mismo».90 Es éste un ministerio que procede, no sólo del anuncio, sino también del testimonio.
68 La Iglesia no se hace cargo de la vida en sociedad bajo todos sus aspectos, sino con su competencia propia, que es la del anuncio de Cristo Redentor:91 «La misión propia que Cristo confió a su Iglesia no es de orden político, económico o social. El fin que le asignó es de orden religioso. Pero precisamente de esta misma misión religiosa derivan funciones, luces y energías que pueden servir para establecer y consolidar la comunidad humana según la ley divina».92 Esto quiere decir que la Iglesia, con su doctrina social, no entra en cuestiones técnicas y no instituye ni propone sistemas o modelos de organización social:93 ello no corresponde a la misión que Cristo le ha confiado. La Iglesia tiene la competencia que le viene del Evangelio: del mensaje de liberación del hombre anunciado y testimoniado por el Hijo de Dios hecho hombre.
d) Derecho y deber de la Iglesia
69 Con su doctrina social la Iglesia «se propone ayudar al hombre en el camino de la salvación»:94 se trata de su fin primordial y único. No existen otras finalidades que intenten arrogarse o invadir competencias ajenas, descuidando las propias, o perseguir objetivos extraños a su misión. Esta misión configura el derecho y el deber de la Iglesia a elaborar una doctrina social propia y a renovar con ella la sociedad y sus estructuras, mediante las responsabilidades y las tareas que esta doctrina suscita.
70 La Iglesia tiene el derecho de ser para el hombre maestra de la verdad de fe; no sólo de la verdad del dogma, sino también de la verdad moral que brota de la misma naturaleza humana y del Evangelio.95 El anuncio del Evangelio, en efecto, no es sólo para escucharlo, sino también para ponerlo en práctica (cf. Mt 7,24; Lc 6,46-47; Jn 14,21.23-24; St 1,22): la coherencia del comportamiento manifiesta la adhesión del creyente y no se circunscribe al ámbito estrictamente eclesial y espiritual, puesto que abarca al hombre en toda su vida y según todas sus responsabilidades. Aunque sean seculares, éstas tienen como sujeto al hombre, es decir, a aquel que Dios llama, mediante la Iglesia, a participar de su don salvífico.
Al don de la salvación, el hombre debe corresponder no sólo con una adhesión parcial, abstracta o de palabra, sino con toda su vida, según todas las relaciones que la connotan, en modo de no abandonar nada a un ámbito profano y mundano, irrelevante o extraño a la salvación. Por esto la doctrina social no es para la Iglesia un privilegio, una digresión, una ventaja o una injerencia: es su derecho a evangelizar el ámbito social, es decir, a hacer resonar la palabra liberadora del Evangelio en el complejo mundo de la producción, del trabajo, de la empresa, de la finanza, del comercio, de la política, de la jurisprudencia, de la cultura, de las comunicaciones sociales, en el que el hombre vive.
71 Este derecho es al mismo tiempo un deber, porque la Iglesia no puede renunciar a él sin negarse a sí misma y su fidelidad a Cristo: «¡Ay de mí si no predicara el Evangelio!» (1 Co 9,16). La amonestación que San Pablo se dirige a sí mismo resuena en la conciencia de la Iglesia como un llamado a recorrer todas las vías de la evangelización; no sólo aquellas que atañen a las conciencias individuales, sino también aquellas que se refieren a las instituciones públicas: por un lado no se debe «reducir erróneamente el hecho religioso a la esfera meramente privada»96, por otro lado no se puede orientar el mensaje cristiano hacia una salvación puramente ultraterrena, incapaz de iluminar su presencia en la tierra.97
Por la relevancia pública del Evangelio y de la fe y por los efectos perversos de la injusticia, es decir del pecado, la Iglesia no puede permanecer indiferente ante las vicisitudes sociales:98 «es tarea de la Iglesia anunciar siempre y en todas partes los principios morales acerca del orden social, así como pronunciar un juicio sobre cualquier realidad humana, en cuanto lo exijan los derechos fundamentales de la persona o la salvación de las almas».99
II. La naturaleza de la doctrina social
a) Un conocimiento iluminado por la fe
72 La doctrina social de la Iglesia no ha sido pensada desde el principio como un sistema orgánico, sino que se ha formado en el curso del tiempo, a través de las numerosas intervenciones del Magisterio sobre temas sociales. Esta génesis explica el hecho de que hayan podido darse algunas oscilaciones acerca de la naturaleza, el método y la estructura epistemológica de la doctrina social de la Iglesia. Una clarificación decisiva en este sentido la encontramos, precedida por una significativa indicación en la «Laborem exercens»100, en la encíclica «Sollicitudo rei socialis»: la doctrina social de la Iglesia «no pertenece al ámbito de la ideología, sino al de la teología y especialmente de la teología moral».101 No se puede definir según parámetros socioeconómicos. No es un sistema ideológico o pragmático, que tiende a definir y componer las relaciones económicas, políticas y sociales, sino una categoría propia: es «la cuidadosa formulación del resultado de una atenta reflexión sobre las complejas realidades de la vida del hombre en la sociedad y en el contexto internacional, a la luz de la fe y de la tradición eclesial. Su objetivo principal es interpretar esas realidades, examinando su conformidad o diferencia con lo que el Evangelio enseña acerca del hombre y su vocación terrena y, a la vez, trascendente, para orientar en consecuencia la conducta cristiana».102
73 La doctrina social, por tanto, es de naturaleza teológica, y específicamente teológico-moral, ya que «se trata de una doctrina que debe orientar la conducta de las personas».103 «Se sitúa en el cruce de la vida y de la conciencia cristiana con las situaciones del mundo y se manifiesta en los esfuerzos que realizan los individuos, las familias, operadores culturales y sociales, políticos y hombres de Estado, para darles forma y aplicación en la historia».104 La doctrina social refleja, de hecho, los tres niveles de la enseñanza teológico-moral: el nivel fundante de las motivaciones; el nivel directivo de las normas de la vida social; el nivel deliberativo de la conciencia, llamada a mediar las normas objetivas y generales en las situaciones sociales concretas y particulares. Estos tres niveles definen implícitamente también el método propio y la estructura epistemológica específica de la doctrina social de la Iglesia.
74 La doctrina social halla su fundamento esencial en la Revelación bíblica y en la Tradición de la Iglesia. De esta fuente, que viene de lo alto, obtiene la inspiración y la luz para comprender, juzgar y orientar la experiencia humana y la historia. En primer lugar y por encima de todo está el proyecto de Dios sobre la creación y, en particular, sobre la vida y el destino del hombre, llamado a la comunión trinitaria.
La fe, que acoge la palabra divina y la pone en práctica, interacciona eficazmente con la razón. La inteligencia de la fe, en particular de la fe orientada a la praxis, es estructurada por la razón y se sirve de todas las aportaciones que ésta le ofrece. También la doctrina social, en cuanto saber aplicado a la contingencia y a la historicidad de la praxis, conjuga a la vez «fides et ratio»105 y es expresión elocuente de su fecunda relación.
75 La fe y la razón constituyen las dos vías cognoscitivas de la doctrina social, siendo dos las fuentes de las que se nutre: la Revelación y la naturaleza humana. El conocimiento de fe comprende y dirige la vida del hombre a la luz del misterio histórico-salvífico, del revelarse y donarse de Dios en Cristo por nosotros los hombres. La inteligencia de la fe incluye la razón, mediante la cual ésta, dentro de sus límites, explica y comprende la verdad revelada y la integra con la verdad de la naturaleza humana, según el proyecto divino expresado por la creación106, es decir,
la verdad integral de la persona en cuanto ser espiritual y corpóreo, en relación con Dios, con los demás seres humanos y con las demás criaturas.107
La centralidad del misterio de Cristo, por tanto, no debilita ni excluye el papel de la razón y por lo mismo no priva a la doctrina social de la Iglesia de plausibilidad racional y, por tanto, de su destinación universal. Ya que el misterio de Cristo ilumina el misterio del hombre, la razón da plenitud de sentido a la comprensión de la dignidad humana y de las exigencias morales que la tutelan. La doctrina social es un conocimiento iluminado por la fe, que —precisamente porque es tal— expresa una mayor capacidad de entendimiento. Da razón a todos de las verdades que afirma y de los deberes que comporta: puede hallar acogida y ser compartida por todos.
b) En diálogo cordial con todos los saberes
76 La doctrina social de la Iglesia se sirve de todas las aportaciones cognoscitivas, provenientes de cualquier saber, y tiene una importante dimensión interdisciplinar: «Para encarnar cada vez mejor, en contextos sociales económicos y políticos distintos, y continuamente cambiantes, la única verdad sobre el hombre, esta doctrina entra en diálogo con las diversas disciplinas que se ocupan del hombre, [e] incorpora sus aportaciones».108 La doctrina social se vale de las contribuciones de significado de la filosofía e igualmente de las aportaciones descriptivas de las ciencias humanas.
77 Es esencial, ante todo, el aporte de la filosofía, señalado ya al indicar la naturaleza humana come fuente y la razón como vía cognoscitiva de la misma fe. Mediante la razón, la doctrina social asume la filosofía en su misma lógica interna, es decir, en la argumentación que le es propia.
Afirmar que la doctrina social debe encuadrarse en la teología más que en la filosofía, no significa ignorar o subestimar la función y el aporte filosófico. La filosofía, en efecto, es un instrumento idóneo e indispensable para una correcta comprensión de los conceptos básicos de la doctrina social —como la persona, la sociedad, la libertad, la conciencia, la ética, el derecho, la justicia, el bien común, la solidaridad, la subsidiaridad, el Estado—, una comprensión tal que inspire una convivencia social armónica. Además, la filosofía hace resaltar la plausibilidad racional de la luz que el Evangelio proyecta sobre la sociedad y solicita la apertura y el asentimiento a la verdad de toda inteligencia y conciencia.
78 Una contribución significativa a la doctrina social de la Iglesia procede también de las ciencias humanas y sociales:109 ningún saber resulta excluido, por la parte de verdad de la que es portador. La Iglesia reconoce y acoge todo aquello que contribuye a la comprensión del hombre en la red de las relaciones sociales, cada vez más extensa, cambiante y compleja. La Iglesia es consciente de que un conocimiento profundo del hombre no se alcanza sólo con la teología, sin las aportaciones de otros muchos saberes, a los cuales la teología misma hace referencia.
La apertura atenta y constante a las ciencias proporciona a la doctrina social de la Iglesia competencia, concreción y actualidad. Gracias a éstas, la Iglesia puede comprender de forma más precisa al hombre en la sociedad, hablar a los hombres de su tiempo de modo más convincente y cumplir más eficazmente su tarea de encarnar, en la conciencia y en la sensibilidad social de nuestro tiempo, la Palabra de Dios y la fe, de la cual la doctrina social «arranca».110
Este diálogo interdisciplinar solicita también a las ciencias a acoger las perspectivas de significado, de valor y de empeño que la doctrina social manifiesta y «a abrirse a horizontes más amplios al servicio de cada persona, conocida y amada en la plenitud de su vocación».111
c) Expresión del ministerio de enseñanza de la Iglesia
79 La doctrina social es de la Iglesia porque la Iglesia es el sujeto que la elabora, la difunde y la enseña. No es prerrogativa de un componente del cuerpo eclesial, sino de la comunidad entera: es expresión del modo en que la Iglesia comprende la sociedad y se confronta con sus estructuras y sus variaciones. Toda la comunidad eclesial —sacerdotes, religiosos y laicos— participa en la elaboración de la doctrina social, según la diversidad de tareas, carismas y ministerios.
Las aportaciones múltiples y multiformes —que son también expresión del «sentido sobrenatural de la fe de todo el pueblo»112 — son asumidas, interpretadas y unificadas por el Magisterio, que promulga la enseñanza social como doctrina de la Iglesia. El Magisterio compete, en la Iglesia, a quienes están investidos del «munus docendi», es decir, del ministerio de enseñar en el campo de la fe y de la moral con la autoridad recibida de Cristo. La doctrina social no es sólo fruto del pensamiento y de la obra de personas cualificadas, sino que es el pensamiento de la Iglesia, en cuanto obra del Magisterio, que enseña con la autoridad que Cristo ha conferido a los Apóstoles y a sus sucesores: el Papa y los Obispos en comunión con él.113
80 En la doctrina social de la Iglesia se pone en acto el Magisterio en todos sus componentes y expresiones. Se encuentra, en primer lugar, el Magisterio universal del Papa y del Concilio: es este Magisterio el que determina la dirección y señala el desarrollo de la doctrina social. Éste, a su vez, está integrado por el Magisterio episcopal, que específica, traduce y actualiza la enseñanza en los aspectos concretos y peculiares de las múltiples y diversas situaciones locales.114 La enseñanza social de los Obispos ofrece contribuciones válidas y estímulos al magisterio del Romano Pontífice. De este modo se actúa una circularidad, que expresa de hecho la colegialidad de los Pastores unidos al Papa en la enseñanza social de la Iglesia. El conjunto doctrinal resultante abarca e integra la enseñanza universal de los Papas y la particular de los Obispos.
En cuanto parte de la enseñanza moral de la Iglesia, la doctrina social reviste la misma dignidad y tiene la misma autoridad de tal enseñanza. Es Magisterio auténtico, que exige la aceptación y adhesión de los fieles.115 El peso doctrinal de las diversas enseñanzas y el asenso que requieren depende de su naturaleza, de su grado de independencia respecto a elementos contingentes y variables, y de la frecuencia con la cual son invocados.116
d) Hacia una sociedad reconciliada en la justicia y en el amor
81 El objeto de la doctrina social es esencialmente el mismo que constituye su razón de ser: el hombre llamado a la salvación y, como tal, confiado por Cristo al cuidado y a la responsabilidad de la Iglesia.117 Con su doctrina social, la Iglesia se preocupa de la vida humana en la sociedad, con la conciencia que de la calidad de la vida social, es decir, de las relaciones de justicia y de amor que la forman, depende en modo decisivo la tutela y la promoción de las personas que constituyen cada una de las comunidades. En la sociedad, en efecto, están en juego la dignidad y los derechos de la persona y la paz en las relaciones entre las personas y entre las comunidades. Estos bienes deben ser logrados y garantizados por la comunidad social.
En esta perspectiva, la doctrina social realiza una tarea de anuncio y de denuncia.
Ante todo, el anuncio de lo que la Iglesia posee como propio: «una visión global del hombre y de la humanidad»118, no sólo en el nivel teórico, sino práctico. La doctrina social, en efecto, no ofrece solamente significados, valores y criterios de juicio, sino también las normas y las directrices de acción que de ellos derivan.119 Con esta doctrina, la Iglesia no persigue fines de estructuración y organización de la sociedad, sino de exigencia, dirección y formación de las conciencias.
La doctrina social comporta también una tarea de denuncia, en presencia del pecado: es el pecado de injusticia y de violencia que de diversos modos afecta la sociedad y en ella toma cuerpo.120 Esta denuncia se hace juicio y defensa de los derechos ignorados y violados, especialmente de los derechos de los pobres, de los pequeños, de los débiles.121 Esta denuncia es tanto más necesaria cuanto más se extiendan las injusticias y las violencias, que abarcan categorías enteras de personas y amplias áreas geográficas del mundo, y dan lugar a cuestiones sociales, es decir, a abusos y desequilibrios que agitan las sociedades. Gran parte de la enseñanza social de la Iglesia, es requerida y determinada por las grandes cuestiones sociales, para las que quiere ser una respuesta de justicia social.
82 La finalidad de la doctrina social es de orden religioso y moral.122Religioso, porque la misión evangelizadora y salvífica de la Iglesia alcanza al hombre «en la plena verdad de su existencia, de su ser personal y a la vez de su ser comunitario y social».123 Moral, porque la Iglesia mira hacia un «humanismo pleno»124, es decir, a la «liberación de todo lo que oprime al hombre»125 y al «desarrollo integral de todo el hombre y de todos los hombres».126 La doctrina social traza los caminos que hay que recorrer para edificar una sociedad reconciliada y armonizada en la justicia y en el amor, que anticipa en la historia, de modo incipiente y prefigurado, los «nuevos cielos y nueva tierra, en los que habite la justicia» (2 P 3,13).
e) Un mensaje para los hijos de la Iglesia y para la humanidad
83 La primera destinataria de la doctrina social es la comunidad eclesial en todos sus miembros, porque todos tienen responsabilidades sociales que asumir. La enseñanza social interpela la conciencia en orden a reconocer y cumplir los deberes de justicia y de caridad en la vida social. Esta enseñanza es luz de verdad moral, que suscita respuestas apropiadas según la vocación y el ministerio de cada cristiano. En las tareas de evangelización, es decir, de enseñanza, de catequesis, de formación, que la doctrina social de la Iglesia promueve, ésta se destina a todo cristiano, según las competencias, los carismas, los oficios y la misión de anuncio propios de cada uno.127
La doctrina social implica también responsabilidades relativas a la construcción, la organización y el funcionamiento de la sociedad: obligaciones políticas, económicas, administrativas, es decir, de naturaleza secular, que pertenecen a los fieles laicos, no a los sacerdotes ni a los religiosos.128 Estas responsabilidades competen a los laicos de modo peculiar, en razón de la condición secular de su estado de vida y de la índole secular de su vocación:129 mediante estas responsabilidades, los laicos ponen en práctica la enseñanza social y cumplen la misión secular de la Iglesia.130
84 Además de la destinación primaria y específica a los hijos de la Iglesia, la doctrina social tiene una destinación universal. La luz del Evangelio, que la doctrina social reverbera en la sociedad, ilumina a todos los hombres, y todas las conciencias e inteligencias están en condiciones de acoger la profundidad humana de los significados y de los valores por ella expresados y la carga de humanidad y de humanización de sus normas de acción. Así pues, todos, en nombre del hombre, de su dignidad una y única, y de su tutela y promoción en la sociedad, todos, en nombre del único Dios, Creador y fin último del hombre, son destinatarios de la doctrina social de la Iglesia.131 La doctrina social de la Iglesia es una enseñanza expresamente dirigida a todos los hombres de buena voluntad 132 y, efectivamente, es escuchada por los miembros de otras Iglesias y Comunidades Eclesiales, por los seguidores de otras tradiciones religiosas y por personas que no pertenecen a ningún grupo religioso.
f) Bajo el signo de la continuidad y de la renovación
85 Orientada por la luz perenne del Evangelio y constantemente atenta a la evolución de la sociedad, la doctrina social de la Iglesia se caracteriza por la continuidad y por la renovación.133
Esta doctrina manifiesta ante todo la continuidad de una enseñanza que se fundamenta en los valores universales que derivan de la Revelación y de la naturaleza humana. Por tal motivo, la doctrina social no depende de las diversas culturas, de las diferentes ideologías, de las distintas opiniones: es una enseñanza constante, que «se mantiene idéntica en su inspiración de fondo, en sus “principios de reflexión”, en sus fundamentales “directrices de acción”, sobre todo, en su unión vital con el Evangelio del Señor».134 En este núcleo portante y permanente, la doctrina social de la Iglesia recorre la historia sin sufrir sus condicionamientos, ni correr el riesgo de la disolución.
Por otra parte, en su constante atención a la historia, dejándose interpelar por los eventos que en ella se producen, la doctrina social de la Iglesia manifiesta una capacidad de renovación continua. La firmeza en los principios no la convierte en un sistema rígido de enseñanzas, es, más bien, un Magisterio en condiciones de abrirse a las cosas nuevas, sin diluirse en ellas:135 una enseñanza «sometida a las necesarias y oportunas adaptaciones sugeridas por la variación de las condiciones históricas así como por el constante flujo de los acontecimientos en que se mueve la vida de los hombres y de las sociedades».136
86 La doctrina social de la Iglesia se presenta como un «taller» siempre abierto, en el que la verdad perenne penetra y permea la novedad contingente, trazando caminos de justicia y de paz. La fe no pretende aprisionar en un esquema cerrado la cambiante realidad socio-política.137 Más bien es verdad lo contrario: la fe es fermento de novedad y creatividad. La enseñanza que de ella continuamente surge «se desarrolla por medio de la reflexión madurada al contacto con situaciones cambiantes de este mundo, bajo el impulso del Evangelio como fuente de renovación».138
Madre y Maestra, la Iglesia no se encierra ni se retrae en sí misma, sino que continuamente se manifiesta, tiende y se dirige hacia el hombre, cuyo destino de salvación es su razón de ser. La Iglesia es entre los hombres el icono viviente del Buen Pastor, que busca y encuentra al hombre allí donde está, en la condición existencial e histórica de su vida. Es ahí donde la Iglesia lo encuentra con el Evangelio, mensaje de liberación y de reconciliación, de justicia y de paz.
III. La doctrina social en nuestro tiempo:
Apuntes históricos
a) El comienzo de un nuevo camino
87 La locución doctrina social se remonta a Pío XI139 y designa el «corpus» doctrinal relativo a temas de relevancia social que, a partir de la encíclica «Rerum novarum»140 de León XIII, se ha desarrollado en la Iglesia a través del Magisterio de los Romanos Pontífices y de los Obispos en comunión con ellos.141 La solicitud social no ha tenido ciertamente inicio con ese documento, porque la Iglesia no se ha desinteresado jamás de la sociedad; sin embargo, la encíclica «Rerum novarum» da inicio a un nuevo camino: injertándose en una tradición plurisecular, marca un nuevo inicio y un desarrollo sustancial de la enseñanza en campo social.142
En su continua atención por el hombre en la sociedad, la Iglesia ha acumulado así un rico patrimonio doctrinal. Éste tiene sus raíces en la Sagrada Escritura, especialmente en el Evangelio y en los escritos apostólicos, y ha tomado forma y cuerpo a partir de los Padres de la Iglesia y de los grandes Doctores del Medioevo, constituyendo una doctrina en la cual, aun sin intervenciones explícitas y directas a nivel magisterial, la Iglesia se ha ido reconociendo progresivamente.
88 Los eventos de naturaleza económica que se produjeron en el siglo XIX tuvieron consecuencias sociales, políticas y culturales devastadoras. Los acontecimientos vinculados a la revolución industrial trastornaron estructuras sociales seculares, ocasionando graves problemas de justicia y dando lugar a la primera gran cuestión social, la cuestión obrera, causada por el conflicto entre capital y trabajo. Ante un cuadro semejante la Iglesia advirtió la necesidad de intervenir en modo nuevo: las «res novae», constituidas por aquellos eventos, representaban un desafío para su enseñanza y motivaban una especial solicitud pastoral hacia ingentes masas de hombres y mujeres. Era necesario un renovado discernimiento de la situación, capaz de delinear soluciones apropiadas a problemas inusitados e inexplorados.
b) De la «Rerum Novarum» hasta nuestros días
89 Como respuesta a la primera gran cuestión social, León XIII promulga la primera encíclica social, la «Rerum novarum».143 Esta examina la condición de los trabajadores asalariados, especialmente penosa para los obreros de la industria, afligidos por una indigna miseria. La cuestión obrera es tratada de acuerdo con su amplitud real: es estudiada en todas sus articulaciones sociales y políticas, para ser evaluada adecuadamente a la luz de los principios doctrinales fundados en la Revelación, en la ley y en la moral naturales.
La «Rerum novarum» enumera los errores que provocan el mal social, excluye el socialismo como remedio y expone, precisándola y actualizándola, «la doctrina social sobre el trabajo, sobre el derecho de propiedad, sobre el principio de colaboración contrapuesto a la lucha de clases como medio fundamental para el cambio social, sobre el derecho de los débiles, sobre la dignidad de los pobres y sobre las obligaciones de los ricos, sobre el perfeccionamiento de la justicia por la caridad, sobre el derecho a tener asociaciones profesionales».144
La «Rerum novarum» se ha convertido en el documento inspirador y de referencia de la actividad cristiana en el campo social.145 El tema central de la encíclica es la instauración de un orden social justo, en vista del cual se deben identificar los criterios de juicio que ayuden a valorar los ordenamientos socio-políticos existentes y a proyectar líneas de acción para su oportuna transformación.
90 La «Rerum novarum» afrontó la cuestión obrera con un método que se convertirá en un «paradigma permanente»146 para el desarrollo sucesivo de la doctrina social. Los principios afirmados por León XIII serán retomados y profundizados por las encíclicas sociales sucesivas. Toda la doctrina social se podría entender como una actualización, una profundización y una expansión del núcleo originario de los principios expuestos en la «Rerum novarum». Con este texto, valiente y clarividente, el Papa León XIII confirió «a la Iglesia una especie de “carta de ciudadanía” respecto a las realidades cambiantes de la vida pública»147 y «escribió unas palabras decisivas»148, que se convirtieron en «un elemento permanente de la doctrina social de la Iglesia»149, afirmando que los graves problemas sociales «podían ser resueltos solamente mediante la colaboración entre todas las fuerzas»150 y añadiendo también que «por lo que se refiere a la Iglesia, nunca ni bajo ningún aspecto ella regateará su esfuerzo».151
91 A comienzos de los años Treinta, a breve distancia de la grave crisis económica de 1929, Pío XI publica la encíclica «Quadragesimo anno»152, para conmemorar los cuarenta años de la «Rerum novarum». El Papa relee el pasado a la luz de una situación económico-social en la que a la industrialización se había unido la expansión del poder de los grupos financieros, en ámbito nacional e internacional. Era el período posbélico, en el que estaban afirmándose en Europa los regímenes totalitarios, mientras se exasperaba la lucha de clases. La Encíclica advierte la falta de respeto a la libertad de asociación y confirma los principios de solidaridad y de colaboración para superar las antinomias sociales. Las relaciones entre capital y trabajo deben estar bajo el signo de la cooperación.153
La «Quadragesimo anno» confirma el principio que el salario debe ser proporcionado no sólo a las necesidades del trabajador, sino también a las de su familia. El Estado, en las relaciones con el sector privado, debe aplicar el principio de subsidiaridad, principio que se convertirá en un elemento permanente de la doctrina social. La Encíclica rechaza el liberalismo entendido como ilimitada competencia entre las fuerzas económicas, a la vez que reafirma el valor de la propiedad privada, insistiendo en su función social. En una sociedad que debía reconstruirse desde su base económica, convertida toda ella en la «cuestión» que se debía afrontar, «Pío XI sintió el deber y la responsabilidad de promover un mayor conocimiento, una más exacta interpretación y una urgente aplicación de la ley moral reguladora de las relaciones humanas..., con el fin de superar el conflicto de clases y llegar a un nuevo orden social basado en la justicia y en la caridad».154
92 Pío XI no dejó de hacer oír su voz contra los regímenes totalitarios que se afianzaron en Europa durante su Pontificado. Ya el 29 de junio de 1931 había protestado contra los atropellos del régimen fascista en Italia con la encíclica «Non abbiamo bisogno».155 En 1937 publicó la encíclica «Mit brennender Sorge»156, sobre la situación de la Iglesia católica en el Reich alemán. El texto de la «Mit brennender Sorge» fue leído desde el púlpito de todas las iglesias católicas en Alemania, tras haber sido difundido con la máxima reserva. La encíclica llegaba después de años de abusos y violencias y había sido expresamente solicitada a Pío XI por los Obispos alemanes, a causa de las medidas cada vez más coercitivas y represivas adoptadas por el Reich en 1936, en particular con respecto a los jóvenes, obligados a inscribirse en la «Juventud hitleriana». El Papa se dirige a los sacerdotes, a los religiosos y a los fieles laicos, para animarlos y llamarlos a la resistencia, mientras no se restablezca una verdadera paz entre la Iglesia y el Estado. En 1938, ante la difusión del antisemitismo, Pío XI afirmó: «Somos espiritualmente semitas».157
Con la encíclica «Divini Redemptoris»158, sobre el comunismo ateo y sobre la doctrina social cristiana, Pío XI criticó de modo sistemático el comunismo, definido «intrínsecamente malo»159, e indicó como medios principales para poner remedio a los males producidos por éste, la renovación de la vida cristiana, el ejercicio de la caridad evangélica, el cumplimiento de los deberes de justicia a nivel interpersonal y social en orden al bien común, la institucionalización de cuerpos profesionales e interprofesionales.
93 Los Radiomensajes navideños de Pío XII160, junto a otras de sus importantes intervenciones en materia social, profundizan la reflexión magisterial sobre un nuevo orden social, gobernado por la moral y el derecho, y centrado en la justicia y en la paz. Durante su Pontificado, Pío XII atravesó los años terribles de la Segunda Guerra Mundial y los difíciles de la reconstrucción. No publicó encíclicas sociales, sin embargo manifestó constantemente, en numerosos contextos, su preocupación por el orden internacional trastornado: «En los años de la guerra y de la posguerra el Magisterio social de Pío XII representó para muchos pueblos de todos los continentes y para millones de creyentes y no creyentes la voz de la conciencia universal, interpretada y proclamada en íntima conexión con la Palabra de Dios. Con su autoridad moral y su prestigio, Pío XII llevó la luz de la sabiduría cristiana a un número incontable de hombres de toda categoría y nivel social».161
Una de las características de las intervenciones de Pío XII es el relieve dado a la relación entre moral y derecho. El Papa insiste en la noción de derecho natural, como alma del ordenamiento que debe instaurarse en el plano nacional e internacional. Otro aspecto importante de la enseñanza de Pío XII es su atención a las agrupaciones profesionales y empresariales, llamadas a participar de modo especial en la consecución del bien común: «Por su sensibilidad e inteligencia para captar “los signos de los tiempos”, Pío XII puede ser considerado como el precursor inmediato del Concilio Vaticano II y de la enseñanza social de los Papas que le han sucedido».162
94 Los años Sesenta abren horizontes prometedores: la recuperación después de las devastaciones de la guerra, el inicio de la descolonización, las primeras tímidas señales de un deshielo en las relaciones entre los dos bloques, americano y soviético. En este clima, el beato Juan XXIII lee con profundidad los «signos de los tiempos».163 La cuestión social se está universalizando y afecta a todos los países: junto a la cuestión obrera y la revolución industrial, se delinean los problemas de la agricultura, de las áreas en vías de desarrollo, del incremento demográfico y los relacionados con la necesidad de una cooperación económica mundial. Las desigualdades, advertidas precedentemente al interno de las Naciones, aparecen ahora en el plano internacional y manifiestan cada vez con mayor claridad la situación dramática en que se encuentra el Tercer Mundo.
Juan XXIII, en la encíclica «Mater et magistra»164, «trata de actualizar los documentos ya conocidos y dar un nuevo paso adelante en el proceso de compromiso de toda la comunidad cristiana».165 Las palabras clave de la encíclica son comunidad y socialización:166 la Iglesia está llamada a colaborar con todos los hombres en la verdad, en la justicia y en el amor, para construir una auténtica comunión. Por esta vía, el crecimiento económico no se limitará a satisfacer las necesidades de los hombres, sino que podrá promover también su dignidad.
95 Con la encíclica «Pacem in terris»167, Juan XXIII pone de relieve el tema de la paz, en una época marcada por la proliferación nuclear. La «Pacem in terris» contiene, además, la primera reflexión a fondo de la Iglesia sobre los derechos humanos; es la encíclica de la paz y de la dignidad de las personas. Continúa y completa el discurso de la «Mater et magistra» y, en la dirección indicada por León XIII, subraya la importancia de la colaboración entre todos: es la primera vez que un documento de la Iglesia se dirige también «a todos los hombres de buena voluntad»168, llamados a una tarea inmensa: «la de establecer un nuevo sistema de relaciones en la sociedad humana, bajo el magisterio y la égida de la verdad, la justicia, la caridad y la libertad».169 La «Pacem in terris» se detiene sobre los poderes públicos de la comunidad mundial, llamados a «examinar y resolver los problemas relacionados con el bien común universal en el orden económico, social, político o cultural».170 En el décimo aniversario de la «Pacem in terris», el Cardenal Maurice Roy, Presidente de la Pontificia Comisión «Iustitia et Pax», envió a Pablo VI una carta, acompañada de un documento con un serie de reflexiones sobre el valor de la enseñanza de la encíclica del Papa Juan para iluminar los nuevos problemas vinculados con la promoción de la paz.171
96 La Constitución pastoral «Gaudium et spes»172 del Concilio Vaticano II, constituye una significativa respuesta de la Iglesia a las expectativas del mundo contemporáneo. En esta Constitución, «en sintonía con la renovación eclesiológica, se refleja una nueva concepción de ser comunidad de creyentes y pueblo de Dios. Y suscitó entonces nuevo interés por la doctrina contenida en los documentos anteriores respecto del testimonio y la vida de los cristianos, como medios auténticos para hacer visible la presencia de Dios en el mundo».173 La «Gaudium et spes» delinea el rostro de una Iglesia «íntima y realmente solidaria del género humano y de su historia»174, que camina con toda la humanidad y está sujeta, juntamente con el mundo, a la misma suerte terrena, pero que al mismo tiempo es «como fermento y como alma de la sociedad, que debe renovarse en Cristo y transformarse en familia de Dios».175
La «Gaudium et spes» estudia orgánicamente los temas de la cultura, de la vida económico-social, del matrimonio y de la familia, de la comunidad política, de la paz y de la comunidad de los pueblos, a la luz de la visión antropológica cristiana y de la misión de la Iglesia. Todo ello lo hace a partir de la persona y en dirección a la persona, «única criatura terrestre a la que Dios ha amado por sí mismo».176 La sociedad, sus estructuras y su desarrollo deben estar finalizados a «consolidar y desarrollar las cualidades de la persona humana».177 Por primera vez el Magisterio de la Iglesia, al más alto nivel, se expresa en modo tan amplio sobre los diversos aspectos temporales de la vida cristiana. «Se debe reconocer que la atención prestada en la Constitución a los cambios sociales, psicológicos, políticos, económicos, morales y religiosos ha despertado cada vez más... la preocupación pastoral de la Iglesia por los problemas de los hombres y el diálogo con el mundo».178
97 Otro documento del Concilio Vaticano II de gran relevancia en el «corpus» de la doctrina social de la Iglesia es la declaración «Dignitatis humanae»179, en el que se proclama el derecho a la libertad religiosa. El documento trata el tema en dos capítulos. El primero, de carácter general, afirma que el derecho a la libertad religiosa se fundamenta en la dignidad de la persona humana y que debe ser reconocido como derecho civil en el ordenamiento jurídico de la sociedad. El segundo capítulo estudia el tema a la luz de la Revelación y clarifica sus implicaciones pastorales, recordando que se trata de un derecho que no se refiere sólo a las personas individuales, sino también a las diversas comunidades.
98 «El desarrollo es el nuevo nombre de la paz»180, afirma Pablo VI en la encíclica «Populorum Progressio»181, que puede ser considerada una ampliación del capítulo sobre la vida económico-social de la «Gaudium et spes», no obstante introduzca algunas novedades significativas. En particular, el documento indica las coordenadas de un desarrollo integral del hombre y de un desarrollo solidario de la humanidad: «dos temas estos que han de considerarse como los ejes en torno a los cuales se estructura todo el entramado de la encíclica. Queriendo convencer a los destinatarios de la urgencia de una acción solidaria, el Papa presenta el desarrollo como “el paso de condiciones de vida menos humanas a condiciones de vida más humanas”, y señala sus características».182 Este paso no está circunscrito a las dimensiones meramente económicas y técnicas, sino que implica, para toda persona, la adquisición de la cultura, el respeto de la dignidad de los demás, el reconocimiento «de los valores supremos, y de Dios, que de ellos es la fuente y el fin».183 Procurar el desarrollo de todos los hombres responde a una exigencia de justicia a escala mundial, que pueda garantizar la paz planetaria y hacer posible la realización de «un humanismo pleno»184, gobernado por los valores espirituales.
99 En esta línea, Pablo VI instituye en 1967 la Pontificia Comisión «Iustitia et Pax», cumpliendo un deseo de los Padres Conciliares, que consideraban «muy oportuno que se cree un organismo universal de la Iglesia que tenga como función estimular a la comunidad católica para promover el desarrollo de los países pobres y la justicia social internacional».185 Por iniciativa de Pablo VI, a partir de 1968, la Iglesia celebra el primer día del año la Jornada Mundial de la Paz. El mismo Pontífice dio inicio a la tradición de los Mensajes que abordan el tema elegido para cada Jornada Mundial de la Paz, acrecentando así el «corpus» de la doctrina social.
100 A comienzos de los años Setenta, en un clima turbulento de contestación fuertemente ideológica, Pablo VI retoma la enseñanza social de León XIII y la actualiza, con ocasión del octogésimo aniversario de la «Rerum novarum», en la Carta apostólica «Octogesima adveniens».186 El Papa reflexiona sobre la sociedad post-industrial con todos sus complejos problemas, poniendo de relieve la insuficiencia de las ideologías para responder a estos desafíos: la urbanización, la condición juvenil, la situación de la mujer, la desocupación, las discriminaciones, la emigración, el incremento demográfico, el influjo de los medios de comunicación social, el medio ambiente.
101 Al cumplirse los noventa años de la «Rerum novarum», Juan Pablo II dedica la encíclica «Laborem exercens»187 al trabajo, como bien fundamental para la persona, factor primario de la actividad económica y clave de toda la cuestión social. La «Laborem exercens» delinea una espiritualidad y una ética del trabajo, en el contexto de una profunda reflexión teológica y filosófica. El trabajo debe ser entendido no sólo en sentido objetivo y material; es necesario también tener en cuenta su dimensión subjetiva, en cuanto actividad que es siempre expresión de la persona. Además de ser un paradigma decisivo de la vida social, el trabajo tiene la dignidad propia de un ámbito en el que debe realizarse la vocación natural y sobrenatural de la persona.
102 Con la encíclica «Sollicitudo rei socialis»188, Juan Pablo II conmemora el vigésimo aniversario de la «Populorum progressio» y trata nuevamente el tema del desarrollo bajo un doble aspecto: «el primero, la situación dramática del mundo contemporáneo, bajo el perfil del desarrollo fallido del Tercer Mundo, y el segundo, el sentido, las condiciones y las exigencias de un desarrollo digno del hombre».189 La encíclica introduce la distinción entre progreso y desarrollo, y afirma que «el verdadero desarrollo no puede limitarse a la multiplicación de los bienes y servicios, esto es, a lo que se posee, sino que debe contribuir a la plenitud del “ser” del hombre. De este modo, pretende señalar con claridad el carácter moral del verdadero desarrollo».190 Juan Pablo II, evocando el lema del pontificado de Pío XII, «Opus iustitiae pax», la paz como fruto de la justicia, comenta: «Hoy se podría decir, con la misma exactitud y análoga fuerza de inspiración bíblica (cf. Is 32,17; St 3,18), Opus solidaritatis pax, la paz como fruto de la solidaridad».191
103 En el centenario de la «Rerum novarum», Juan Pablo II promulga su tercera encíclica social, la «Centesimus annus»192, que muestra la continuidad doctrinal de cien años de Magisterio social de la Iglesia. Retomando uno de los principios básicos de la concepción cristiana de la organización social y política, que había sido el tema central de la encíclica precedente, el Papa escribe: «el principio que hoy llamamos de solidaridad ... León XIII lo enuncia varias veces con el nombre de “amistad”...; por Pío XI es designado con la expresión no menos significativa de “caridad social”, mientras que Pablo VI, ampliando el concepto, en conformidad con las actuales y múltiples dimensiones de la cuestión social, hablaba de “civilización del amor”».193 Juan Pablo II pone en evidencia cómo la enseñanza social de la Iglesia avanza sobre el eje de la reciprocidad entre Dios y el hombre: reconocer a Dios en cada hombre y cada hombre en Dios es la condición de un auténtico desarrollo humano. El articulado y profundo análisis de las «res novae», y especialmente del gran cambio de 1989, con la caída del sistema soviético, manifiesta un aprecio por la democracia y por la economía libre, en el marco de una indispensable solidaridad.
c) A la luz y bajo el impulso del Evangelio
104 Los documentos aquí evocados constituyen los hitos principales del camino de la doctrina social desde los tiempos de León XIII hasta nuestros días. Esta sintética reseña se alargaría considerablemente si tuviese cuenta de todas las intervenciones motivadas por un tema específico, que tienen su origen en «la preocupación pastoral por proponer a la comunidad cristiana y a todos los hombres de buena voluntad los principios fundamentales, los criterios universales y las orientaciones capaces de sugerir las opciones de fondo y la praxis coherente para cada situación concreta».194
En la elaboración y la enseñanza de la doctrina social, la Iglesia ha perseguido y persigue no unos fines teóricos, sino pastorales, cuando constata las repercusiones de los cambios sociales en la dignidad de cada uno de los seres humanos y de las multitudes de hombres y mujeres en contextos en los que «se busca con insistencia un orden temporal más perfecto, sin que avance paralelamente el mejoramiento de los espíritus».195 Por esta razón se ha constituido y desarrollado la doctrina social: «un “corpus” doctrinal renovado, que se va articulando a medida que la Iglesia en la plenitud de la Palabra revelada por Jesucristo y mediante la asistencia del Espíritu Santo (cf. Jn 14,16.26; 16,13-15), lee los hechos según se desenvuelven en el curso de la historia».196
La persona humana y sus derechos
I. Doctrina Social Y Principio Personalista
105 La Iglesia ve en el hombre, en cada hombre, la imagen viva de Dios mismo; imagen que encuentra, y está llamada a descubrir cada vez más profundamente, su plena razón de ser en el misterio de Cristo, Imagen perfecta de Dios, Revelador de Dios al hombre y del hombre a sí mismo. A este hombre, que ha recibido de Dios mismo una incomparable e inalienable dignidad, es a quien la Iglesia se dirige y le presta el servicio más alto y singular recordándole constantemente su altísima vocación, para que sea cada vez más consciente y digno de ella. Cristo, Hijo de Dios, «con su encarnación se ha unido, en cierto modo, con todo hombre»197; por ello, la Iglesia reconoce como su tarea principal hacer que esta unión pueda actuarse y renovarse continuamente. En Cristo Señor, la Iglesia señala y desea recorrer ella misma el camino del hombre198, e invita a reconocer en todos, cercanos o lejanos, conocidos o desconocidos, y sobre todo en el pobre y en el que sufre, un hermano «por quien murió Cristo» (1 Co 8,11; Rm 14,15).199
106 Toda la vida social es expresión de su inconfundible protagonista: la persona humana. De esta conciencia, la Iglesia ha sabido hacerse intérprete autorizada, en múltiples ocasiones y de diversas maneras, reconociendo y afirmando la centralidad de la persona humana en todos los ámbitos y manifestaciones de la sociabilidad: «La sociedad humana es, por tanto objeto de la enseñanza social de la Iglesia desde el momento que ella no se encuentra ni fuera ni sobre los hombres socialmente unidos, sino que existe exclusivamente por ellos y, por consiguiente, para ellos».200 Este importante reconocimiento se expresa en la afirmación de que «lejos de ser un objeto y un elemento puramente pasivo de la vida social», el hombre «es, por el contrario, y debe ser y permanecer, su sujeto, su fundamento y su fin».201 Del hombre, por tanto, trae su origen la vida social que no puede renunciar a reconocerlo como sujeto activo y responsable, y a él deben estar finalizadas todas las expresiones de la sociedad.
107 El hombre, comprendido en su realidad histórica concreta, representa el corazón y el alma de la enseñanza social católica.202Toda la doctrina social se desarrolla, en efecto, a partir del principio que afirma la inviolable dignidad de la persona humana.203 Mediante las múltiples expresiones de esta conciencia, la Iglesia ha buscado, ante todo, tutelar la dignidad humana frente a todo intento de proponer imágenes reductivas y distorsionadas; y además, ha denunciado repetidamente sus muchas violaciones. La historia demuestra que en la trama de las relaciones sociales emergen algunas de las más amplias capacidades de elevación del hombre, pero también allí se anidan los más execrables atropellos de su dignidad.
II. La persona humana «Imago Dei»
108 El mensaje fundamental de la Sagrada Escritura anuncia que la persona humana es criatura de Dios (cf. Sal 139,14-18) y especifica el elemento que la caracteriza y la distingue en su ser a imagen de Dios: «Creó, pues, Dios al ser humano a imagen suya, a imagen de Dios le creó, macho y hembra los creó» (Gn 1,27). Dios coloca la criatura humana en el centro y en la cumbre de la creación: al hombre (en hebreo «adam»), plasmado con la tierra ( «adamah»), Dios insufla en las narices el aliento de la vida (cf. Gn 2,7). De ahí que, «por haber sido hecho a imagen de Dios, el ser humano tiene la dignidad de persona; no es solamente algo, sino alguien. Es capaz de conocerse, de poseerse y de darse libremente y entrar en comunión con otras personas; y es llamado, por la gracia, a una alianza con su Creador, a ofrecerle una respuesta de fe y de amor que ningún otro ser puede dar en su lugar».204
109 La semejanza con Dios revela que la esencia y la existencia del hombre están constitutivamente relacionadas con Él del modo más profundo.205 Es una relación que existe por sí misma y no llega, por tanto, en un segundo momento ni se añade desde fuera. Toda la vida del hombre es una pregunta y una búsqueda de Dios. Esta relación con Dios puede ser ignorada, olvidada o removida, pero jamás puede ser eliminada. Entre todas las criaturas del mundo visible, en efecto, sólo el hombre es «“capaz” de Dios» («homo est Dei capax»).206 La persona humana es un ser personal creado por Dios para la relación con Él, que sólo en esta relación puede vivir y expresarse, y que tiende naturalmente hacia Él.207
110 La relación entre Dios y el hombre se refleja en la dimensión relacional y social de la naturaleza humana. El hombre, en efecto, no es un ser solitario, ya que «por su íntima naturaleza, es un ser social, y no puede vivir ni desplegar sus cualidades, sin relacionarse con los demás».208 A este respecto resulta significativo el hecho de que Dios haya creado al ser humano como hombre y mujer209 (cf. Gn 1,27): «Qué elocuente es la insatisfacción de la que es víctima la vida del hombre en el Edén, cuando su única referencia es el mundo vegetal y animal (cf. Gn 2,20). Sólo la aparición de la mujer, es decir, de un ser que es hueso de sus huesos y carne de su carne (cf. Gn 2,23), y en quien vive igualmente el espíritu de Dios creador, puede satisfacer la exigencia de diálogo interpersonal que es vital para la existencia humana. En el otro, hombre o mujer, se refleja Dios mismo, meta definitiva y satisfactoria de toda persona».210
111 El hombre y la mujer tienen la misma dignidad y son de igual valor211, no sólo porque ambos, en su diversidad, son imagen de Dios, sino, más profundamente aún, porque el dinamismo de reciprocidad que anima el «nosotros» de la pareja humana es imagen de Dios.212 En la relación de comunión recíproca, el hombre y la mujer se realizan profundamente a sí mismos reencontrándose como personas a través del don sincero de sí mismos.213 Su pacto de unión es presentado en la Sagrada Escritura como una imagen del Pacto de Dios con los hombres (cf. Os 1-3; Is 54; Ef 5,21- 33) y, al mismo tiempo, como un servicio a la vida.214 La pareja humana puede participar, en efecto, de la creatividad de Dios: «Y los bendijo Dios y les dijo: “Sed fecundos y multiplicaos, y llenad la tierra”» (Gn 1,28).
112 El hombre y la mujer están en relación con los demás ante todo como custodios de sus vidas:215 «a todos y a cada uno reclamaré el alma humana» (Gn 9,5), confirma Dios a Noé después del diluvio. Desde esta perspectiva, la relación con Dios exige que se considere la vida del hombre sagrada e inviolable.216 El quinto mandamiento: «No matarás» (Ex 20,13; Dt 5,17) tiene valor porque sólo Dios es Señor de la vida y de la muerte.217 El respeto debido a la inviolabilidad y a la integridad de la vida física tiene su culmen en el mandamiento positivo: «Amarás a tu prójimo como a ti mismo» (Lv 19,18), con el cual Jesucristo obliga a hacerse cargo del prójimo (cf. Mt 22,37-40; Mc 12,29-31; Lc 10,27-28).
113 Con esta particular vocación a la vida, el hombre y la mujer se encuentran también frente a todas las demás criaturas. Ellos pueden y deben someterlas a su servicio y gozar de ellas, pero su dominio sobre el mundo requiere el ejercicio de la responsabilidad, no es una libertad de explotación arbitraria y egoísta. Toda la creación, en efecto, tiene el valor de «cosa buena» (cf. Gn 1,10.12.18.21.25) ante la mirada de Dios, que es su Autor. El hombre debe descubrir y respetar este valor: es éste un desafío maravilloso para su inteligencia, que lo debe elevar como un ala218 hacia la contemplación de la verdad de todas las criaturas, es decir, de lo que Dios ve de bueno en ellas. El libro del Génesis enseña, en efecto, que el dominio del hombre sobre el mundo consiste en dar un nombre a las cosas (cf. Gn 2,19-20): con la denominación, el hombre debe reconocer las cosas por lo que son y establecer para con cada una de ellas una relación de responsabilidad.219
114 El hombre está también en relación consigo mismo y puede reflexionar sobre sí mismo. La Sagrada Escritura habla a este respecto del corazón del hombre. El corazón designa precisamente la interioridad espiritual del hombre, es decir, cuanto lo distingue de cualquier otra criatura: Dios «ha hecho todas las cosas apropiadas a su tiempo; también ha puesto el afán en sus corazones, sin que el hombre llegue a descubrir la obra que Dios ha hecho de principio a fin» (Qo 3,11). El corazón indica, en definitiva, las facultades espirituales propias del hombre, sus prerrogativas en cuanto creado a imagen de su Creador: la razón, el discernimiento del bien y del mal, la voluntad libre.220 Cuando escucha la aspiración profunda de su corazón, todo hombre no puede dejar de hacer propias las palabras de verdad expresadas por San Agustín: «Tú lo estimulas para que encuentre deleite en tu alabanza; nos creaste para ti y nuestro corazón andará siempre inquieto mientras no descanse en ti».221
115 La admirable visión de la creación del hombre por parte de Dios es inseparable del dramático cuadro del pecado de los orígenes. Con una afirmación lapidaria el apóstol Pablo sintetiza la narración de la caída del hombre contenida en las primeras páginas de la Biblia: «por un solo hombre entró el pecado en el mundo y por el pecado la muerte» (Rm 5,12). El hombre, contra la prohibición de Dios, se deja seducir por la serpiente y extiende sus manos al árbol de la vida, cayendo en poder de la muerte. Con este gesto el hombre intenta forzar su límite de criatura, desafiando a Dios, su único Señor y fuente de la vida. Es un pecado de desobediencia (cf. Rm 5,19) que separa al hombre de Dios.222
Por la Revelación sabemos que Adán, el primer hombre, transgrediendo el mandamiento de Dios, pierde la santidad y la justicia en que había sido constituido, recibidas no sólo para sí, sino para toda la humanidad: «cediendo al tentador, Adán y Eva cometen un pecado personal, pero este pecado afecta a la naturaleza humana, que transmitirán en un estado caído. Es un pecado que será transmitido por propagación a toda la humanidad, es decir, por la transmisión de una naturaleza humana privada de la santidad y de la justicia originales».223
116 En la raíz de las laceraciones personales y sociales, que ofenden en modo diverso el valor y la dignidad de la persona humana, se halla una herida en lo íntimo del hombre: «Nosotros, a la luz de la fe, la llamamos pecado; comenzando por el pecado original que cada uno lleva desde su nacimiento como una herencia recibida de sus progenitores, hasta el pecado que cada uno comete, abusando de su propia libertad».224 La consecuencia del pecado, en cuanto acto de separación de Dios, es precisamente la alienación, es decir la división del hombre no sólo de Dios, sino también de sí mismo, de los demás hombres y del mundo circundante: «la ruptura con Dios desemboca dramáticamente en la división entre los hermanos. En la descripción del “primer pecado”, la ruptura con Yahveh rompe al mismo tiempo el hilo de la amistad que unía a la familia humana, de tal manera que las páginas siguientes del Génesis nos muestran al hombre y a la mujer como si apuntaran su dedo acusando el uno hacia el otro (cf. Gn 3,12;); y más adelante el hermano que, hostil a su hermano, termina por arrebatarle la vida (cf. Gn 4,2-16). Según la narración de los hechos de Babel, la consecuencia del pecado es la desunión de la familia humana, ya iniciada con el primer pecado, y que llega ahora al extremo en su forma social».225 Reflexionando sobre el misterio del pecado es necesario tener en cuenta esta trágica concatenación de causa y efecto.
117 El misterio del pecado comporta una doble herida, la que el pecador abre en su propio flanco y en su relación con el prójimo. Por ello se puede hablar de pecado personal y social: todo pecado es personal bajo un aspecto; bajo otro aspecto, todo pecado es social, en cuanto tiene también consecuencias sociales. El pecado, en sentido verdadero y propio, es siempre un acto de la persona, porque es un acto de libertad de un hombre en particular, y no propiamente de un grupo o de una comunidad, pero a cada pecado se le puede atribuir indiscutiblemente el carácter de pecado social, teniendo en cuenta que «en virtud de una solidaridad humana tan misteriosa e imperceptible como real y concreta, el pecado de cada uno repercute en cierta manera en los demás».226 No es, por tanto, legítima y aceptable una acepción del pecado social que, más o menos conscientemente, lleve a difuminar y casi a cancelar el elemento personal, para admitir sólo culpas y responsabilidades sociales. En el fondo de toda situación de pecado se encuentra siempre la persona que peca.
118 Algunos pecados, además, constituyen, por su objeto mismo, una agresión directa al prójimo. Estos pecados, en particular, se califican como pecados sociales. Es social todo pecado cometido contra la justicia en las relaciones entre persona y persona, entre la persona y la comunidad, y entre la comunidad y la persona. Es social todo pecado contra los derechos de la persona humana, comenzando por el derecho a la vida, incluido el del no-nacido, o contra la integridad física de alguien; todo pecado contra la libertad de los demás, especialmente contra la libertad de creer en Dios y de adorarlo; todo pecado contra la dignidad y el honor del prójimo. Es social todo pecado contra el bien común y contra sus exigencias, en toda la amplia esfera de los derechos y deberes de los ciudadanos. En fin, es social el pecado que «se refiere a las relaciones entre las distintas comunidades humanas. Estas relaciones no están siempre en sintonía con el designio de Dios, que quiere en el mundo justicia, libertad y paz entre los individuos, los grupos y los pueblos».227
119 Las consecuencias del pecado alimentan las estructuras de pecado. Estas tienen su raíz en el pecado personal y, por tanto, están siempre relacionadas con actos concretos de las personas, que las originan, las consolidan y las hacen difíciles de eliminar. Es así como se fortalecen, se difunden, se convierten en fuente de otros pecados y condicionan la conducta de los hombres.228 Se trata de condicionamientos y obstáculos, que duran mucho más que las acciones realizadas en el breve arco de la vida de un individuo y que interfieren también en el proceso del desarrollo de los pueblos, cuyo retraso y lentitud han de ser juzgados también bajo este aspecto.229 Las acciones y las posturas opuestas a la voluntad de Dios y al bien del prójimo y las estructuras que éstas generan, parecen ser hoy sobre todo dos: «el afán de ganancia exclusiva, por una parte; y por otra, la sed de poder, con el propósito de imponer a los demás la propia voluntad. A cada una de estas actitudes podría añadirse, para caracterizarlas aún mejor, la expresión: “a cualquier precio”».230
c) Universalidad del pecado y universalidad de la salvación
120 La doctrina del pecado original, que enseña la universalidad del pecado, tiene una importancia fundamental: «Si decimos: “No tenemos pecado”, nos engañamos y la verdad no está en nosotros» (1 Jn 1,8). Esta doctrina induce al hombre a no permanecer en la culpa y a no tomarla a la ligera, buscando continuamente chivos expiatorios en los demás y justificaciones en el ambiente, la herencia, las instituciones, las estructuras y las relaciones. Se trata de una enseñanza que desenmascara tales engaños.
La doctrina de la universalidad del pecado, sin embargo, no se debe separar de la conciencia de la universalidad de la salvación en Jesucristo. Si se aísla de ésta, genera una falsa angustia por el pecado y una consideración pesimista del mundo y de la vida, que induce a despreciar las realizaciones culturales y civiles del hombre.
121 El realismo cristiano ve los abismos del pecado, pero lo hace a la luz de la esperanza, más grande de todo mal, donada por la acción redentora de Jesucristo, que ha destruido el pecado y la muerte (cf. Rm 5,18-21; 1 Co 15,56-57): «En Él, Dios ha reconciliado al hombre consigo mismo».231 Cristo, imagen de Dios (cf. 2 Co 4,4; Col 1,15), es Aquel que ilumina plenamente y lleva a cumplimiento la imagen y semejanza de Dios en el hombre. La Palabra que se hizo hombre en Jesucristo es desde siempre la vida y la luz del hombre, luz que ilumina a todo hombre (cf. Jn 1,4.9). Dios quiere en el único mediador, Jesucristo su Hijo, la salvación de todos los hombres (cf. 1 Tm 2,4-5). Jesús es al mismo tiempo el Hijo de Dios y el nuevo Adán, es decir, el hombre nuevo (cf. 1 Co 15, 47-49; Rm 5,14): «Cristo, el nuevo Adán, en la misma revelación del misterio del Padre y de su amor, manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la sublimidad de su vocación».232 En Él, Dios nos «predestinó a reproducir la imagen de su Hijo, para que fuera él el primogénito entre muchos hermanos» (Rm 8,29).
122 La realidad nueva que Jesucristo ofrece no se injerta en la naturaleza humana, no se le añade desde fuera; por el contrario, es aquella realidad de comunión con el Dios trinitario hacia la que los hombres están desde siempre orientados en lo profundo de su ser, gracias a su semejanza creatural con Dios; pero se trata también de una realidad que los hombres no pueden alcanzar con sus solas fuerzas. Mediante el Espíritu de Jesucristo, Hijo de Dios encarnado, en el cual esta realidad de comunión ha sido ya realizada de manera singular, los hombres son acogidos como hijos de Dios (cf. Rm 8,14-17; Ga 4,4-7). Por medio de Cristo, participamos de la naturaleza Dios, que nos dona infinitamente más «de lo que podemos pedir o pensar» (Ef 3,20). Lo que los hombres ya han recibido no es sino una prueba o una «prenda» (2 Co 1,22; Ef 1,14) de lo que obtendrán completamente sólo en la presencia de Dios, visto «cara a cara» (1 Co 13,12), es decir, una prenda de la vida eterna: «Esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y a tu enviado, Jesucristo» (Jn 17,3).
123 La universalidad de la esperanza cristiana incluye, además de los hombres y mujeres de todos los pueblos, también el cielo y la tierra: «Destilad, cielos, como rocío de lo alto, derramad, nubes, la victoria. Ábrase la tierra y produzca salvación, y germine juntamente la justicia. Yo, Yahvéh, lo he creado» (Is 45,8). Según el Nuevo Testamento, en efecto, la creación entera, junto con toda la humanidad, está también a la espera del Redentor: sometida a la caducidad, entre los gemidos y dolores del parto, aguarda llena de esperanza ser liberada de la corrupción (cf. Rm 8,18-22).
III. La Persona Humana
y sus múltiples dimensiones
124 Iluminada por el admirable mensaje bíblico, la doctrina social de la Iglesia se detiene, ante todo, en los aspectos principales e inseparables de la persona humana para captar las facetas más importantes de su misterio y de su dignidad. En efecto, no han faltado en el pasado, y aún se asoman dramáticamente a la escena de la historia actual, múltiples concepciones reductivas, de carácter ideológico o simplemente debidas a formas difusas de costumbres y pensamiento, que se refieren al hombre, a su vida y su destino. Estas concepciones tienen en común el hecho de ofuscar la imagen del hombre acentuando sólo alguna de sus características, con perjuicio de todas las demás.233
125 La persona no debe ser considerada únicamente como individualidad absoluta, edificada por sí misma y sobre sí misma, como si sus características propias no dependieran más que de sí misma. Tampoco debe ser considerada como mera célula de un organismo dispuesto a reconocerle, a lo sumo, un papel funcional dentro de un sistema. Las concepciones que tergiversan la plena verdad del hombre han sido objeto, en repetidas ocasiones, de la solicitud social de la Iglesia, que no ha dejado de alzar su voz frente a estas y otras visiones, drásticamente reductivas. En cambio, se ha preocupado por anunciar que los hombres «no se nos muestran desligados entre sí, como granos de arena, sino más bien unidos entre sí en un conjunto orgánicamente ordenado, con relaciones variadas según la diversidad de los tiempos»234 y que el hombre no puede ser comprendido como «un simple elemento y una molécula del organismo social»235, cuidando, a la vez, que la afirmación del primado de la persona, no conllevase una visión individualista o masificada.
126 La fe cristiana, que invita a buscar en todas partes cuanto haya de bueno y digno del hombre (cf. 1 Ts 5,21), «es muy superior a estas ideologías y queda situada a veces en posición totalmente contraria a ellas, en la medida en que reconoce a Dios, trascendente y creador, que interpela, a través de todos los niveles de lo creado, al hombre como libertad responsable».236
La doctrina social se hace cargo de las diferentes dimensiones del misterio del hombre, que exige ser considerado «en la plena verdad de su existencia, de su ser personal y a la vez de su ser comunitario y social»237, con una atención específica, de modo que le pueda consentir la valoración más exacta.
127 El hombre ha sido creado por Dios como unidad de alma y cuerpo:238 «El alma espiritual e inmortal es el principio de unidad del ser humano, es aquello por lo cual éste existe como un todo —“corpore et anima unus”— en cuanto persona. Estas definiciones no indican solamente que el cuerpo, para el cual ha sido prometida la resurrección, participará de la gloria; recuerdan igualmente el vínculo de la razón y de la libre voluntad con todas las facultades corpóreas y sensibles. La persona —incluido el cuerpo— está confiada enteramente a sí misma, y es en la unidad de alma y cuerpo donde ella es el sujeto de sus propios actos morales».239
128 Mediante su corporeidad, el hombre unifica en sí mismo los elementos del mundo material, «el cual alcanza por medio del hombre su más alta cima y alza la voz para la libre alabanza del Creador».240 Esta dimensión le permite al hombre su inserción en el mundo material, lugar de su realización y de su libertad, no como en una prisión o en un exilio. No es lícito despreciar la vida corporal; el hombre, al contrario, «debe tener por bueno y honrar a su propio cuerpo, como criatura de Dios que ha de resucitar en el último día».241 La dimensión corporal, sin embargo, a causa de la herida del pecado, hace experimentar al hombre las rebeliones del cuerpo y las inclinaciones perversas del corazón, sobre las que debe siempre vigilar para no dejarse esclavizar y para no permanecer víctima de una visión puramente terrena de su vida.
Por su espiritualidad el hombre supera a la totalidad de las cosas y penetra en la estructura más profunda de la realidad. Cuando se adentra en su corazón, es decir, cuando reflexiona sobre su propio destino, el hombre se descubre superior al mundo material, por su dignidad única de interlocutor de Dios, bajo cuya mirada decide su vida. Él, en su vida interior, reconoce tener en «sí mismo la espiritualidad y la inmortalidad de su alma» y no se percibe a sí mismo «como partícula de la naturaleza o como elemento anónimo de la ciudad humana».242
129 El hombre, por tanto, tiene dos características diversas: es un ser material, vinculado a este mundo mediante su cuerpo, y un ser espiritual, abierto a la trascendencia y al descubrimiento de «una verdad más profunda», a causa de su inteligencia, que lo hace «participante de la luz de la inteligencia divina».243 La Iglesia afirma: «La unidad del alma y del cuerpo es tan profunda que se debe considerar al alma como la “forma” del cuerpo, es decir, gracias al alma espiritual, la materia que integra el cuerpo es un cuerpo humano y viviente; en el hombre, el espíritu y la materia no son dos naturalezas unidas, sino que su unión constituye una única naturaleza».244 Ni el espiritualismo que desprecia la realidad del cuerpo, ni el materialismo que considera el espíritu una mera manifestación de la materia, dan razón de la complejidad, de la totalidad y de la unidad del ser humano.
B) Apertura a la trascendencia y unicidad de la persona
130 A la persona humana pertenece la apertura a la trascendencia: el hombre está abierto al infinito y a todos los seres creados. Está abierto sobre todo al infinito, es decir a Dios, porque con su inteligencia y su voluntad se eleva por encima de todo lo creado y de sí mismo, se hace independiente de las criaturas, es libre frente a todas las cosas creadas y se dirige hacia la verdad y el bien absolutos. Está abierto también hacia el otro, a los demás hombres y al mundo, porque sólo en cuanto se comprende en referencia a un tú puede decir yo. Sale de sí, de la conservación egoísta de la propia vida, para entrar en una relación de diálogo y de comunión con el otro.
La persona está abierta a la totalidad del ser, al horizonte ilimitado del ser. Tiene en sí la capacidad de trascender los objetos particulares que conoce, gracias a su apertura al ser sin fronteras. El alma humana es en un cierto sentido, por su dimensión cognoscitiva, todas las cosas: «todas las cosas inmateriales gozan de una cierta infinidad, en cuanto abrazan todo, o porque se trata de la esencia de una realidad espiritual que funge de modelo y semejanza de todo, como es en el caso de Dios, o bien porque posee la semejanza de toda cosa o en acto como en los Ángeles o en potencia como en las almas».245
131 El hombre existe como ser único e irrepetible, existe como un «yo», capaz de autocomprenderse, autoposeerse y autodeterminarse. La persona humana es un ser inteligente y consciente, capaz de reflexionar sobre sí mismo y, por tanto, de tener conciencia de sí y de sus propios actos. Sin embargo, no son la inteligencia, la conciencia y la libertad las que definen a la persona, sino que es la persona quien está en la base de los actos de inteligencia, de conciencia y de libertad. Estos actos pueden faltar, sin que por ello el hombre deje de ser persona.
La persona humana debe ser comprendida siempre en su irrepetible e insuprimible singularidad. En efecto, el hombre existe ante todo como subjetividad, como centro de conciencia y de libertad, cuya historia única y distinta de las demás expresa su irreductibilidad ante cualquier intento de circunscribirlo a esquemas de pensamiento o sistemas de poder, ideológicos o no. Esto impone, ante todo, no sólo la exigencia del simple respeto por parte de todos, y especialmente de las instituciones políticas y sociales y de sus responsables, en relación a cada hombre de este mundo, sino que además, y en mayor medida, comporta que el primer compromiso de cada uno hacia el otro, y sobre todo de estas mismas instituciones, se debe situar en la promoción del desarrollo integral de la persona.
c) El respeto de la dignidad humana
132 Una sociedad justa puede ser realizada solamente en el respeto de la dignidad trascendente de la persona humana. Ésta representa el fin último de la sociedad, que está a ella ordenada: «El orden social, pues, y su progresivo desarrollo deben en todo momento subordinarse al bien de la persona, ya que el orden real debe someterse al orden personal, y no al contrario».246 El respeto de la dignidad humana no puede absolutamente prescindir de la obediencia al principio de «considerar al prójimo como otro yo, cuidando en primer lugar de su vida y de los medios necesarios para vivirla dignamente».247 Es preciso que todos los programas sociales, científicos y culturales, estén presididos por la conciencia del primado de cada ser humano.248
133 En ningún caso la persona humana puede ser instrumentalizada para fines ajenos a su mismo desarrollo, que puede realizar plena y definitivamente sólo en Dios y en su proyecto salvífico: el hombre, en efecto, en su interioridad, trasciende el universo y es la única criatura que Dios ha amado por sí misma.249 Por esta razón, ni su vida, ni el desarrollo de su pensamiento, ni sus bienes, ni cuantos comparten sus vicisitudes personales y familiares pueden ser sometidos a injustas restricciones en el ejercicio de sus derechos y de su libertad.
La persona no puede estar finalizada a proyectos de carácter económico, social o político, impuestos por autoridad alguna, ni siquiera en nombre del presunto progreso de la comunidad civil en su conjunto o de otras personas, en el presente o en el futuro. Es necesario, por tanto, que las autoridades públicas vigilen con atención para que una restricción de la libertad o cualquier otra carga impuesta a la actuación de las personas no lesione jamás la dignidad personal y garantice el efectivo ejercicio de los derechos humanos. Todo esto, una vez más, se funda sobre la visión del hombre como persona, es decir, como sujeto activo y responsable del propio proceso de crecimiento, junto con la comunidad de la que forma parte.
134 Los auténticos cambios sociales son efectivos y duraderos solo si están fundados sobre un cambio decidido de la conducta personal. No será posible jamás una auténtica moralización de la vida social si no es a partir de las personas y en referencia a ellas: en efecto, «el ejercicio de la vida moral proclama la dignidad de la persona humana».250 A las personas compete, evidentemente, el desarrollo de las actitudes morales, fundamentales en toda convivencia verdaderamente humana (justicia, honradez, veracidad, etc.), que de ninguna manera se puede esperar de otros o delegar en las instituciones. A todos, particularmente a quienes de diversas maneras están investidos de responsabilidad política, jurídica o profesional frente a los demás, corresponde ser conciencia vigilante de la sociedad y primeros testigos de una convivencia civil y digna del hombre.
a) Valor y límites de la libertad
135 El hombre puede dirigirse hacia el bien sólo en la libertad, que Dios le ha dado como signo eminente de su imagen:251 «Dios ha querido dejar al hombre en manos de su propia decisión (cf. Si 15,14), para que así busque espontáneamente a su Creador y, adhiriéndose libremente a éste, alcance la plena y bienaventurada perfección. La dignidad humana requiere, por tanto, que el hombre actúe según su conciencia y libre elección, es decir, movido e inducido por convicción interna personal y no bajo la presión de un ciego impulso interior o de la mera coacción externa».252
El hombre justamente aprecia la libertad y la busca con pasión: justamente quiere —y debe—, formar y guiar por su libre iniciativa su vida personal y social, asumiendo personalmente su responsabilidad.253 La libertad, en efecto, no sólo permite al hombre cambiar convenientemente el estado de las cosas exterior a él, sino que determina su crecimiento como persona, mediante opciones conformes al bien verdadero:254 de este modo, el hombre se genera a sí mismo, es padre de su propio ser255 y construye el orden social.256
136 La libertad no se opone a la dependencia creatural del hombre respecto a Dios.257La Revelación enseña que el poder de determinar el bien y el mal no pertenece al hombre, sino sólo a Dios (cf. Gn 2,16-17). «El hombre es ciertamente libre, desde el momento en que puede comprender y acoger los mandamientos de Dios. Y posee una libertad muy amplia, porque puede comer “de cualquier árbol del jardín”. Pero esta libertad no es ilimitada: el hombre debe detenerse ante el “árbol de la ciencia del bien y del mal”, por estar llamado a aceptar la ley moral que Dios le da. En realidad, la libertad del hombre encuentra su verdadera y plena realización en esta aceptación».258
137 El recto ejercicio de la libertad personal exige unas determinadas condiciones de orden económico, social, jurídico, político y cultural que son, «con demasiada frecuencia, desconocidas y violadas. Estas situaciones de ceguera y de injusticia gravan la vida moral y colocan tanto a los fuertes como a los débiles en la tentación de pecar contra la caridad. Al apartarse de la ley moral, el hombre atenta contra su propia libertad, se encadena a sí mismo, rompe la fraternidad con sus semejantes y se rebela contra la verdad divina».259La liberación de las injusticias promueve la libertad y la dignidad humana: no obstante, «ante todo, hay que apelar a las capacidades espirituales y morales de la persona y a la exigencia permanente de la conversión interior si se quieren obtener cambios económicos y sociales que estén verdaderamente al servicio del hombre».260
b) El vínculo de la libertad con la verdad y la ley natural
138 En el ejercicio de la libertad, el hombre realiza actos moralmente buenos, que edifican su persona y la sociedad, cuando obedece a la verdad, es decir, cuando no pretende ser creador y dueño absoluto de ésta y de las normas éticas.261 La libertad, en efecto, «no tiene su origen absoluto e incondicionado en sí misma, sino en la existencia en la que se encuentra y para la cual representa, al mismo tiempo, un límite y una posibilidad. Es la libertad de una criatura, o sea, una libertad donada, que se ha de acoger como un germen y hacer madurar con responsabilidad».262 En caso contrario, muere como libertad y destruye al hombre y a la sociedad.263
139 La verdad sobre el bien y el mal se reconoce en modo práctico y concreto en el juicio de la conciencia, que lleva a asumir la responsabilidad del bien cumplido o del mal cometido. «Así, en el juicio práctico de la conciencia, que impone a la persona la obligación de realizar un determinado acto, se manifiesta el vínculo de la libertad con la verdad. Precisamente por esto la conciencia se expresa con actos de “juicio”, que reflejan la verdad sobre el bien, y no como “decisiones” arbitrarias. La madurez y responsabilidad de estos juicios —y, en definitiva, del hombre, que es su sujeto— se demuestran no con la liberación de la conciencia de la verdad objetiva, en favor de una presunta autonomía de las propias decisiones, sino, al contrario, con una apremiante búsqueda de la verdad y con dejarse guiar por ella en el obrar».264
140 El ejercicio de la libertad implica la referencia a una ley moral natural, de carácter universal, que precede y aúna todos los derechos y deberes.265 La ley natural «no es otra cosa que la luz de la inteligencia infundida en nosotros por Dios. Gracias a ella conocemos lo que se debe hacer y lo que se debe evitar. Esta luz o esta ley Dios la ha donado a la creación»266 y consiste en la participación en su ley eterna, la cual se identifica con Dios mismo.267 Esta ley se llama natural porque la razón que la promulga es propia de la naturaleza humana. Es universal, se extiende a todos los hombres en cuanto establecida por la razón. En sus preceptos principales, la ley divina y natural está expuesta en el Decálogo e indica las normas primeras y esenciales que regulan la vida moral.268 Se sustenta en la tendencia y la sumisión a Dios, fuente y juez de todo bien, y en el sentido de igualdad de los seres humanos entre sí. La ley natural expresa la dignidad de la persona y pone la base de sus derechos y de sus deberes fundamentales.269
141 En la diversidad de las culturas, la ley natural une a los hombres entre sí, imponiendo principios comunes. Aunque su aplicación requiera adaptaciones a la multiplicidad de las condiciones de vida, según los lugares, las épocas y las circunstancias270, la ley natural es inmutable, «subsiste bajo el flujo de ideas y costumbres y sostiene su progreso... Incluso cuando se llega a renegar de sus principios, no se la puede destruir ni arrancar del corazón del hombre. Resurge siempre en la vida de individuos y sociedades».271
Sus preceptos, sin embargo, no son percibidos por todos con claridad e inmediatez. Las verdades religiosas y morales pueden ser conocidas «de todos y sin dificultad, con una firme certeza y sin mezcla de error»272, sólo con la ayuda de la Gracia y de la Revelación. La ley natural ofrece un fundamento preparado por Dios a la ley revelada y a la Gracia, en plena armonía con la obra del Espíritu.273
142 La ley natural, que es ley de Dios, no puede ser cancelada por la maldad humana.274 Esta Ley es el fundamento moral indispensable para edificar la comunidad de los hombres y para elaborar la ley civil, que infiere las consecuencias de carácter concreto y contingente a partir de los principios de la ley natural.275 Si se oscurece la percepción de la universalidad de la ley moral natural, no se puede edificar una comunión real y duradera con el otro, porque cuando falta la convergencia hacia la verdad y el bien, «cuando nuestros actos desconocen o ignoran la ley, de manera imputable o no, perjudican la comunión de las personas, causando daño».276 En efecto, sólo una libertad que radica en la naturaleza común puede hacer a todos los hombres responsables y es capaz de justificar la moral pública. Quien se autoproclama medida única de las cosas y de la verdad no puede convivir pacíficamente ni colaborar con sus semejantes.277
143 La libertad está misteriosamente inclinada a traicionar la apertura a la verdad y al bien humano y con demasiada frecuencia prefiere el mal y la cerrazón egoísta, elevándose a divinidad creadora del bien y del mal: «Creado por Dios en la justicia, el hombre, sin embargo, por instigación del demonio, en el propio exordio de la historia, abusó de su libertad, levantándose contra Dios y pretendiendo alcanzar su propio fin al margen de Dios (...). Al negarse con frecuencia a reconocer a Dios como su principio, rompe el hombre la debida subordinación a su fin último, y también toda su ordenación tanto por lo que toca a su propia persona como a las relaciones con los demás y con el resto de la creación».278La libertad del hombre, por tanto, necesita ser liberada. Cristo, con la fuerza de su misterio pascual, libera al hombre del amor desordenado de sí mismo279, que es fuente del desprecio al prójimo y de las relaciones caracterizadas por el dominio sobre el otro; Él revela que la libertad se realiza en el don de sí mismo.280 Con su sacrificio en la cruz, Jesús reintegra el hombre a la comunión con Dios y con sus semejantes.
D) La igual dignidad de todas las personas
144 «Dios no hace acepción de personas» (Hch 10,34; cf. Rm 2,11; Ga 2,6; Ef 6,9), porque todos los hombres tienen la misma dignidad de criaturas a su imagen y semejanza.281 La Encarnación del Hijo de Dios manifiesta la igualdad de todas las personas en cuanto a dignidad: «Ya no hay judío ni griego; ni esclavo ni libre; ni hombre ni mujer, ya que todos vosotros sois uno en Cristo Jesús» (Ga 3,28; cf. Rm 10,12; 1 Co 12,13; Col 3,11).
Puesto que en el rostro de cada hombre resplandece algo de la gloria de Dios, la dignidad de todo hombre ante Dios es el fundamento de la dignidad del hombre ante los demás hombres.282 Esto es, además, el fundamento último de la radical igualdad y fraternidad entre los hombres, independientemente de su raza, Nación, sexo, origen, cultura y clase.
145 Sólo el reconocimiento de la dignidad humana hace posible el crecimiento común y personal de todos (cf. St 2,19). Para favorecer un crecimiento semejante es necesario, en particular, apoyar a los últimos, asegurar efectivamente condiciones de igualdad de oportunidades entre el hombre y la mujer, garantizar una igualdad objetiva entre las diversas clases sociales ante la ley.283
También en las relaciones entre pueblos y Estados, las condiciones de equidad y paridad son el presupuesto para un progreso auténtico de la comunidad internacional.284 No obstante los avances en esta dirección, es necesario no olvidar que aún existen demasiadas desigualdades y formas de dependencia.285
A la igualdad en el reconocimiento de la dignidad de cada hombre y de cada pueblo, debe corresponder la conciencia de que la dignidad humana sólo podrá ser custodiada y promovida de forma comunitaria, por parte de toda la humanidad. Sólo con la acción concorde de los hombres y de los pueblos sinceramente interesados en el bien de todos los demás, se puede alcanzar una auténtica fraternidad universal286; por el contrario, la permanencia de condiciones de gravísima disparidad y desigualdad empobrece a todos.
146 «Masculino» y «femenino» diferencian a dos individuos de igual dignidad, que, sin embargo, no poseen una igualdad estática, porque lo específico femenino es diverso de lo específico masculino. Esta diversidad en la igualdad es enriquecedora e indispensable para una armoniosa convivencia humana: «La condición para asegurar la justa presencia de la mujer en la Iglesia y en la sociedad es una más penetrante y cuidadosa consideración de los fundamentos antropológicos de la condición masculina y femenina, destinada a precisar la identidad personal propia de la mujer en su relación de diversidad y de recíproca complementariedad con el hombre, no sólo por lo que se refiere a los papeles a asumir y las funciones a desempeñar, sino también y más profundamente, por lo que se refiere a su significado personal».287
147 La mujer es el complemento del hombre, como el hombre lo es de la mujer: mujer y hombre se completan mutuamente, no sólo desde el punto de vista físico y psíquico, sino también ontológico. Sólo gracias a la dualidad de lo «masculino» y lo «femenino» se realiza plenamente lo «humano». Es la «unidad de los dos»288, es decir, una «unidualidad» relacional, que permite a cada uno experimentar la relación interpersonal y recíproca como un don que es, al mismo tiempo, una misión: «A esta “unidad de los dos” Dios les confía no sólo la opera de la procreación y la vida de la familia, sino la construcción misma de la historia».289 «La mujer es “ayuda” para el hombre, como el hombre es “ayuda” para la mujer»: 290 en su encuentro se realiza una concepción unitaria de la persona humana, basada no en la lógica del egocentrismo y de la autoafirmación, sino en la del amor y la solidaridad.
148 Las personas minusválidas son sujetos plenamente humanos, titulares de derechos y deberes: «A pesar de las limitaciones y los sufrimientos grabados en sus cuerpos y en sus facultades, ponen más de relieve la dignidad y grandeza del hombre».291 Puesto que la persona minusválida es un sujeto con todos sus derechos, ha de ser ayudada a participar en la vida familiar y social en todas las dimensiones y en todos los niveles accesibles a sus posibilidades.
Es necesario promover con medidas eficaces y apropiadas los derechos de la persona minusválida. «Sería radicalmente indigno del hombre y negación de la común humanidad admitir en la vida de la sociedad, y, por consiguiente, en el trabajo, únicamente a los miembros plenamente funcionales, porque obrando así se caería en una grave forma de discriminación: la de los fuertes y sanos contra los débiles y enfermos».292 Se debe prestar gran atención no sólo a las condiciones de trabajo físicas y psicológicas, a la justa remuneración, a la posibilidad de promoción y a la eliminación de los diversos obstáculos, sino también a las dimensiones afectivas y sexuales de la persona minusválida: «También ella necesita amar y ser amada; necesita ternura, cercanía, intimidad»293, según sus propias posibilidades y en el respeto del orden moral que es el mismo, tanto para los sanos, como para aquellos que tienen alguna discapacidad.
149 La persona es constitutivamente un ser social294, porque así la ha querido Dios que la ha creado.295 La naturaleza del hombre se manifiesta, en efecto, como naturaleza de un ser que responde a sus propias necesidades sobre la base de una subjetividad relacional, es decir, como un ser libre y responsable, que reconoce la necesidad de integrarse y de colaborar con sus semejantes y que es capaz de comunión con ellos en el orden del conocimiento y del amor: «Una sociedad es un conjunto de personas ligadas de manera orgánica por un principio de unidad que supera a cada una de ellas. Asamblea a la vez visible y espiritual, una sociedad perdura en el tiempo: recoge el pasado y prepara el porvenir».296
Es necesario, por tanto, destacar que la vida comunitaria es una característica natural que distingue al hombre del resto de las criaturas terrenas. La actuación social comporta de suyo un signo particular del hombre y de la humanidad, el de una persona que obra en una comunidad de personas: este signo determina su calificación interior y constituye, en cierto sentido, su misma naturaleza.297 Esta característica relacional adquiere, a la luz de la fe, un sentido más profundo y estable. Creada a imagen y semejanza de Dios (cf. Gn 1,26), y constituida en el universo visible para vivir en sociedad (cf. Gn 2,20.23) y dominar la tierra (cf. Gn 1,26.28-30), la persona humana está llamada desde el comienzo a la vida social: «Dios no ha creado al hombre como un “ser solitario”, sino que lo ha querido como “ser social”. La vida social no es, por tanto, exterior al hombre, el cual no puede crecer y realizar su vocación si no es en relación con los otros».298
150 La sociabilidad humana no comporta automáticamente la comunión de las personas, el don de sí. A causa de la soberbia y del egoísmo, el hombre descubre en sí mismo gérmenes de insociabilidad, de cerrazón individualista y de vejación del otro.299 Toda sociedad digna de este nombre, puede considerarse en la verdad cuando cada uno de sus miembros, gracias a la propia capacidad de conocer el bien, lo busca para sí y para los demás. Es por amor al bien propio y al de los demás que el hombre se une en grupos estables, que tienen como fin la consecución de un bien común. También las diversas sociedades deben entrar en relaciones de solidaridad, de comunicación y de colaboración, al servicio del hombre y del bien común.300
151 La sociabilidad humana no es uniforme, sino que reviste múltiples expresiones. El bien común depende, en efecto, de un sano pluralismo social. Las diversas sociedades están llamadas a constituir un tejido unitario y armónico, en cuyo seno sea posible a cada una conservar y desarrollar su propia fisonomía y autonomía. Algunas sociedades, como la familia, la comunidad civil y la comunidad religiosa, corresponden más inmediatamente a la íntima naturaleza del hombre, otras proceden más bien de la libre voluntad: «Con el fin de favorecer la participación del mayor número de personas en la vida social, es preciso impulsar, alentar la creación de asociaciones e instituciones de libre iniciativa “para fines económicos, sociales, culturales, recreativos, deportivos, profesionales y políticos, tanto dentro de cada una de las Naciones como en el plano mundial”. Esta “socialización” expresa igualmente la tendencia natural que impulsa a los seres humanos a asociarse con el fin de alcanzar objetivos que exceden las capacidades individuales. Desarrolla las cualidades de la persona, en particular, su sentido de iniciativa y de responsabilidad. Ayuda a garantizar sus derechos».301
IV. Los derechos humanos
a) El valor de los derechos humanos
152 El movimiento hacia la identificación y la proclamación de los derechos del hombre es uno de los esfuerzos más relevantes para responder eficazmente a las exigencias imprescindibles de la dignidad humana.302 La Iglesia ve en estos derechos la extraordinaria ocasión que nuestro tiempo ofrece para que, mediante su consolidación, la dignidad humana sea reconocida más eficazmente y promovida universalmente como característica impresa por Dios Creador en su criatura.303 El Magisterio de la Iglesia no ha dejado de evaluar positivamente la Declaración Universal de los Derechos del Hombre, proclamada por las Naciones Unidas el 10 de diciembre de 1948, que Juan Pablo II ha definido «una piedra miliar en el camino del progreso moral de la humanidad».304
153 La raíz de los derechos del hombre se debe buscar en la dignidad que pertenece a todo ser humano.305 Esta dignidad, connatural a la vida humana e igual en toda persona, se descubre y se comprende, ante todo, con la razón. El fundamento natural de los derechos aparece aún más sólido si, a la luz de la fe, se considera que la dignidad humana, después de haber sido otorgada por Dios y herida profundamente por el pecado, fue asumida y redimida por Jesucristo mediante su encarnación, muerte y resurrección.306
La fuente última de los derechos humanos no se encuentra en la mera voluntad de los seres humanos307, en la realidad del Estado o en los poderes públicos, sino en el hombre mismo y en Dios su Creador. Estos derechos son «universales e inviolables y no pueden renunciarse por ningún concepto».308Universales, porque están presentes en todos los seres humanos, sin excepción alguna de tiempo, de lugar o de sujeto. Inviolables, en cuanto «inherentes a la persona humana y a su dignidad»309 y porque «sería vano proclamar los derechos, si al mismo tiempo no se realizase todo esfuerzo para que sea debidamente asegurado su respeto por parte de todos, en todas partes y con referencia a quien sea».310Inalienables, porque «nadie puede privar legítimamente de estos derechos a uno sólo de sus semejantes, sea quien sea, porque sería ir contra su propia naturaleza».311
154 Los derechos del hombre exigen ser tutelados no sólo singularmente, sino en su conjunto: una protección parcial de ellos equivaldría a una especie de falta de reconocimiento. Estos derechos corresponden a las exigencias de la dignidad humana y comportan, en primer lugar, la satisfacción de las necesidades esenciales —materiales y espirituales— de la persona: «Tales derechos se refieren a todas las fases de la vida y en cualquier contexto político, social, económico o cultural. Son un conjunto unitario, orientado decididamente a la promoción de cada uno de los aspectos del bien de la persona y de la sociedad... La promoción integral de todas las categorías de los derechos humanos es la verdadera garantía del pleno respeto por cada uno de los derechos».312 Universalidad e indivisibilidad son las líneas distintivas de los derechos humanos: «Son dos principios guía que exigen siempre la necesidad de arraigar los derechos humanos en las diversas culturas, así como de profundizar en su dimensión jurídica con el fin de asegurar su pleno respeto».313
b) La especificación de los derechos
155 Las enseñanzas de Juan XXIII314, del Concilio Vaticano II315, de Pablo VI316 han ofrecido amplias indicaciones acerca de la concepción de los derechos humanos delineada por el Magisterio. Juan Pablo II ha trazado una lista de ellos en la encíclica «Centesimus annus»: «El derecho a la vida, del que forma parte integrante el derecho del hijo a crecer bajo el corazón de la madre después de haber sido concebido; el derecho a vivir en una familia unida y en un ambiente moral, favorable al desarrollo de la propia personalidad; el derecho a madurar la propia inteligencia y la propia libertad a través de la búsqueda y el conocimiento de la verdad; el derecho a participar en el trabajo para valorar los bienes de la tierra y recabar del mismo el sustento propio y de los seres queridos; el derecho a fundar libremente una familia, a acoger y educar a los hijos, haciendo uso responsable de la propia sexualidad. Fuente y síntesis de estos derechos es, en cierto sentido, la libertad religiosa, entendida como derecho a vivir en la verdad de la propia fe y en conformidad con la dignidad trascendente de la propia persona».317
El primer derecho enunciado en este elenco es el derecho a la vida, desde su concepción hasta su conclusión natural318, que condiciona el ejercicio de cualquier otro derecho y comporta, en particular, la ilicitud de toda forma de aborto provocado y de eutanasia.319 Se subraya el valor eminente del derecho a la libertad religiosa: «Todos los hombres deben estar inmunes de coacción, tanto por parte de personas particulares como de grupos sociales y de cualquier potestad humana, y ello de tal manera, que en materia religiosa ni se obligue a nadie a obrar contra su conciencia ni se le impida que actúe conforme a ella en privado y en público, solo o asociado con otros, dentro de los límites debidos».320 El respeto de este derecho es un signo emblemático «del auténtico progreso del hombre en todo régimen, en toda sociedad, sistema o ambiente».321
156 Inseparablemente unido al tema de los derechos se encuentra el relativo a los deberes del hombre, que halla en las intervenciones del Magisterio una acentuación adecuada. Frecuentemente se recuerda la recíproca complementariedad entre derechos y deberes, indisolublemente unidos, en primer lugar en la persona humana que es su sujeto titular.322 Este vínculo presenta también una dimensión social: «En la sociedad humana, a un determinado derecho natural de cada hombre corresponde en los demás el deber de reconocerlo y respetarlo».323El Magisterio subraya la contradicción existente en una afirmación de los derechos que no prevea una correlativa responsabilidad: «Por tanto, quienes, al reivindicar sus derechos, olvidan por completo sus deberes o no les dan la importancia debida, se asemejan a los que derriban con una mano lo que con la otra construyen».324
d) Derechos de los pueblos y de las Naciones
157 El campo de los derechos del hombre se ha extendido a los derechos de los pueblos y de las Naciones325, pues «lo que es verdad para el hombre lo es también para los pueblos».326 El Magisterio recuerda que el derecho internacional «se basa sobre el principio del igual respeto, por parte de los Estados, del derecho a la autodeterminación de cada pueblo y de su libre cooperación en vista del bien común superior de la humanidad».327 La paz se funda no sólo en el respeto de los derechos del hombre, sino también en el de los derechos de los pueblos, particularmente el derecho a la independencia.328
Los derechos de las Naciones no son sino «los “derechos humanos” considerados a este específico nivel de la vida comunitaria».329 La Nación tiene «un derecho fundamental a la existencia»; a la «propia lengua y cultura, mediante las cuales un pueblo expresa y promueve su “soberanía” espiritual»; a «modelar su vida según las propias tradiciones, excluyendo, naturalmente, toda violación de los derechos humanos fundamentales y, en particular, la opresión de las minorías»; a «construir el propio futuro proporcionando a las generaciones más jóvenes una educación adecuada».330 El orden internacional exige un equilibrio entre particularidad y universalidad, a cuya realización están llamadas todas las Naciones, para las cuales el primer deber sigue siendo el de vivir en paz, respeto y solidaridad con las demás Naciones.
e) Colmar la distancia entre la letra y el espíritu
158 La solemne proclamación de los derechos del hombre se ve contradicha por una dolorosa realidad de violaciones, guerras y violencias de todo tipo: en primer lugar los genocidios y las deportaciones en masa; la difusión por doquier de nuevas formas de esclavitud, como el tráfico de seres humanos, los niños soldados, la explotación de los trabajadores, el tráfico de drogas, la prostitución: «También en los países donde están vigentes formas de gobierno democrático no siempre son respetados totalmente estos derechos».331
Existe desgraciadamente una distancia entre la «letra» y el «espíritu» de los derechos del hombre332 a los que se ha tributado frecuentemente un respeto puramente formal. La doctrina social, considerando el privilegio que el Evangelio concede a los pobres, no cesa de confirmar que «los más favorecidos deben renunciar a algunos de sus derechos para poner con mayor liberalidad sus bienes al servicio de los demás» y que una afirmación excesiva de igualdad «puede dar lugar a un individualismo donde cada uno reivindique sus derechos sin querer hacerse responsable del bien común».333
159 La Iglesia, consciente de que su misión, esencialmente religiosa, incluye la defensa y la promoción de los derechos fundamentales del hombre334, «estima en mucho el dinamismo de la época actual, que está promoviendo por todas partes tales derechos».335 La Iglesia advierte profundamente la exigencia de respetar en su interno mismo la justicia336 y los derechos del hombre.337
El compromiso pastoral se desarrolla en una doble dirección: de anuncio del fundamento cristiano de los derechos del hombre y de denuncia de las violaciones de estos derechos.338 En todo caso, «el anuncio es siempre más importante que la denuncia, y esta no puede prescindir de aquél, que le brinda su verdadera consistencia y la fuerza de su motivación más alta».339 Para ser más eficaz, este esfuerzo debe abrirse a la colaboración ecuménica, al diálogo con las demás religiones, a los contactos oportunos con los organismos, gubernativos y no gubernativos, a nivel nacional e internacional. La Iglesia confía sobre todo en la ayuda del Señor y de su Espíritu que, derramado en los corazones, es la garantía más segura para el respeto de la justicia y de los derechos humanos y, por tanto, para contribuir a la paz: «promover la justicia y la paz, hacer penetrar la luz y el fermento evangélico en todos los campos de la vida social; a ello se ha dedicado constantemente la Iglesia siguiendo el mandato de su Señor».340
Los principios de la doctrina social
de la Iglesia
160 Los principios permanentes de la doctrina social de la Iglesia341 constituyen los verdaderos y propios puntos de apoyo de la enseñanza social católica: se trata del principio de la dignidad de la persona humana —ya tratado en el capítulo precedente— en el que cualquier otro principio y contenido de la doctrina social encuentra fundamento342, del bien común, de la subsidiaridad y de la solidaridad. Estos principios, expresión de la verdad íntegra sobre el hombre conocida a través de la razón y de la fe, brotan «del encuentro del mensaje evangélico y de sus exigencias —comprendidas en el Mandamiento supremo del amor a Dios y al prójimo y en la Justicia— con los problemas que surgen en la vida de la sociedad».343 La Iglesia, en el curso de la historia y a la luz del Espíritu, reflexionando sabiamente sobre la propia tradición de fe, ha podido dar a tales principios una fundación y configuración cada vez más exactas, clarificándolos progresivamente, en el esfuerzo de responder con coherencia a las exigencias de los tiempos y a los continuos desarrollos de la vida social.
161 Estos principios tienen un carácter general y fundamental, ya que se refieren a la realidad social en su conjunto: desde las relaciones interpersonales caracterizadas por la proximidad y la inmediatez, hasta aquellas mediadas por la política, por la economía y por el derecho; desde las relaciones entre comunidades o grupos hasta las relaciones entre los pueblos y las Naciones. Por su permanencia en el tiempo y universalidad de significado, la Iglesia los señala como el primer y fundamental parámetro de referencia para la interpretación y la valoración de los fenómenos sociales, necesario porque de ellos se pueden deducir los criterios de discernimiento y de guía para la acción social, en todos los ámbitos.
162 Los principios de la doctrina social deben ser apreciados en su unidad, conexión y articulación. Esta exigencia radica en el significado, que la Iglesia misma da a la propia doctrina social, de «corpus» doctrinal unitario que interpreta las realidades sociales de modo orgánico.344 La atención a cada uno de los principios en su especificidad no debe conducir a su utilización parcial y errónea, como ocurriría si se invocase como un elemento desarticulado y desconectado con respecto de todos los demás. La misma profundización teórica y aplicación práctica de uno solo de los principios sociales, muestran con claridad su mutua conexión, reciprocidad y complementariedad. Estos fundamentos de la doctrina de la Iglesia representan un patrimonio permanente de reflexión, que es parte esencial del mensaje cristiano; pero van mucho más allá, ya que indican a todos las vías posibles para edificar una vida social buena, auténticamente renovada.345
163 Los principios de la doctrina social, en su conjunto, constituyen la primera articulación de la verdad de la sociedad, que interpela toda conciencia y la invita a interactuar libremente con las demás, en plena corresponsabilidad con todos y respecto de todos. En efecto, el hombre no puede evadir la cuestión de la verdad y del sentido de la vida social, ya que la sociedad no es una realidad extraña a su misma existencia.
Estos principios tienen un significado profundamente moral porque remiten a los fundamentos últimos y ordenadores de la vida social. Para su plena comprensión, es necesario actuar en la dirección que señalan, por la vía que indican para el desarrollo de una vida digna del hombre. La exigencia moral ínsita en los grandes principios sociales concierne tanto el actuar personal de los individuos, como primeros e insustituibles sujetos responsables de la vida social a cualquier nivel, cuanto de igual modo las instituciones, representadas por leyes, normas de costumbre y estructuras civiles, a causa de su capacidad de influir y condicionar las opciones de muchos y por mucho tiempo. Los principios recuerdan, en efecto, que la sociedad históricamente existente surge del entrelazarse de las libertades de todas las personas que en ella interactúan, contribuyendo, mediante sus opciones, a edificarla o a empobrecerla.
II. El principio del bien común
a) Significado y aplicaciones principales
164 De la dignidad, unidad e igualdad de todas las personas deriva, en primer lugar, el principio del bien común, al que debe referirse todo aspecto de la vida social para encontrar plenitud de sentido. Según una primera y vasta acepción, por bien común se entiende «el conjunto de condiciones de la vida social que hacen posible a las asociaciones y a cada uno de sus miembros el logro más pleno y más fácil de la propia perfección».346
El bien común no consiste en la simple suma de los bienes particulares de cada sujeto del cuerpo social. Siendo de todos y de cada uno es y permanece común, porque es indivisible y porque sólo juntos es posible alcanzarlo, acrecentarlo y custodiarlo, también en vistas al futuro. Como el actuar moral del individuo se realiza en el cumplimiento del bien, así el actuar social alcanza su plenitud en la realización del bien común. El bien común se puede considerar como la dimensión social y comunitaria del bien moral.
165 Una sociedad que, en todos sus niveles, quiere positivamente estar al servicio del ser humano es aquella que se propone como meta prioritaria el bien común, en cuanto bien de todos los hombres y de todo el hombre.347La persona no puede encontrar realización sólo en sí misma, es decir, prescindir de su ser «con» y «para» los demás. Esta verdad le impone no una simple convivencia en los diversos niveles de la vida social y relacional, sino también la búsqueda incesante, de manera práctica y no sólo ideal, del bien, es decir, del sentido y de la verdad que se encuentran en las formas de vida social existentes. Ninguna forma expresiva de la sociabilidad —desde la familia, pasando por el grupo social intermedio, la asociación, la empresa de carácter económico, la ciudad, la región, el Estado, hasta la misma comunidad de los pueblos y de las Naciones— puede eludir la cuestión acerca del propio bien común, que es constitutivo de su significado y auténtica razón de ser de su misma subsistencia.348
b) La responsabilidad de todos por el bien común
166 Las exigencias del bien común derivan de las condiciones sociales de cada época y están estrechamente vinculadas al respeto y a la promoción integral de la persona y de sus derechos fundamentales.349 Tales exigencias atañen, ante todo, al compromiso por la paz, a la correcta organización de los poderes del Estado, a un sólido ordenamiento jurídico, a la salvaguardia del ambiente, a la prestación de los servicios esenciales para las personas, algunos de los cuales son, al mismo tiempo, derechos del hombre: alimentación, habitación, trabajo, educación y acceso a la cultura, transporte, salud, libre circulación de las informaciones y tutela de la libertad religiosa.350 Sin olvidar la contribución que cada Nación tiene el deber de dar para establecer una verdadera cooperación internacional, en vistas del bien común de la humanidad entera, teniendo en mente también las futuras generaciones.351
167 El bien común es un deber de todos los miembros de la sociedad: ninguno está exento de colaborar, según las propias capacidades, en su consecución y desarrollo.352 El bien común exige ser servido plenamente, no según visiones reductivas subordinadas a las ventajas que cada uno puede obtener, sino en base a una lógica que asume en toda su amplitud la correlativa responsabilidad. El bien común corresponde a las inclinaciones más elevadas del hombre353, pero es un bien arduo de alcanzar, porque exige la capacidad y la búsqueda constante del bien de los demás como si fuese el bien propio.
Todos tienen también derecho a gozar de las condiciones de vida social que resultan de la búsqueda del bien común. Sigue siendo actual la enseñanza de Pío XI: es «necesario que la partición de los bienes creados se revoque y se ajuste a las normas del bien común o de la justicia social, pues cualquier persona sensata ve cuan gravísimo trastorno acarrea consigo esta enorme diferencia actual entre unos pocos cargados de fabulosas riquezas y la incontable multitud de los necesitados».354
c) Las tareas de la comunidad política
168 La responsabilidad de edificar el bien común compete, además de las personas particulares, también al Estado, porque el bien común es la razón de ser de la autoridad política.355 El Estado, en efecto, debe garantizar cohesión, unidad y organización a la sociedad civil de la que es expresión356, de modo que se pueda lograr el bien común con la contribución de todos los ciudadanos. La persona concreta, la familia, los cuerpos intermedios no están en condiciones de alcanzar por sí mismos su pleno desarrollo; de ahí deriva la necesidad de las instituciones políticas, cuya finalidad es hacer accesibles a las personas los bienes necesarios —materiales, culturales, morales, espirituales— para gozar de una vida auténticamente humana. El fin de la vida social es el bien común históricamente realizable.357
169 Para asegurar el bien común, el gobierno de cada país tiene el deber específico de armonizar con justicia los diversos intereses sectoriales.358 La correcta conciliación de los bienes particulares de grupos y de individuos es una de las funciones más delicadas del poder público. En un Estado democrático, en el que las decisiones se toman ordinariamente por mayoría entre los representantes de la voluntad popular, aquellos a quienes compete la responsabilidad de gobierno están obligados a fomentar el bien común del país, no sólo según las orientaciones de la mayoría, sino en la perspectiva del bien efectivo de todos los miembros de la comunidad civil, incluidas las minorías.
170 El bien común de la sociedad no es un fin autárquico; tiene valor sólo en relación al logro de los fines últimos de la persona y al bien común de toda la creación. Dios es el fin último de sus criaturas y por ningún motivo puede privarse al bien común de su dimensión trascendente, que excede y, al mismo tiempo, da cumplimiento a la dimensión histórica.359 Esta perspectiva alcanza su plenitud a la luz de la fe en la Pascua de Jesús, que ilumina en plenitud la realización del verdadero bien común de la humanidad. Nuestra historia —el esfuerzo personal y colectivo para elevar la condición humana— comienza y culmina en Jesús: gracias a Él, por medio de Él y en vista de Él, toda realidad, incluida la sociedad humana, puede ser conducida a su Bien supremo, a su cumplimiento. Una visión puramente histórica y materialista terminaría por transformar el bien común en un simple bienestar socioeconómico, carente de finalidad trascendente, es decir, de su más profunda razón de ser.
III. El destino universal de los bienes
171 Entre las múltiples implicaciones del bien común, adquiere inmediato relieve el principio del destino universal de los bienes: «Dios ha destinado la tierra y cuanto ella contiene para uso de todos los hombres y pueblos. En consecuencia, los bienes creados deben llegar a todos en forma equitativa bajo la égida de la justicia y con la compañía de la caridad».360 Este principio se basa en el hecho que «el origen primigenio de todo lo que es un bien es el acto mismo de Dios que ha creado al mundo y al hombre, y que ha dado a éste la tierra para que la domine con su trabajo y goce de sus frutos (cf. Gn 1,28-29). Dios ha dado la tierra a todo el género humano para que ella sustente a todos sus habitantes, sin excluir a nadie ni privilegiar a ninguno. He ahí, pues, la raíz primera del destino universal de los bienes de la tierra. Ésta, por su misma fecundidad y capacidad de satisfacer las necesidades del hombre, es el primer don de Dios para el sustento de la vida humana».361 La persona, en efecto, no puede prescindir de los bienes materiales que responden a sus necesidades primarias y constituyen las condiciones básicas para su existencia; estos bienes le son absolutamente indispensables para alimentarse y crecer, para comunicarse, para asociarse y para poder conseguir las más altas finalidades a que está llamada.362
172 El principio del destino universal de los bienes de la tierra está en la base del derecho universal al uso de los bienes. Todo hombre debe tener la posibilidad de gozar del bienestar necesario para su pleno desarrollo: el principio del uso común de los bienes, es el «primer principio de todo el ordenamiento ético-social»363 y «principio peculiar de la doctrina social cristiana».364 Por esta razón la Iglesia considera un deber precisar su naturaleza y sus características. Se trata ante todo de un derecho natural, inscrito en la naturaleza del hombre, y no sólo de un derecho positivo, ligado a la contingencia histórica; además este derecho es «originario».365 Es inherente a la persona concreta, a toda persona, y es prioritario respecto a cualquier intervención humana sobre los bienes, a cualquier ordenamiento jurídico de los mismos, a cualquier sistema y método socioeconómico: «Todos los demás derechos, sean los que sean, comprendidos en ellos los de propiedad y comercio libre, a ello [destino universal de los bienes] están subordinados: no deben estorbar, antes al contrario, facilitar su realización, y es un deber social grave y urgente hacerlos volver a su finalidad primera».366
173 La actuación concreta del principio del destino universal de los bienes, según los diferentes contextos culturales y sociales, implica una precisa definición de los modos, de los limites, de los objetos. Destino y uso universal no significan que todo esté a disposición de cada uno o de todos, ni tampoco que la misma cosa sirva o pertenezca a cada uno o a todos. Si bien es verdad que todos los hombres nacen con el derecho al uso de los bienes, no lo es menos que, para asegurar un ejercicio justo y ordenado, son necesarias intervenciones normativas, fruto de acuerdos nacionales e internacionales, y un ordenamiento jurídico que determine y especifique tal ejercicio.
174 El principio del destino universal de los bienes invita a cultivar una visión de la economía inspirada en valores morales que permitan tener siempre presente el origen y la finalidad de tales bienes, para así realizar un mundo justo y solidario, en el que la creación de la riqueza pueda asumir una función positiva. La riqueza, efectivamente, presenta esta valencia, en la multiplicidad de las formas que pueden expresarla como resultado de un proceso productivo de elaboración técnico-económica de los recursos disponibles, naturales y derivados; es un proceso que debe estar guiado por la inventiva, por la capacidad de proyección, por el trabajo de los hombres, y debe ser empleado como medio útil para promover el bienestar de los hombres y de los pueblos y para impedir su exclusión y explotación.
175 El destino universal de los bienes comporta un esfuerzo común dirigido a obtener para cada persona y para todos los pueblos las condiciones necesarias de un desarrollo integral, de manera que todos puedan contribuir a la promoción de un mundo más humano, «donde cada uno pueda dar y recibir, y donde el progreso de unos no sea obstáculo para el desarrollo de otros ni un pretexto para su servidumbre».367 Este principio corresponde al llamado que el Evangelio incesantemente dirige a las personas y a las sociedades de todo tiempo, siempre expuestas a las tentaciones del deseo de poseer, a las que el mismo Señor Jesús quiso someterse (cf. Mc 1,12-13; Mt 4,1-11; Lc 4,1-13) para enseñarnos el modo de superarlas con su gracia.
b) Destino universal de los bienes y propiedad privada
176 Mediante el trabajo, el hombre, usando su inteligencia, logra dominar la tierra y hacerla su digna morada: «De este modo se apropia una parte de la tierra, la que se ha conquistado con su trabajo: he ahí el origen de la propiedad individual».368 La propiedad privada y las otras formas de dominio privado de los bienes «aseguran a cada cual una zona absolutamente necesaria para la autonomía personal y familiar y deben ser considerados como ampliación de la libertad humana (...) al estimular el ejercicio de la tarea y de la responsabilidad, constituyen una de las condiciones de las libertades civiles».369 La propiedad privada es un elemento esencial de una política económica auténticamente social y democrática y es garantía de un recto orden social. La doctrina social postula que la propiedad de los bienes sea accesible a todos por igual370, de manera que todos se conviertan, al menos en cierta medida, en propietarios, y excluye el recurso a formas de «posesión indivisa para todos».371
177 La tradición cristiana nunca ha aceptado el derecho a la propiedad privada como absoluto e intocable: «Al contrario, siempre lo ha entendido en el contexto más amplio del derecho común de todos a usar los bienes de la creación entera: el derecho a la propiedad privada como subordinada al derecho al uso común, al destino universal de los bienes».372 El principio del destino universal de los bienes afirma, tanto el pleno y perenne señorío de Dios sobre toda realidad, como la exigencia de que los bienes de la creación permanezcan finalizados y destinados al desarrollo de todo el hombre y de la humanidad entera.373 Este principio no se opone al derecho de propiedad374, sino que indica la necesidad de reglamentarlo. La propiedad privada, en efecto, cualquiera que sean las formas concretas de los regímenes y de las normas jurídicas a ella relativas, es, en
su esencia, sólo un instrumento para el respeto del principio del destino universal de los bienes, y por tanto, en último análisis, un medio y no un fin.375
178 La enseñanza social de la Iglesia exhorta a reconocer la función social de cualquier forma de posesión privada376, en clara referencia a las exigencias imprescindibles del bien común.377 El hombre «no debe tener las cosas exteriores que legítimamente posee como exclusivamente suyas, sino también como comunes, en el sentido de que no le aprovechen a él solamente, sino también a los demás».378El destino universal de los bienes comporta vínculos sobre su uso por parte de los legítimos propietarios. El individuo no puede obrar prescindiendo de los efectos del uso de los propios recursos, sino que debe actuar en modo que persiga, además de las ventajas personales y familiares, también el bien común. De ahí deriva el deber por parte de los propietarios de no tener inoperantes los bienes poseídos y de destinarlos a la actividad productiva, confiándolos incluso a quien tiene el deseo y la capacidad de hacerlos producir.
179 La actual fase histórica, poniendo a disposición de la sociedad bienes nuevos, del todo desconocidos hasta tiempos recientes, impone una relectura del principio del destino universal de los bienes de la tierra, haciéndose necesaria una extensión que comprenda también los frutos del reciente progreso económico y tecnológico. La propiedad de los nuevos bienes, fruto del conocimiento, de la técnica y del saber, resulta cada vez más decisiva, porque en ella «mucho más que en los recursos naturales, se funda la riqueza de las Naciones industrializadas».379
Los nuevos conocimientos técnicos y científicos deben ponerse al servicio de las necesidades primarias del hombre, para que pueda aumentarse gradualmente el patrimonio común de la humanidad. La plena actuación del principio del destino universal de los bienes requiere, por tanto, acciones a nivel internacional e iniciativas programadas por parte de todos los países: «Hay que romper las barreras y los monopolios que dejan a tantos pueblos al margen del desarrollo, y asegurar a todos —individuos y Naciones— las condiciones básicas que permitan participar en dicho desarrollo».380
180 Si bien en el proceso de desarrollo económico y social adquieren notable relieve formas de propiedad desconocidas en el pasado, no se pueden olvidar, sin embargo, las tradicionales. La propiedad individual no es la única forma legítima de posesión. Reviste particular importancia también la antigua forma de propiedad comunitaria que, presente también en los países económicamente avanzados, caracteriza de modo peculiar la estructura social de numerosos pueblos indígenas. Es una forma de propiedad que incide muy profundamente en la vida económica, cultural y política de aquellos pueblos, hasta el punto de constituir un elemento fundamental para su supervivencia y bienestar. La defensa y la valoración de la propiedad comunitaria no deben excluir, sin embargo, la conciencia de que también este tipo de propiedad está destinado a evolucionar. Si se actuase sólo para garantizar su conservación, se correría el riesgo de anclarla al pasado y, de este modo, ponerla en peligro.381
Sigue siendo vital, especialmente en los países en vías de desarrollo o que han salido de sistemas colectivistas o de colonización, la justa distribución de la tierra. En las zonas rurales, la posibilidad de acceder a la tierra mediante las oportunidades ofrecidas por los mercados de trabajo y de crédito, es condición necesaria para el acceso a los demás bienes y servicios; además de constituir un camino eficaz para la salvaguardia del ambiente, esta posibilidad representa un sistema de seguridad social realizable también en los países que tienen una estructura administrativa débil.382
181 De la propiedad deriva para el sujeto poseedor, sea éste un individuo o una comunidad, una serie de ventajas objetivas: mejores condiciones de vida, seguridad para el futuro, mayores oportunidades de elección. De la propiedad, por otro lado, puede proceder también una serie de promesas ilusorias y tentadoras. El hombre o la sociedad que llegan al punto de absolutizar el derecho de propiedad, terminan por experimentar la esclavitud más radical. Ninguna posesión, en efecto, puede ser considerada indiferente por el influjo que ejerce, tanto sobre los individuos, como sobre las instituciones; el poseedor que incautamente idolatra sus bienes (cf. Mt 6,24; 19,21-26; Lc 16,13) resulta, más que nunca, poseído y subyugado por ellos.383 Sólo reconociéndoles la dependencia de Dios creador y, consecuentemente, orientándolos al bien común, es posible conferir a los bienes materiales la función de instrumentos útiles para el crecimiento de los hombres y de los pueblos.
c) Destino universal de los bienes y opción preferencial por los pobres
182 El principio del destino universal de los bienes exige que se vele con particular solicitud por los pobres, por aquellos que se encuentran en situaciones de marginación y, en cualquier caso, por las personas cuyas condiciones de vida les impiden un crecimiento adecuado. A este propósito se debe reafirmar, con toda su fuerza, la opción preferencial por los pobres:384 «Esta es una opción o una forma especial de primacía en el ejercicio de la caridad cristiana, de la cual da testimonio toda la tradición de la Iglesia. Se refiere a la vida de cada cristiano, en cuanto imitador de la vida de Cristo, pero se aplica igualmente a nuestras responsabilidades sociales y, consiguientemente, a nuestro modo de vivir y a las decisiones que se deben tomar coherentemente sobre la propiedad y el uso de los bienes. Pero hoy, vista la dimensión mundial que ha adquirido la cuestión social, este amor preferencial, con las decisiones que nos inspira, no puede dejar de abarcar a las inmensas muchedumbres de hambrientos, mendigos, sin techo, sin cuidados médicos y, sobre todo, sin esperanza de un futuro mejor».385
183 La miseria humana es el signo evidente de la condición de debilidad del hombre y de su necesidad de salvación.386 De ella se compadeció Cristo Salvador, que se identificó con sus «hermanos más pequeños» (Mt 25,40.45). «Jesucristo reconocerá a sus elegidos en lo que hayan hecho por los pobres. La buena nueva "anunciada a los pobres" (Mt 11,5; Lc 4,18) es el signo de la presencia de Cristo».387
Jesús dice: «Pobres tendréis siempre con vosotros, pero a mí no me tendréis siempre» (Mt 26,11; cf. Mc 14,3-9; Jn 12,1-8) no para contraponer al servicio de los pobres la atención dirigida a Él. El realismo cristiano, mientras por una parte aprecia los esfuerzos laudables que se realizan para erradicar la pobreza, por otra parte pone en guardia frente a posiciones ideológicas y mesianismos que alimentan la ilusión de que se pueda eliminar totalmente de este mundo el problema de la pobreza. Esto sucederá sólo a su regreso, cuando Él estará de nuevo con nosotros para siempre. Mientras tanto, los pobres quedan confiados a nosotros y en base a esta responsabilidad seremos juzgados al final (cf. Mt 25,31-46): «Nuestro Señor nos advierte que estaremos separados de Él si omitimos socorrer las necesidades graves de los pobres y de los pequeños que son sus hermanos».388
184 El amor de la Iglesia por los pobres se inspira en el Evangelio de las bienaventuranzas, en la pobreza de Jesús y en su atención por los pobres. Este amor se refiere a la pobreza material y también a las numerosas formas de pobreza cultural y religiosa.389 La Iglesia «desde los orígenes, y a pesar de los fallos de muchos de sus miembros, no ha cesado de trabajar para aliviarlos, defenderlos y liberarlos. Lo ha hecho mediante innumerables obras de beneficencia, que siempre y en todo lugar continúan siendo indispensables».390 Inspirada en el precepto evangélico: «De gracia lo recibisteis; dadlo de gracia» (Mt 10,8), la Iglesia enseña a socorrer al prójimo en sus múltiples necesidades y prodiga en la comunidad humana innumerables obras de misericordia corporales y espirituales: «Entre estas obras, la limosna hecha a los pobres es uno de los principales testimonios de la caridad fraterna; es también una práctica de justicia que agrada a Dios»391, aun cuando la práctica de la caridad no se reduce a la limosna, sino que implica la atención a la dimensión social y política del problema de la pobreza. Sobre esta relación entre caridad y justicia retorna constantemente la enseñanza de la Iglesia: «Cuando damos a los pobres las cosas indispensables no les hacemos liberalidades personales, sino que les devolvemos lo que es suyo. Más que realizar un acto de caridad, lo que hacemos es cumplir un deber de justicia».392 Los Padres Conciliares recomiendan con fuerza que se cumpla este deber «para no dar como ayuda de caridad lo que ya se debe por razón de justicia».393 El amor por los pobres es ciertamente «incompatible con el amor desordenado de las riquezas o su uso egoísta»394 (cf. St 5,1-6).
IV. El principio de subsidiaridad
a) Origen y significado
185 La subsidiaridad está entre las directrices más constantes y características de la doctrina social de la Iglesia, presente desde la primera gran encíclica social.395 Es imposible promover la dignidad de la persona si no se cuidan la familia, los grupos, las asociaciones, las realidades territoriales locales, en definitiva, aquellas expresiones agregativas de tipo económico, social, cultural, deportivo, recreativo, profesional, político, a las que las personas dan vida espontáneamente y que hacen posible su efectivo crecimiento social.396 Es éste el ámbito de la sociedad civil, entendida como el conjunto de las relaciones entre individuos y entre sociedades intermedias, que se realizan en forma originaria y gracias a la «subjetividad creativa del ciudadano».397 La red de estas relaciones forma el tejido social y constituye la base de una verdadera comunidad de personas, haciendo posible el reconocimiento de formas más elevadas de sociabilidad.398
186 La exigencia de tutelar y de promover las expresiones originarias de la sociabilidad es subrayada por la Iglesia en la encíclica «Quadragesimo anno», en la que el principio de subsidiaridad se indica como principio importantísimo de la «filosofía social»: «Como no se puede quitar a los individuos y darlo a la comunidad lo que ellos pueden realizar con su propio esfuerzo e industria, así tampoco es justo, constituyendo un grave perjuicio y perturbación del recto orden, quitar a las comunidades menores e inferiores lo que ellas pueden hacer y proporcionar y dárselo a una sociedad mayor y más elevada, ya que toda acción de la sociedad, por su propia fuerza y naturaleza, debe prestar ayuda a los miembros del cuerpo social, pero no destruirlos y absorberlos».399
Conforme a este principio, todas las sociedades de orden superior deben ponerse en una actitud de ayuda («subsidium») —por tanto de apoyo, promoción, desarrollo— respecto a las menores. De este modo, los cuerpos sociales intermedios pueden desarrollar adecuadamente las funciones que les competen, sin deber cederlas injustamente a otras agregaciones sociales de nivel superior, de las que terminarían por ser absorbidos y sustituidos y por ver negada, en definitiva, su dignidad propia y su espacio vital.
A la subsidiaridad entendida en sentido positivo, como ayuda económica, institucional, legislativa, ofrecida a las entidades sociales más pequeñas, corresponde una serie de implicaciones en negativo, que imponen al Estado abstenerse de cuanto restringiría, de hecho, el espacio vital de las células menores y esenciales de la sociedad. Su iniciativa, libertad y responsabilidad, no deben ser suplantadas.
187 El principio de subsidiaridad protege a las personas de los abusos de las instancias sociales superiores e insta a estas últimas a ayudar a los particulares y a los cuerpos intermedios a desarrollar sus tareas. Este principio se impone porque toda persona, familia y cuerpo intermedio tiene algo de original que ofrecer a la comunidad. La experiencia constata que la negación de la subsidiaridad, o su limitación en nombre de una pretendida democratización o igualdad de todos en la sociedad, limita y a veces también anula, el espíritu de libertad y de iniciativa.
Con el principio de subsidiaridad contrastan las formas de centralización, de burocratización, de asistencialismo, de presencia injustificada y excesiva del Estado y del aparato público: «Al intervenir directamente y quitar responsabilidad a la sociedad, el Estado asistencial provoca la pérdida de energías humanas y el aumento exagerado de los aparatos públicos, dominados por las lógicas burocráticas más que por la preocupación de servir a los usuarios, con enorme crecimiento de los gastos».400 La ausencia o el inadecuado reconocimiento de la iniciativa privada, incluso económica, y de su función pública, así como también los monopolios, contribuyen a dañar gravemente el principio de subsidiaridad.
A la actuación del principio de subsidiaridad corresponden: el respeto y la promoción efectiva del primado de la persona y de la familia; la valoración de las asociaciones y de las organizaciones intermedias, en sus opciones fundamentales y en todas aquellas que no pueden ser delegadas o asumidas por otros; el impulso ofrecido a la iniciativa privada, a fin que cada organismo social permanezca, con las propias peculiaridades, al servicio del bien común; la articulación pluralista de la sociedad y la representación de sus fuerzas vitales; la salvaguardia de los derechos de los hombres y de las minorías; la descentralización burocrática y administrativa; el equilibrio entre la esfera pública y privada, con el consecuente reconocimiento de la función social del sector privado; una adecuada responsabilización del ciudadano para «ser parte» activa de la realidad política y social del país.
188 Diversas circunstancias pueden aconsejar que el Estado ejercite una función de suplencia.401 Piénsese, por ejemplo, en las situaciones donde es necesario que el Estado mismo promueva la economía, a causa de la imposibilidad de que la sociedad civil asuma autónomamente la iniciativa; piénsese también en las realidades de grave desequilibrio e injusticia social, en las que sólo la intervención pública puede crear condiciones de mayor igualdad, de justicia y de paz. A la luz del principio de subsidiaridad, sin embargo, esta suplencia institucional no debe prolongarse y extenderse más allá de lo estrictamente necesario, dado que encuentra justificación sólo en lo excepcional de la situación. En todo caso, el bien común correctamente entendido, cuyas exigencias no deberán en modo alguno estar en contraste con la tutela y la promoción del primado de la persona y de sus principales expresiones sociales, deberá permanecer como el criterio de discernimiento acerca de la aplicación del principio de subsidiaridad.
V. La participación
189 Consecuencia característica de la subsidiaridad es la participación402, que se expresa, esencialmente, en una serie de actividades mediante las cuales el ciudadano, como individuo o asociado a otros, directamente o por medio de los propios representantes, contribuye a la vida cultural, económica, política y social de la comunidad civil a la que pertenece.403 La participación es un deber que todos han de cumplir conscientemente, en modo responsable y con vistas al bien común.404
La participación no puede ser delimitada o restringida a algún contenido particular de la vida social, dada su importancia para el crecimiento, sobre todo humano, en ámbitos como el mundo del trabajo y de las actividades económicas en sus dinámicas internas405, la información y la cultura y, muy especialmente, la vida social y política hasta los niveles más altos, como son aquellos de los que depende la colaboración de todos los pueblos en la edificación de una comunidad internacional solidaria.406 Desde esta perspectiva, se hace imprescindible la exigencia de favorecer la participación, sobre todo, de los más débiles, así como la alternancia de los dirigentes políticos, con el fin de evitar que se instauren privilegios ocultos; es necesario, además, un fuerte empeño moral, para que la gestión de la vida pública sea el fruto de la corresponsabilidad de cada uno con respecto al bien común.
190 La participación en la vida comunitaria no es solamente una de las mayores aspiraciones del ciudadano, llamado a ejercitar libre y responsablemente el propio papel cívico con y para los demás, sino también uno de los pilares de todos los ordenamientos democráticos407, además de una de las mejores garantías de permanencia de la democracia. El gobierno democrático, en efecto, se define a partir de la atribución, por parte del pueblo, de poderes y funciones, que deben ejercitarse en su nombre, por su cuenta y a su favor; es evidente, pues, que toda democracia debe ser participativa.408 Lo cual comporta que los diversos sujetos de la comunidad civil, en cualquiera de sus niveles, sean informados, escuchados e implicados en el ejercicio de las funciones que ésta desarrolla.
191 La participación puede lograrse en todas las relaciones posibles entre el ciudadano y las instituciones: para ello, se debe prestar particular atención a los contextos históricos y sociales en los que la participación debería actuarse verdaderamente. La superación de los obstáculos culturales, jurídicos y sociales que con frecuencia se interponen, como verdaderas barreras, a la participación solidaria de los ciudadanos en los destinos de la propia comunidad, requiere una obra informativa y educativa.409 Una consideración cuidadosa merecen, en este sentido, todas las posturas que llevan al ciudadano a formas de participación insuficientes o incorrectas, y al difundido desinterés por todo lo que concierne a la esfera de la vida social y política: piénsese, por ejemplo, en los intentos de los ciudadanos de «contratar» con las instituciones las condiciones más ventajosas para sí mismos, casi como si éstas estuviesen al servicio de las necesidades egoístas; y en la praxis de limitarse a la expresión de la opción electoral, llegando aun en muchos casos, a abstenerse.410
En el ámbito de la participación, una ulterior fuente de preocupación proviene de aquellos países con un régimen totalitario o dictatorial, donde el derecho fundamental a participar en la vida pública es negado de raíz, porque se considera una amenaza para el Estado mismo411; de los países donde este derecho es enunciado sólo formalmente, sin que se pueda ejercer concretamente; y también de aquellos otros donde el crecimiento exagerado del aparato burocrático niega de hecho al ciudadano la posibilidad de proponerse como un verdadero actor de la vida social y política.412
VI. El principio de solidaridad
a) Significado y valor
192 La solidaridad confiere particular relieve a la intrínseca sociabilidad de la persona humana, a la igualdad de todos en dignidad y derechos, al camino común de los hombres y de los pueblos hacia una unidad cada vez más convencida. Nunca como hoy ha existido una conciencia tan difundida del vínculo de interdependencia entre los hombres y entre los pueblos, que se manifiesta a todos los niveles.413 La vertiginosa multiplicación de las vías y de los medios de comunicación «en tiempo real», como las telecomunicaciones, los extraordinarios progresos de la informática, el aumento de los intercambios comerciales y de las informaciones son testimonio de que por primera vez desde el inicio de la historia de la humanidad ahora es posible, al menos técnicamente, establecer relaciones aun entre personas lejanas o desconocidas.
Junto al fenómeno de la interdependencia y de su constante dilatación, persisten, por otra parte, en todo el mundo, fortísimas desigualdades entre países desarrollados y países en vías de desarrollo, alimentadas también por diversas formas de explotación, de opresión y de corrupción, que influyen negativamente en la vida interna e internacional de muchos Estados. El proceso de aceleración de la interdependencia entre las personas y los pueblos debe estar acompañado por un crecimiento en el plano ético- social igualmente intenso, para así evitar las nefastas consecuencias de una situación de injusticia de dimensiones planetarias, con repercusiones negativas incluso en los mismos países actualmente más favorecidos.414
b) La solidaridad como principio social y como virtud moral
193 Las nuevas relaciones de interdependencia entre hombres y pueblos, que son, de hecho, formas de solidaridad, deben transformarse en relaciones que tiendan hacia una verdadera y propia solidaridad ético-social, que es la exigencia moral ínsita en todas las relaciones humanas. La solidaridad se presenta, por tanto, bajo dos aspectos complementarios: como principio social415 y como virtud moral.416
La solidaridad debe captarse, ante todo, en su valor de principio social ordenador de las instituciones, según el cual las «estructuras de pecado»417, que dominan las relaciones entre las personas y los pueblos, deben ser superadas y transformadas en estructuras de solidaridad, mediante la creación o la oportuna modificación de leyes, reglas de mercado, ordenamientos.
La solidaridad es también una verdadera y propia virtud moral, no «un sentimiento superficial por los males de tantas personas, cercanas o lejanas. Al contrario, es la determinación firme y perseverante de empeñarse por el bien común; es decir, por el bien de todos y cada uno, para que todos seamos verdaderamente responsables de todos».418 La solidaridad se eleva al rango de virtud social fundamental, ya que se coloca en la dimensión de la justicia, virtud orientada por excelencia al bien común, y en «la entrega por el bien del prójimo, que está dispuesto a "perderse", en sentido evangélico, por el otro en lugar de explotarlo, y a "servirlo" en lugar de oprimirlo para el propio provecho (cf. Mt 10,40-42; 20, 25; Mc 10,42-45; Lc 22,25-27)».419
c) Solidaridad y crecimiento común de los hombres
194 El mensaje de la doctrina social acerca de la solidaridad pone en evidencia el hecho de que existen vínculos estrechos entre solidaridad y bien común, solidaridad y destino universal de los bienes, solidaridad e igualdad entre los hombres y los pueblos, solidaridad y paz en el mundo.420 El término «solidaridad», ampliamente empleado por el Magisterio421, expresa en síntesis la exigencia de reconocer en el conjunto de los vínculos que unen a los hombres y a los grupos sociales entre sí, el espacio ofrecido a la libertad humana para ocuparse del crecimiento común, compartido por todos. El compromiso en esta dirección se traduce en la aportación positiva que nunca debe faltar a la causa común, en la búsqueda de los puntos de posible entendimiento incluso allí donde prevalece una lógica de separación y fragmentación, en la disposición para gastarse por el bien del otro, superando cualquier forma de individualismo y particularismo.422
195 El principio de solidaridad implica que los hombres de nuestro tiempo cultiven aún más la conciencia de la deuda que tienen con la sociedad en la cual están insertos: son deudores de aquellas condiciones que facilitan la existencia humana, así como del patrimonio, indivisible e indispensable, constituido por la cultura, el conocimiento científico y tecnológico, los bienes materiales e inmateriales, y todo aquello que la actividad humana ha producido. Semejante deuda se salda con las diversas manifestaciones de la actuación social, de manera que el camino de los hombres no se interrumpa, sino que permanezca abierto para las generaciones presentes y futuras, llamadas unas y otras a compartir, en la solidaridad, el mismo don.
d) La solidaridad en la vida y en el mensaje de Jesucristo
196 La cumbre insuperable de la perspectiva indicada es la vida de Jesús de Nazaret, el Hombre nuevo, solidario con la humanidad hasta la «muerte de cruz» (Flp 2,8): en Él es posible reconocer el signo viviente del amor inconmensurable y trascendente del Dios con nosotros, que se hace cargo de las enfermedades de su pueblo, camina con él, lo salva y lo constituye en la unidad.423 En Él, y gracias a Él, también la vida social puede ser nuevamente descubierta, aun con todas sus contradicciones y ambigüedades, como lugar de vida y de esperanza, en cuanto signo de una Gracia que continuamente se ofrece a todos y que invita a las formas más elevadas y comprometedoras de comunicación de bienes.
Jesús de Nazaret hace resplandecer ante los ojos de todos los hombres el nexo entre solidaridad y caridad, iluminando todo su significado:424 «A la luz de la fe, la solidaridad tiende a superarse a sí misma, al revestirse de las dimensiones específicamente cristianas de gratuidad total, perdón y reconciliación. Entonces el prójimo no es solamente un ser humano con sus derechos y su igualdad fundamental con todos, sino que se convierte en la imagen viva de Dios Padre, rescatada por la sangre de Jesucristo y puesta bajo la acción permanente del Espíritu Santo. Por tanto, debe ser amado, aunque sea enemigo, con el mismo amor con que le ama el Señor, y por él se debe estar dispuesto al sacrificio, incluso extremo: “dar la vida por los hermanos” (cf. Jn 15,13)».425
VII. Los valores fundamentales
de la vida social
a) Relación entre principios y valores
197 La doctrina social de la Iglesia, además de los principios que deben presidir la edificación de una sociedad digna del hombre, indica también valores fundamentales. La relación entre principios y valores es indudablemente de reciprocidad, en cuanto que los valores sociales expresan el aprecio que se debe atribuir a aquellos determinados aspectos del bien moral que los principios se proponen conseguir, ofreciéndose como puntos de referencia para la estructuración oportuna y la conducción ordenada de la vida social. Los valores requieren, por consiguiente, tanto la práctica de los principios fundamentales de la vida social, como el ejercicio personal de las virtudes y, por ende, las actitudes morales correspondientes a los valores mismos.426
Todos los valores sociales son inherentes a la dignidad de la persona humana, cuyo auténtico desarrollo favorecen; son esencialmente: la verdad, la libertad, la justicia, el amor.427 Su práctica es el camino seguro y necesario para alcanzar la perfección personal y una convivencia social más humana; constituyen la referencia imprescindible para los responsables de la vida pública, llamados a realizar «las reformas sustanciales de las estructuras económicas, políticas, culturales y tecnológicas, y los cambios necesarios en las instituciones».428 El respeto de la legítima autonomía de las realidades terrenas lleva a la Iglesia a no asumir competencias específicas de orden técnico y temporal429, pero no le impide intervenir para mostrar cómo, en las diferentes opciones del hombre, estos valores son afirmados o, por el contrario, negados.430
b) La verdad
198 Los hombres tienen una especial obligación de tender continuamente hacia la verdad, respetarla y atestiguarla responsablemente.431 Vivir en la verdad tiene un importante significado en las relaciones sociales: la convivencia de los seres humanos dentro de una comunidad, en efecto, es ordenada, fecunda y conforme a su dignidad de personas, cuando se funda en la verdad.432 Las personas y los grupos sociales cuanto más se esfuerzan por resolver los problemas sociales según la verdad, tanto más se alejan del arbitrio y se adecúan a las exigencias objetivas de la moralidad.
Nuestro tiempo requiere una intensa actividad educativa433y un compromiso correspondiente por parte de todos, para que la búsqueda de la verdad, que no se puede reducir al conjunto de opiniones o a alguna de ellas, sea promovida en todos los ámbitos y prevalezca por encima de cualquier intento de relativizar sus exigencias o de ofenderla.434 Es una cuestión que afecta particularmente al mundo de la comunicación pública y al de la economía. En ellos, el uso sin escrúpulos del dinero plantea interrogantes cada vez más urgentes, que remiten necesariamente a una exigencia de transparencia y de honestidad en la actuación personal y social.
c) La libertad
199 La libertad es, en el hombre, signo eminente de la imagen divina y, como consecuencia, signo de la sublime dignidad de cada persona humana:435 «La libertad se ejercita en las relaciones entre los seres humanos. Toda persona humana, creada a imagen de Dios, tiene el derecho natural de ser reconocida como un ser libre y responsable. Todo hombre debe prestar a cada cual el respeto al que éste tiene derecho. El derecho al ejercicio de la libertad es una exigencia inseparable de la dignidad de la persona humana».436 No se debe restringir el significado de la libertad, considerándola desde una perspectiva puramente individualista y reduciéndola a un ejercicio arbitrario e incontrolado de la propia autonomía personal: «Lejos de perfeccionarse en una total autarquía del yo y en la ausencia de relaciones, la libertad existe verdaderamente sólo cuando los lazos recíprocos, regulados por la verdad y la justicia, unen a las personas».437 La comprensión de la libertad se vuelve profunda y amplia cuando ésta es tutelada, también a nivel social, en la totalidad de sus dimensiones.
200 El valor de la libertad, como expresión de la singularidad de cada persona humana, es respetado cuando a cada miembro de la sociedad le es permitido realizar su propia vocación personal; es decir, puede buscar la verdad y profesar las propias ideas religiosas, culturales y políticas; expresar sus propias opiniones; decidir su propio estado de vida y, dentro de lo posible, el propio trabajo; asumir iniciativas de carácter económico, social y político. Todo ello debe realizarse en el marco de un «sólido contexto jurídico»438, dentro de los límites del bien común y del orden público y, en todos los casos, bajo el signo de la responsabilidad.
La libertad, por otra parte, debe ejercerse también como capacidad de rechazar lo que es moralmente negativo, cualquiera que sea la forma en que se presente439, como capacidad de desapego efectivo de todo lo que puede obstaculizar el crecimiento personal, familiar y social. La plenitud de la libertad consiste en la capacidad de disponer de sí mismo con vistas al auténtico bien, en el horizonte del bien común universal.440
d) La justicia
201 La justicia es un valor que acompaña al ejercicio de la correspondiente virtud moral cardinal.441 Según su formulación más clásica, «consiste en la constante y firme voluntad de dar a Dios y al prójimo lo que les es debido».442 Desde el punto de vista subjetivo, la justicia se traduce en la actitud determinada por la voluntad de reconocer al otro como persona, mientras que desde el punto de vista objetivo, constituye el criterio determinante de la moralidad en el ámbito intersubjetivo y social.443
El Magisterio social invoca el respeto de las formas clásicas de la justicia: la conmutativa, la distributiva y la legal.444 Un relieve cada vez mayor ha adquirido en el Magisterio la justicia social445, que representa un verdadero y propio desarrollo de la justicia general, reguladora de las relaciones sociales según el criterio de la observancia de la ley. La justicia social es una exigencia vinculada con la cuestión social, que hoy se manifiesta con una dimensión mundial; concierne a los aspectos sociales, políticos y económicos y, sobre todo, a la dimensión estructural de los problemas y las soluciones correspondientes.446
202 La justicia resulta particularmente importante en el contexto actual, en el que el valor de la persona, de su dignidad y de sus derechos, a pesar de las proclamaciones de propósitos, está seriamente amenazado por la difundida tendencia a recurrir exclusivamente a los criterios de la utilidad y del tener. La justicia, conforme a estos criterios, es considerada de forma reducida, mientras que adquiere un significado más pleno y auténtico en la antropología cristiana. La justicia, en efecto, no es una simple convención humana, porque lo que es «justo» no está determinado originariamente por la ley, sino por la identidad profunda del ser humano.447
203 La plena verdad sobre el hombre permite superar la visión contractual de la justicia, que es una visión limitada, y abrirla al horizonte de la solidaridad y del amor: «Por sí sola, la justicia no basta. Más aún, puede llegar a negarse a sí misma, si no se abre a la fuerza más profunda que es el amor».448 En efecto, junto al valor de la justicia, la doctrina social coloca el de la solidaridad, en cuanto vía privilegiada de la paz. Si la paz es fruto de la justicia, «hoy se podría decir, con la misma exactitud y análoga fuerza de inspiración bíblica (cf. Is 32,17; St 32,17), Opus solidaritatis pax, la paz como fruto de la solidaridad».449 La meta de la paz, en efecto, «sólo se alcanzará con la realización de la justicia social e internacional, y además con la práctica de las virtudes que favorecen la convivencia y nos enseñan a vivir unidos, para construir juntos, dando y recibiendo, una sociedad nueva y un mundo mejor».450
204 Entre las virtudes en su conjunto y, especialmente entre las virtudes, los valores sociales y la caridad, existe un vínculo profundo que debe ser reconocido cada vez más profundamente. La caridad, a menudo limitada al ámbito de las relaciones de proximidad, o circunscrita únicamente a los aspectos meramente subjetivos de la actuación en favor del otro, debe ser reconsiderada en su auténtico valor de criterio supremo y universal de toda la ética social. De todas las vías, incluidas las que se buscan y recorren para afrontar las formas siempre nuevas de la actual cuestión social, la «más excelente» (1 Co 12,31) es la vía trazada por la caridad.
205 Los valores de la verdad, de la justicia y de la libertad, nacen y se desarrollan de la fuente interior de la caridad: la convivencia humana resulta ordenada, fecunda en el bien y apropiada a la dignidad del hombre, cuando se funda en la verdad; cuando se realiza según la justicia, es decir, en el efectivo respeto de los derechos y en el leal cumplimiento de los respectivos deberes; cuando es realizada en la libertad que corresponde a la dignidad de los hombres, impulsados por su misma naturaleza racional a asumir la responsabilidad de sus propias acciones; cuando es vivificada por el amor, que hace sentir como propias las necesidades y las exigencias de los demás e intensifica cada vez más la comunión en los valores espirituales y la solicitud por las necesidades materiales.451 Estos valores constituyen los pilares que dan solidez y consistencia al edificio del vivir y del actuar: son valores que determinan la cualidad de toda acción e institución social.
206 La caridad presupone y trasciende la justicia: esta última «ha de complementarse con la caridad».452 Si la justicia es «de por sí apta para servir de “árbitro” entre los hombres en la recíproca repartición de los bienes objetivos según una medida adecuada, el amor en cambio, y solamente el amor (también ese amor benigno que llamamos “misericordia”), es capaz de restituir el hombre a sí mismo».453
No se pueden regular las relaciones humanas únicamente con la medida de la justicia: «La experiencia del pasado y nuestros tiempos demuestra que la justicia por sí sola no es suficiente y que, más aún, puede conducir a la negación y al aniquilamiento de sí misma... Ha sido ni más ni menos la experiencia histórica la que entre otras cosas ha llevado a formular esta aserción: summum ius, summa iniuria».454 La justicia, en efecto, «en todas las esferas de las relaciones interhumanas, debe experimentar, por decirlo así, una notable “corrección” por parte del amor que —como proclama San Pablo— “es paciente” y “benigno”, o dicho en otras palabras, lleva en sí los caracteres del amor misericordioso, tan esenciales al evangelio y al cristianismo».455
207 Ninguna legislación, ningún sistema de reglas o de estipulaciones lograrán persuadir a hombres y pueblos a vivir en la unidad, en la fraternidad y en la paz; ningún argumento podrá superar el apelo de la caridad. Sólo la caridad, en su calidad de «forma virtutum»456, puede animar y plasmar la actuación social para edificar la paz, en el contexto de un mundo cada vez más complejo. Para que todo esto suceda es necesario que se muestre la caridad no sólo como inspiradora de la acción individual, sino también como fuerza capaz de suscitar vías nuevas para afrontar los problemas del mundo de hoy y para renovar profundamente desde su interior las estructuras, organizaciones sociales y ordenamientos jurídicos. En esta perspectiva la caridad se convierte en caridad social y política: la caridad social nos hace amar el bien común 457 y nos lleva a buscar efectivamente el bien de todas las personas, consideradas no sólo individualmente, sino también en la dimensión social que las une.
208 La caridad social y política no se agota en las relaciones entre las personas, sino que se despliega en la red en la que estas relaciones se insertan, que es precisamente la comunidad social y política, e interviene sobre ésta, procurando el bien posible para la comunidad en su conjunto. En muchos aspectos, el prójimo que tenemos que amar se presenta «en sociedad», de modo que amarlo realmente, socorrer su necesidad o su indigencia, puede significar algo distinto del bien que se le puede desear en el plano puramente individual: amarlo en el plano social significa, según las situaciones, servirse de las mediaciones sociales para mejorar su vida, o bien eliminar los factores sociales que causan su indigencia. La obra de misericordia con la que se responde aquí y ahora a una necesidad real y urgente del prójimo es, indudablemente, un acto de caridad; pero es un acto de caridad igualmente indispensable el esfuerzo dirigido a organizar y estructurar la sociedad de modo que el prójimo no tenga que padecer la miseria, sobre todo cuando ésta se convierte en la situación en que se debaten un inmenso número de personas y hasta de pueblos enteros, situación que asume, hoy, las proporciones de una verdadera y propia cuestión social mundial.
«... la doctrina social tiene de por sí el valor
de un instrumento de evangelización: en cuanto tal,
anuncia a Dios y su misterio de salvación en Cristo
a todo hombre y, por la misma razón, revela al hombre a sí mismo.
Solamente bajo esta perspectiva se ocupa de lo demás:
de los derechos humanos de cada uno y, en particular,
del “proletariado”, la familia y la educación,
los deberes del Estado, el ordenamiento de la sociedad nacional
e internacional, la vida económica, la cultura, la guerra y la paz,
así como del respeto a la vida desde el momento
de la concepción hasta la muerte».
(Centesimus annus, 54)
La familia
célula vital de la sociedad
I. La familia primera sociedad natural
209 La importancia y la centralidad de la familia, en orden a la persona y a la sociedad, está repetidamente subrayada en la Sagrada Escritura: «No está bien que el hombre esté solo» (Gn 2,18). A partir de los textos que narran la creación del hombre (cf. Gn 1,26-28; 2,7-24) se nota cómo —según el designio de Dios— la pareja constituye «la expresión primera de la comunión de personas humanas».458 Eva es creada semejante a Adán, como aquella que, en su alteridad, lo completa (cf. Gn 2,18) para formar con él «una sola carne» (Gn 2,24; cf. Mt 19,5-6).459 Al mismo tiempo, ambos tienen una misión procreadora que los hace colaboradores del Creador: «Sed fecundos y multiplicaos, henchid la tierra» (Gn 1,28). La familia es considerada, en el designio del Creador, como «el lugar primario de la “humanización” de la persona y de la sociedad» y «cuna de la vida y del amor».460
210 En la familia se aprende a conocer el amor y la fidelidad del Señor, así como la necesidad de corresponderle (cf. Ex 12,25-27; 13,8.14-15; Dt 6,20- 25; 13,7-11; 1 S 3,13); los hijos aprenden las primeras y más decisivas lecciones de la sabiduría práctica a las que van unidas las virtudes (cf. Pr 1,8-9; 4,1-4; 6,20-21; Si 3,1-16; 7,27-28). Por todo ello, el Señor se hace garante del amor y de la fidelidad conyugales (cf. Ml 2,14-15).
Jesús nació y vivió en una familia concreta aceptando todas sus características propias461y dio así una excelsa dignidad a la institución matrimonial, constituyéndola como sacramento de la nueva alianza (cf. Mt 19,3-9). En esta perspectiva, la pareja encuentra su plena dignidad y la familia su solidez.
211 Iluminada por la luz del mensaje bíblico, la Iglesia considera la familia como la primera sociedad natural, titular de derechos propios y originarios, y la sitúa en el centro de la vida social: relegar la familia «a un papel subalterno y secundario, excluyéndola del lugar que le compete en la sociedad, significa causar un grave daño al auténtico crecimiento de todo el cuerpo social».462 La familia, ciertamente, nacida de la íntima comunión de vida y de amor conyugal fundada sobre el matrimonio entre un hombre y una mujer463, posee una específica y original dimensión social, en cuanto lugar primario de relaciones interpersonales, célula primera y vital de la sociedad:464 es una institución divina, fundamento de la vida de las personas y prototipo de toda organización social.
a) La importancia de la familia para la persona
212 La familia es importante y central en relación a la persona. En esta cuna de la vida y del amor, el hombre nace y crece. Cuando nace un niño, la sociedad recibe el regalo de una nueva persona, que está «llamada, desde lo más íntimo de sí a la comunión con los demás y a la entrega a los demás».465 En la familia, por tanto, la entrega recíproca del hombre y de la mujer unidos en matrimonio, crea un ambiente de vida en el cual el niño puede «desarrollar sus potencialidades, hacerse consciente de su dignidad y prepararse a afrontar su destino único e irrepetible».466
En el clima de afecto natural que une a los miembros de una comunidad familiar, las personas son reconocidas y responsabilizadas en su integridad: «La primera estructura fundamental a favor de la “ecología humana” es la familia, en cuyo seno el hombre recibe las primeras nociones sobre la verdad y el bien; aprende qué quiere decir amar y ser amado y, por consiguiente, qué quiere decir en concreto ser una persona».467 Las obligaciones de sus miembros no están limitadas por los términos de un contrato, sino que derivan de la esencia misma de la familia, fundada sobre un pacto conyugal irrevocable y estructurada por las relaciones que derivan de la generación o adopción de los hijos.
b) La importancia de la familia para la sociedad
213 La familia, comunidad natural en donde se experimenta la sociabilidad humana, contribuye en modo único e insustituible al bien de la sociedad. La comunidad familiar nace de la comunión de las personas: «La “comunión” se refiere a la relación personal entre el “yo” y el “tú”. La “comunidad”, en cambio, supera este esquema apuntando hacia una “sociedad”, un “nosotros”. La familia, comunidad de personas, es por consiguiente la primera “sociedad” humana».468
Una sociedad a medida de la familia es la mejor garantía contra toda tendencia de tipo individualista o colectivista, porque en ella la persona es siempre el centro de la atención en cuanto fin y nunca como medio. Es evidente que el bien de las personas y el buen funcionamiento de la sociedad están estrechamente relacionados con «la prosperidad de la comunidad conyugal y familiar».469 Sin familias fuertes en la comunión y estables en el compromiso, los pueblos se debilitan. En la familia se inculcan desde los primeros años de vida los valores morales, se transmite el patrimonio espiritual de la comunidad religiosa y el patrimonio cultural de la Nación. En ella se aprenden las responsabilidades sociales y la solidaridad.470
214 Ha de afirmarse la prioridad de la familia respecto a la sociedad y al Estado. La familia, al menos en su función procreativa, es la condición misma de la existencia de aquéllos. En las demás funciones en pro de cada uno de sus miembros, la familia precede, por su importancia y valor, a las funciones que la sociedad y el Estado deben desempeñar.471 La familia, sujeto titular de derechos inviolables, encuentra su legitimación en la naturaleza humana y no en el reconocimiento del Estado. La familia no está, por lo tanto, en función de la sociedad y del Estado, sino que la sociedad y el Estado están en función de la familia.
Todo modelo social que busque el bien del hombre no puede prescindir de la centralidad y de la responsabilidad social de la familia. La sociedad y el Estado, en sus relaciones con la familia, tienen la obligación de atenerse al principio de subsidiaridad. En virtud de este principio, las autoridades públicas no deben sustraer a la familia las tareas que puede desempeñar sola o libremente asociada con otras familias; por otra parte, las mismas autoridades tienen el deber de auxiliar a la familia, asegurándole las ayudas que necesita para asumir de forma adecuada todas sus responsabilidades.472
II. El matrimonio fundamento de la familia
215 La familia tiene su fundamento en la libre voluntad de los cónyuges de unirse en matrimonio, respetando el significado y los valores propios de esta institución, que no depende del hombre, sino de Dios mismo: «Este vínculo sagrado, en atención al bien, tanto de los esposos y de la prole como de la sociedad, no depende de la decisión humana. Pues es el mismo Dios el autor del matrimonio, al cual ha dotado con bienes y fines varios».473 La institución matrimonial —«fundada por el Creador y en posesión de sus propias leyes, la íntima comunidad conyugal de vida y amor»474 — no es una creación debida a convenciones humanas o imposiciones legislativas, sino que debe su estabilidad al ordenamiento divino.475 Nace, también para la sociedad, «del acto humano por el cual los esposos se dan y se reciben mutuamente»476 y se funda sobre la misma naturaleza del amor conyugal que, en cuanto don total y exclusivo, de persona a persona, comporta un compromiso definitivo expresado con el consentimiento recíproco, irrevocable y público.477 Este compromiso pide que las relaciones entre los miembros de la familia estén marcadas también por el sentido de la justicia y el respeto de los recíprocos derechos y deberes.
216 Ningún poder puede abolir el derecho natural al matrimonio ni modificar sus características ni su finalidad. El matrimonio tiene características propias, originarias y permanentes. A pesar de los numerosos cambios que han tenido lugar a lo largo de los siglos en las diferentes culturas, estructuras sociales y actitudes espirituales, en todas las culturas existe un cierto sentido de la dignidad de la unión matrimonial, aunque no siempre se trasluzca con la misma claridad.478 Esta dignidad ha de ser respetada en sus características específicas, que exigen ser salvaguardadas frente a cualquier intento de alteración de su naturaleza. La sociedad no puede disponer del vínculo matrimonial, con el cual los dos esposos se prometen fidelidad, asistencia recíproca y apertura a los hijos, aunque ciertamente le compete regular sus efectos civiles.
217 El matrimonio tiene como rasgos característicos: la totalidad, en razón de la cual los cónyuges se entregan recíprocamente en todos los aspectos de la persona, físicos y espirituales; la unidad que los hace «una sola carne» (Gn 2,24); la indisolubilidad y la fidelidad que exige la donación recíproca y definitiva; la fecundidad a la que naturalmente está abierto.479 El sabio designio de Dios sobre el matrimonio —designio accesible a la razón humana, no obstante las dificultades debidas a la dureza del corazón (cf. Mt 19,8; Mc 10,5)— no puede ser juzgado exclusivamente a la luz de los comportamientos de hecho y de las situaciones concretas que se alejan de él. La poligamia es una negación radical del designio original de Dios, «porque es contraria a la igual dignidad personal del hombre y de la mujer, que en el matrimonio se dan con un amor total y por lo mismo único y exclusivo».480
218 El matrimonio, en su verdad «objetiva», está ordenado a la procreación y educación de los hijos.481 La unión matrimonial, en efecto, permite vivir en plenitud el don sincero de sí mismo, cuyo fruto son los hijos, que, a su vez, son un don para los padres, para la entera familia y para toda la sociedad.482El matrimonio, sin embargo, no ha sido instituido únicamente en orden a la procreación:483 su carácter indisoluble y su valor de comunión permanecen incluso cuando los hijos, aun siendo vivamente deseados, no lleguen a coronar la vida conyugal. Los esposos, en este caso, «pueden manifestar su generosidad adoptando niños abandonados o realizando servicios abnegados en beneficio del prójimo».484
b) El sacramento del matrimonio
219 Los bautizados, por institución de Cristo, viven la realidad humana y original del matrimonio, en la forma sobrenatural del sacramento, signo e instrumento de Gracia. La historia de la salvación está atravesada por el tema de la alianza esponsal, expresión significativa de la comunión de amor entre Dios y los hombres y clave simbólica para comprender las etapas de la alianza entre Dios y su pueblo.485 El centro de la revelación del proyecto de amor divino es el don que Dios hace a la humanidad de su Hijo Jesucristo, «el Esposo que ama y se da como Salvador de la humanidad, uniéndola a sí como su cuerpo. El revela la verdad original del matrimonio, la verdad del “principio” (cf. Gn 2,24; Mt 19,5) y, liberando al hombre de la dureza del corazón, lo hace capaz de realizarla plenamente».486 Del amor esponsal de Cristo por la Iglesia, cuya plenitud se manifiesta en la entrega consumada en la Cruz, brota la sacramentalidad del matrimonio, cuya Gracia conforma el amor de los esposos con el Amor de Cristo por la Iglesia. El matrimonio, en cuanto sacramento, es una alianza de un hombre y una mujer en el amor.487
220 El sacramento del matrimonio asume la realidad humana del amor conyugal con todas las implicaciones y «capacita y compromete a los esposos y a los padres cristianos a vivir su vocación de laicos, y, por consiguiente, a “buscar el Reino de Dios gestionando los asuntos temporales y ordenándolos según Dios”».488 Íntimamente unida a la Iglesia por el vínculo sacramental que la hace Iglesia doméstica o pequeña Iglesia, la familia cristiana está llamada «a ser signo de unidad para el mundo y a ejercer de ese modo su función profética, dando testimonio del Reino y de la paz de Cristo, hacia el cual el mundo entero está en camino».489
La caridad conyugal, que brota de la caridad misma de Cristo, ofrecida por medio del Sacramento, hace a los cónyuges cristianos testigos de una sociabilidad nueva, inspirada por el Evangelio y por el Misterio pascual. La dimensión natural de su amor es constantemente purificada, consolidada y elevada por la gracia sacramental. De esta manera, los cónyuges cristianos, además de ayudarse recíprocamente en el camino de la santificación, son en el mundo signo e instrumento de la caridad de Cristo. Con su misma vida, están llamados a ser testigos y anunciadores del sentido religioso del matrimonio, que la sociedad actual reconoce cada vez con mayor dificultad, especialmente cuando acepta visiones relativistas del mismo fundamento natural de la institución matrimonial.
III. La subjetividad social de la familia
a) El amor y la formación de la comunidad de personas
221 La familia se presenta como espacio de comunión —tan necesaria en una sociedad cada vez más individualista—, que debe desarrollarse como una auténtica comunidad de personas490gracias al incesante dinamismo del amor, dimensión fundamental de la experiencia humana, cuyo lugar privilegiado para manifestarse es precisamente la familia: «El amor hace que el hombre se realice mediante la entrega sincera de sí mismo. Amar significa dar y recibir lo que no se puede comprar ni vender, sino sólo regalar libre y recíprocamente».491
Gracias al amor, realidad esencial para definir el matrimonio y la familia, cada persona, hombre y mujer, es reconocida, aceptada y respetada en su dignidad. Del amor nacen relaciones vividas como entrega gratuita, que «respetando y favoreciendo en todos y cada uno la dignidad personal como único título de valor, se hace acogida cordial, encuentro y diálogo, disponibilidad desinteresada, servicio generoso y solidaridad profunda».492 La existencia de familias que viven con este espíritu pone al descubierto las carencias y contradicciones de una sociedad que tiende a privilegiar relaciones basadas principalmente, cuando no exclusivamente, en criterios de eficiencia y funcionalidad. La familia que vive construyendo cada día una red de relaciones interpersonales, internas y externas, se convierte en la «primera e insustituible escuela de socialidad, ejemplo y estímulo para las relaciones comunitarias más amplias en un clima de respeto, justicia, diálogo y amor».493
222 El amor se expresa también mediante la atención esmerada de los ancianos que viven en la familia: su presencia supone un gran valor. Son un ejemplo de vinculación entre generaciones, un recurso para el bienestar de la familia y de toda la sociedad: «No sólo pueden dar testimonio de que hay aspectos de la vida, como los valores humanos y culturales, morales y sociales, que no se miden en términos económicos o funcionales, sino ofrecer también una aportación eficaz en el ámbito laboral y en el de la responsabilidad. Se trata, en fin, no sólo de hacer algo por los ancianos, sino de aceptar también a estas personas como colaboradores responsables, con modalidades que lo hagan realmente posible, como agentes de proyectos compartidos, bien en fase de programación, de diálogo o de actuación».494 Como dice la Sagrada Escritura, las personas «todavía en la vejez tienen fruto» (Sal 92,15). Los ancianos constituyen una importante escuela de vida, capaz de transmitir valores y tradiciones y de favorecer el crecimiento de los más jóvenes: estos aprenden así a buscar no sólo el propio bien, sino también el de los demás. Si los ancianos se hallan en una situación de sufrimiento y dependencia, no sólo necesitan cuidados médicos y asistencia adecuada, sino, sobre todo, ser tratados con amor.
223 El ser humano ha sido creado para amar y no puede vivir sin amor. El amor, cuando se manifiesta en el don total de dos personas en su complementariedad, no puede limitarse a emociones o sentimientos, y mucho menos a la mera expresión sexual. Una sociedad que tiende a relativizar y a banalizar cada vez más la experiencia del amor y de la sexualidad, exalta los aspectos efímeros de la vida y oscurece los valores fundamentales. Se hace más urgente que nunca anunciar y testimoniar que la verdad del amor y de la sexualidad conyugal se encuentra allí donde se realiza la entrega plena y total de las personas con las características de la unidad y de la fidelidad.495 Esta verdad, fuente de alegría, esperanza y vida, resulta impenetrable e inalcanzable mientras se permanezca encerrados en el relativismo y en el escepticismo.
224 En relación a las teorías que consideran la identidad de género como un mero producto cultural y social derivado de la interacción entre la comunidad y el individuo, con independencia de la identidad sexual personal y del verdadero significado de la sexualidad, la Iglesia no se cansará de ofrecer la propia enseñanza: «Corresponde a cada uno, hombre y mujer, reconocer y aceptar su identidad sexual. La diferencia y la complementariedad físicas, morales y espirituales, están orientadas a los bienes del matrimonio y al desarrollo de la vida familiar. La armonía de la pareja humana y de la sociedad depende en parte de la manera en que son vividas entre los sexos la complementariedad, la necesidad y el apoyo mutuos».496 Esta perspectiva lleva a considerar necesaria la adecuación del derecho positivo a la ley natural, según la cual la identidad sexual es indiscutible, porque es la condición objetiva para formar una pareja en el matrimonio.
225 La naturaleza del amor conyugal exige la estabilidad de la relación matrimonial y su indisolubilidad. La falta de estos requisitos perjudica la relación de amor exclusiva y total, propia del vínculo matrimonial, trayendo consigo graves sufrimientos para los hijos e incluso efectos negativos para el tejido social.
La estabilidad y la indisolubilidad de la unión matrimonial no deben quedar confiadas exclusivamente a la intención y al compromiso de los individuos: la responsabilidad en el cuidado y la promoción de la familia, como institución natural y fundamental, precisamente en consideración de sus aspectos vitales e irrenunciables, compete principalmente a toda la sociedad. La necesidad de conferir un carácter institucional al matrimonio, fundándolo sobre un acto público, social y jurídicamente reconocido, deriva de exigencias básicas de naturaleza social.
La introducción del divorcio en las legislaciones civiles ha alimentado una visión relativista de la unión conyugal y se ha manifestado ampliamente como una «verdadera plaga social».497 Las parejas que conservan y afianzan los bienes de la estabilidad y de la indisolubilidad «cumplen... de manera útil y valiente, el cometido a ellas confiado de ser un “signo” en el mundo —un signo pequeño y precioso, a veces expuesto a la tentación, pero siempre renovado— de la incansable fidelidad con que Dios y Jesucristo aman a todos los hombres y a cada hombre».498
226 La Iglesia no abandona a su suerte aquellos que, tras un divorcio, han vuelto a contraer matrimonio. La Iglesia ora por ellos, los anima en las dificultades de orden espiritual que se les presentan y los sostiene en la fe y en la esperanza. Por su parte, estas personas, en cuanto bautizados, pueden y deben participar en la vida de la Iglesia: se les exhorta a escuchar la Palabra de Dios, a frecuentar el sacrificio de la Misa, a perseverar en la oración, a incrementar las obras de caridad y las iniciativas de la comunidad a favor de la justicia y de la paz, a educar a los hijos en la fe, a cultivar el espíritu y las obras de penitencia para implorar así, día a día, la gracia de Dios.
La reconciliación en el sacramento de la penitencia, —que abriría el camino al sacramento eucarístico— puede concederse sólo a aquéllos que, arrepentidos, están sinceramente dispuestos a una forma de vida que ya no esté en contradicción con la indisolubilidad del matrimonio.499
Actuando así, la Iglesia profesa su propia fidelidad a Cristo y a su verdad; al mismo tiempo, se comporta con ánimo materno para con estos hijos suyos, especialmente con aquellos que sin culpa suya, han sido abandonados por su cónyuge legítimo. La Iglesia cree con firme convicción que incluso cuantos se han apartado del mandamiento del Señor y persisten en ese estado, podrán obtener de Dios la gracia de la conversión y de la salvación si perseveran en la oración, en la penitencia y en la caridad.500
227 Las uniones de hecho, cuyo número ha ido progresivamente aumentando, se basan sobre un falso concepto de la libertad de elección de los individuos501y sobre una concepción privada del matrimonio y de la familia. El matrimonio no es un simple pacto de convivencia, sino una relación con una dimensión social única respecto a las demás, ya que la familia, con el cuidado y la educación de los hijos, se configura como el instrumento principal e insustituible para el crecimiento integral de toda persona y para su positiva inserción en la vida social.
La eventual equiparación legislativa entre la familia y las «uniones de hecho» se traduciría en un descrédito del modelo de familia, que no se puede realizar en una relación precaria entre personas502, sino sólo en una unión permanente originada en el matrimonio, es decir, en el pacto entre un hombre y una mujer, fundado sobre una elección recíproca y libre que implica la plena comunión conyugal orientada a la procreación.
228 Un problema particular, vinculado a las uniones de hecho, es el que se refiere a la petición de reconocimiento jurídico de las uniones homosexuales, objeto, cada vez más, de debate público. Sólo una antropología que responda a la plena verdad del hombre puede dar una respuesta adecuada al problema, que presenta diversos aspectos tanto en el plano social como eclesial.503 A la luz de esta antropología se evidencia «qué incongruente es la pretensión de atribuir una realidad “conyugal” a la unión entre personas del mismo sexo. Se opone a esto, ante todo, la imposibilidad objetiva de hacer fructificar el matrimonio mediante la transmisión de la vida, según el proyecto inscrito por Dios en la misma estructura del ser humano. Asimismo, también se opone a ello la ausencia de los presupuestos para la complementariedad interpersonal querida por el Creador, tanto en el plano físico-biológico como en el eminentemente psicológico, entre el varón y la mujer. Únicamente en la unión entre dos personas sexualmente diversas puede realizarse la perfección de cada una de ellas, en una síntesis de unidad y mutua complementariedad psíco-física».504
La persona homosexual debe ser plenamente respetada en su dignidad505, y animada a seguir el plan de Dios con un esfuerzo especial en el ejercicio de la castidad.506 Este respeto no significa la legitimación de comportamientos contrarios a la ley moral ni, mucho menos, el reconocimiento de un derecho al matrimonio entre personas del mismo sexo, con la consiguiente equiparación de estas uniones con la familia:507 «Si, desde el punto de vista legal, el casamiento entre dos personas de sexo diferente fuese sólo considerado como uno de los matrimonios posibles, el concepto de matrimonio sufriría un cambio radical, con grave deterioro del bien común. Poniendo la unión homosexual en un plano jurídico análogo al del matrimonio o al de la familia, el Estado actúa arbitrariamente y entra en contradicción con sus propios deberes».508
229 La solidez del núcleo familiar es un recurso determinante para la calidad de la convivencia social. Por ello la comunidad civil no puede permanecer indiferente ante las tendencias disgregadoras que minan en la base sus propios fundamentos. Si una legislación puede en ocasiones tolerar comportamientos moralmente inaceptables509, no debe jamás debilitar el reconocimiento del matrimonio monogámico indisoluble, como única forma auténtica de la familia. Es necesario, por tanto, que las autoridades públicas «resistiendo a las tendencias disgregadoras de la misma sociedad y nocivas para la dignidad, seguridad y bienestar de los ciudadanos, procuren que la opinión pública no sea llevada a menospreciar la importancia institucional del matrimonio y de la familia».510
Es tarea de la comunidad cristiana y de todos aquellos que se preocupan sinceramente por el bien de la sociedad, reafirmar que «la familia constituye, más que una unidad jurídica, social y económica, una comunidad de amor y de solidaridad, insustituible para la enseñanza y transmisión de los valores culturales, éticos, sociales, espirituales y religiosos, esenciales para el desarrollo y bienestar de los propios miembros y de la sociedad».511
b) La familia es el santuario de la vida
230 El amor conyugal está por su naturaleza abierto a la acogida de la vida.512 En la tarea procreadora se revela de forma eminente la dignidad del ser humano, llamado a hacerse intérprete de la bondad y de la fecundidad que proviene de Dios: «La paternidad y la maternidad humanas, aún siendo biológicamente parecidas a las de otros seres de la naturaleza, tienen en sí mismas, de manera esencial y exclusiva, una “semejanza” con Dios, sobre la que se funda la familia, entendida como comunidad de vida humana, como comunidad de personas unidas en el amor (communio personarum)».513
La procreación expresa la subjetividad social de la familia e inicia un dinamismo de amor y de solidaridad entre las generaciones que constituye la base de la sociedad. Es necesario redescubrir el valor social de partícula del bien común insita en cada nuevo ser humano: cada niño «hace de sí mismo un don a los hermanos, hermanas, padres, a toda la familia. Su vida se convierte en don para los mismos donantes de la vida, los cuales no dejarán de sentir la presencia del hijo, su participación en la vida de ellos, su aportación a su bien común y al de la comunidad familiar».514
231 La familia fundada en el matrimonio es verdaderamente el santuario de la vida, «el ámbito donde la vida, don de Dios, puede ser acogida y protegida de manera adecuada contra los múltiples ataques a los que está expuesta, y puede desarrollarse según las exigencias de un auténtico crecimiento humano».515 La función de la familia es determinante e insustituible en la promoción y construcción de la cultura de la vida516, contra la difusión de una «“anticivilización” destructora, como demuestran hoy tantas tendencias y situaciones de hecho».517
Las familias cristianas tienen, en virtud del sacramento recibido, la peculiar misión de ser testigos y anunciadoras del Evangelio de la vida. Es un compromiso que adquiere, en la sociedad, el valor de verdadera y valiente profecía. Por este motivo, «servir el Evangelio de la vida supone que las familias, participando especialmente en asociaciones familiares, trabajan para que las leyes e instituciones del Estado no violen de ningún modo el derecho a la vida, desde la concepción hasta la muerte natural, sino que la defiendan y promuevan».518
232 La familia contribuye de modo eminente al bien social por medio de la paternidad y la maternidad responsables, formas peculiares de la especial participación de los cónyuges en la obra creadora de Dios.519 La carga que conlleva esta responsabilidad, no se puede invocar para justificar posturas egoístas, sino que debe guiar las opciones de los cónyuges hacia una generosa acogida de la vida: «En relación con las condiciones físicas, económicas, psicológicas y sociales, la paternidad responsable se pone en práctica, ya sea con la deliberación ponderada y generosa de tener una familia numerosa, ya sea con la decisión, tomada por graves motivos y en el respeto de la ley moral, de evitar un nuevo nacimiento durante
algún tiempo o por tiempo indefinido».520 Las motivaciones que deben guiar a los esposos en el ejercicio responsable de la paternidad y de la maternidad, derivan del pleno reconocimiento de los propios deberes hacia Dios, hacia sí mismos, hacia la familia y hacia la sociedad, en una justa jerarquía de valores.
233 En cuanto a los «medios» para la procreación responsable, se han de rechazar como moralmente ilícitos tanto la esterilización como el aborto.521 Este último, en particular, es un delito abominable y constituye siempre un desorden moral particularmente grave522; lejos de ser un derecho, es más bien un triste fenómeno que contribuye gravemente a la difusión de una mentalidad contra la vida, amenazando peligrosamente la convivencia social justa y democrática.523
Se ha de rechazar también el recurso a los medios contraceptivos en sus diversas formas.524 Este rechazo deriva de una concepción correcta e íntegra de la persona y de la sexualidad humana525, y tiene el valor de una instancia moral en defensa del verdadero desarrollo de los pueblos.526 Las mismas razones de orden antropológico, justifican, en cambio, como lícito el recurso a la abstinencia en los períodos de fertilidad femenina.527 Rechazar la contracepción y recurrir a los métodos naturales de regulación de la natalidad comporta la decisión de vivir las relaciones interpersonales entre los cónyuges con recíproco respeto y total acogida; de ahí derivarán también consecuencias positivas para la realización de un orden social más humano.
234 El juicio acerca del intervalo entre los nacimientos y el número de los hijos corresponde solamente a los esposos. Este es uno de sus derechos inalienables, que ejercen ante Dios, considerando los deberes para consigo mismos, con los hijos ya nacidos, la familia y la sociedad.528 La intervención del poder público, en el ámbito de su competencia, para la difusión de una información apropiada y la adopción de oportunas medidas demográficas, debe cumplirse respetando las personas y la libertad de las parejas: no puede jamás sustituir sus decisiones529; tanto menos lo pueden hacer las diversas organizaciones que trabajan en este campo.
Son moralmente condenables, como atentados a la dignidad de la persona y de la familia, los programas de ayuda económica destinados a financiar campañas de esterilización y anticoncepción o subordinados a la aceptación de dichas campañas. La solución de las cuestiones relacionadas con el crecimiento demográfico se debe buscar, más bien, respetando contemporáneamente la moral sexual y la social, promoviendo una mayor justicia y una auténtica solidaridad para dar en todas partes dignidad a la vida, comenzando por las condiciones económicas, sociales y culturales.
235 El deseo de maternidad y paternidad no justifica ningún «derecho al hijo», en cambio, son evidentes los derechos de quien aún no ha nacido, al que se deben garantizar las mejores condiciones de existencia, mediante la estabilidad de la familia fundada sobre el matrimonio y la complementariedad de las dos figuras, paterna y materna.530 El acelerado desarrollo de la investigación y de sus aplicaciones técnicas en el campo de la reproducción, plantea nuevas y delicadas cuestiones que exigen la intervención de la sociedad y la existencia de normas que regulen este ámbito de la convivencia humana.
Es necesario reafirmar que no son moralmente aceptables todas aquellas técnicas de reproducción —como la donación de esperma o de óvulos; la maternidad sustitutiva; la fecundación artificial heteróloga— en las que se recurre al útero o a los gametos de personas extrañas a los cónyuges. Estas prácticas dañan el derecho del hijo a nacer de un padre y de una madre que lo sean tanto desde el punto de vista biológico como jurídico. También son reprobables las prácticas que separan el acto unitivo del procreativo mediante técnicas de laboratorio, como la inseminación y la fecundación artificial homóloga, de forma que el hijo aparece más como el resultado de un acto técnico, que como el fruto natural del acto humano de donación plena y total de los esposos.531 Evitar el recurso a las diversas formas de la llamada procreación asistida, la cual sustituye el acto conyugal, significa respetar —tanto en los mismos padres como en los hijos que pretenden generar— la dignidad integral de la persona humana.532 Son lícitos, en cambio, los medios que se configuran como ayuda al acto conyugal o en orden a lograr sus efectos.533
236 Una cuestión de particular importancia social y cultural, por las múltiples y graves implicaciones morales que presenta, es la clonación humana, término que, de por sí, en sentido general, significa reproducción de una entidad biológica genéticamente idéntica a la originante. La clonación ha adquirido, tanto en el pensamiento como en la praxis experimental, diversos significados que suponen, a su vez, procedimientos diversos desde el punto de vista de las modalidades técnicas de realización, así como finalidades diferentes. Puede significar la simple replicación en laboratorio de células o de porciones de ADN. Pero hoy específicamente se entiende por clonación la reproducción de individuos, en estado embrional, con modalidades diversas de la fecundación natural y en modo que sean genéticamente idénticos al individuo del que se originan. Este tipo de clonación puede tener una finalidad reproductiva de embriones humanos o una finalidad, llamada terapéutica, que tiende a utilizar estos embriones para fines de investigación científica o, más específicamente, para la producción de células estaminales.
Desde el punto de vista ético, la simple replicación de células normales o de porciones del ADN no presenta problemas particulares. Muy diferente es el juicio del Magisterio acerca de la clonación propiamente dicha. Ésta es contraria a la dignidad de la procreación humana porque se realiza en ausencia total del acto de amor personal entre los esposos, tratándose de una reproducción agámica y asexual.534 En segundo lugar, este tipo de reproducción representa una forma de dominio total sobre el individuo reproducido por parte de quien lo reproduce.535 El hecho que la clonación se realice para reproducir embriones de los cuales extraer células que puedan usarse con fines terapéuticos no atenúa la gravedad moral, porque además para extraer tales células el embrión primero debe ser producido y después eliminado.536
237 Los padres, como ministros de la vida, nunca deben olvidar que la dimensión espiritual de la procreación merece una consideración superior a la reservada a cualquier otro aspecto: «La paternidad y la maternidad representan un cometido de naturaleza no simplemente física, sino espiritual; en efecto, por ellas pasa la genealogía de la persona, que tiene su inicio eterno en Dios y que debe conducir a Él».537 Acogiendo la vida humana en la unidad de sus dimensiones, físicas y espirituales, las familias contribuyen a la «comunión de las generaciones», y dan así una contribución esencial e insustituible al desarrollo de la sociedad. Por esta razón, «la familia tiene derecho a la asistencia de la sociedad en lo referente a sus deberes en la procreación y educación de los hijos. Las parejas casadas con familia numerosa, tienen derecho a una ayuda adecuada y no deben ser discriminadas».538
238 Con la obra educativa, la familia forma al hombre en la plenitud de su dignidad, según todas sus dimensiones, comprendida la social. La familia constituye «una comunidad de amor y de solidaridad, insustituible para la enseñanza y transmisión de los valores culturales, éticos, sociales, espirituales y religiosos, esenciales para el desarrollo y bienestar de sus propios miembros y de la sociedad».539 Cumpliendo con su misión educativa, la familia contribuye al bien común y constituye la primera escuela de virtudes sociales, de la que todas las sociedades tienen necesidad.540 La familia ayuda a que las personas desarrollen su libertad y su responsabilidad, premisas indispensables para asumir cualquier tarea en la sociedad. Además, con la educación se comunican algunos valores fundamentales, que deben ser asimilados por cada persona, necesarios para ser ciudadanos libres, honestos y responsables.541
239 La familia tiene una función original e insustituible en la educación de los hijos.542 El amor de los padres, que se pone al servicio de los hijos para ayudarles a extraer de ellos («e-ducere») lo mejor de sí mismos, encuentra su plena realización precisamente en la tarea educativa: «El amor de los padres se transforma de fuente en alma y, por consiguiente, en norma que inspira y guía toda la acción educativa concreta, enriqueciéndola con los valores de dulzura, constancia, bondad, servicio, desinterés, espíritu de sacrificio, que son el fruto más precioso del amor».543
El derecho y el deber de los padres a la educación de la prole se debe considerar «como esencial, relacionado como está con la transmisión de la vida humana; como original y primario, respecto al deber educativo de los demás, por la unicidad de la relación de amor que subsiste entre padres e hijos; como insustituible e inalienable, y... por consiguiente, no puede ser totalmente delegado o usurpado por otros».544 Los padres tiene el derecho y el deber de impartir una educación religiosa y una formación moral a sus hijos:545 derecho que no puede ser cancelado por el Estado, antes bien, debe ser respetado y promovido. Es un deber primario, que la familia no puede descuidar o delegar.
240 Los padres son los primeros, pero no los únicos, educadores de sus hijos. Corresponde a ellos, por tanto, ejercer con sentido de responsabilidad, la labor educativa en estrecha y vigilante colaboración con los organismos civiles y eclesiales: «La misma dimensión comunitaria, civil y eclesial, del hombre exige y conduce a una acción más amplia y articulada, fruto de la colaboración ordenada de las diversas fuerzas educativas. Éstas son necesarias, aunque cada una puede y debe intervenir con su competencia y con su contribución propias».546 Los padres tienen el derecho a elegir los instrumentos formativos conformes a sus propias convicciones y a buscar los medios que puedan ayudarles mejor en su misión educativa, incluso en el ámbito espiritual y religioso. Las autoridades públicas tienen la obligación de garantizar este derecho y de asegurar las condiciones concretas que permitan su ejercicio.547 En este contexto, se sitúa el tema de la colaboración entre familia e institución escolar.
241 Los padres tienen el derecho de fundar y sostener instituciones educativas. Por su parte, las autoridades públicas deben cuidar que «las subvenciones estatales se repartan de tal manera que los padres sean verdaderamente libres para ejercer su derecho, sin tener que soportar cargas injustas. Los padres no deben soportar, directa o indirectamente, aquellas cargas suplementarias que impiden o limitan injustamente el ejercicio de esta libertad».548 Ha de considerarse una injusticia el rechazo de apoyo económico público a las escuelas no estatales que tengan necesidad de él y ofrezcan un servicio a la sociedad civil: «Cuando el Estado reivindica el monopolio escolar, va más allá de sus derechos y conculca la justicia... El Estado no puede, sin cometer injusticia, limitarse a tolerar las escuelas llamadas privadas. Éstas presentan un servicio público y tienen, por consiguiente, el derecho a ser ayudadas económicamente».549
242 La familia tiene la responsabilidad de ofrecer una educación integral. En efecto, la verdadera educación «se propone la formación de la persona humana en orden a su fin último y al bien de las sociedades, de las que el hombre es miembro y en cuyas responsabilidades participará cuando llegue a ser adulto».550 Esta integridad queda asegurada cuando —con el testimonio de vida y con la palabra— se educa a los hijos al diálogo, al encuentro, a la sociabilidad, a la legalidad, a la solidaridad y a la paz, mediante el cultivo de las virtudes fundamentales de la justicia y de la caridad.551
En la educación de los hijos, las funciones materna y paterna son igualmente necesarias.552 Por lo tanto, los padres deben obrar siempre conjuntamente. Ejercerán la autoridad con respeto y delicadeza, pero también con firmeza y vigor: debe ser una autoridad creíble, coherente, sabia y siempre orientada al bien integral de los hijos.
243 Los padres tienen una particular responsabilidad en la esfera de la educación sexual. Es de fundamental importancia, para un crecimiento armónico, que los hijos aprendan de modo ordenado y progresivo el significado de la sexualidad y aprendan a apreciar los valores humanos y morales a ella asociados: «Por los vínculos estrechos que hay entre la dimensión sexual de la persona y sus valores éticos, esta educación debe llevar a los hijos a conocer y estimar las normas morales como garantía necesaria y preciosa para un crecimiento personal y responsable en la sexualidad humana».553 Los padres tienen la obligación de verificar las modalidades en que se imparte la educación sexual en las instituciones educativas, con el fin de controlar que un tema tan importante y delicado sea tratado en forma apropiada.
d) Dignidad y derechos de los niños
244 La doctrina social de la Iglesia indica constantemente la exigencia de respetar la dignidad de los niños. «En la familia, comunidad de personas, debe reservarse una atención especialísima al niño, desarrollando una profunda estima por su dignidad personal, así como un gran respeto y un generoso servicio a sus derechos. Esto vale respecto a todo niño, pero adquiere una urgencia singular cuando el niño es pequeño y necesita de todo, está enfermo, delicado o es minusválido».554
Los derechos de los niños deben ser protegidos por los ordenamientos jurídicos. Es necesario, sobre todo, el reconocimiento público en todos los países del valor social de la infancia: «Ningún país del mundo, ningún sistema político, puede pensar en el propio futuro de modo diverso si no es a través de la imagen de estas nuevas generaciones, que tomarán de sus padres el múltiple patrimonio de los valores, de los deberes, de las aspiraciones de la Nación a la que pertenecen, junto con el de toda la familia humana».555 El primer derecho del niño es «a nacer en una familia verdadera»556, un derecho cuyo respeto ha sido siempre problemático y que hoy conoce nuevas formas de violación debidas al desarrollo de las técnicas genéticas.
245 La situación de gran parte de los niños en el mundo dista mucho de ser satisfactoria, por la falta de condiciones que favorezcan su desarrollo integral, a pesar de la existencia de un específico instrumento jurídico internacional para tutelar los derechos del niño557, ratificado por la casi totalidad de los miembros de la comunidad internacional. Se trata de condiciones vinculadas a la carencia de servicios de salud, de una alimentación adecuada, de posibilidades de recibir un mínimo de formación escolar y de una casa. Siguen sin resolverse además algunos problemas gravísimos: el tráfico de niños, el trabajo infantil, el fenómeno de los «niños de la calle», el uso de niños en conflictos armados, el matrimonio de las niñas, la utilización de niños para el comercio de material pornográfico, incluso a través de los más modernos y sofisticados instrumentos de comunicación social. Es indispensable combatir, a nivel nacional e internacional, las violaciones de la dignidad de los niños y de las niñas causadas por la explotación sexual, por las personas dedicadas a la pedofilia y por las violencias de todo tipo infligidas a estas personas humanas, las más indefensas.558 Se trata de actos delictivos que deben ser combatidos eficazmente con adecuadas medidas preventivas y penales, mediante una acción firme por parte de las diversas autoridades.
IV. La familia,
protagonista de la vida social
246 La subjetividad social de las familias, tanto individualmente como asociadas, se expresa también con manifestaciones de solidaridad y ayuda mutua, no sólo entre las mismas familias, sino también mediante diversas formas de participación en la vida social y política. Se trata de la consecuencia de la realidad familiar fundada en el amor: naciendo del amor y creciendo en él, la solidaridad pertenece a la familia como elemento constitutivo y estructural.
Es una solidaridad que puede asumir el rostro del servicio y de la atención a cuantos viven en la pobreza y en la indigencia, a los huérfanos, a los minusválidos, a los enfermos, a los ancianos, a quien está de luto, a cuantos viven en la confusión, en la soledad o en el abandono; una solidaridad que se abre a la acogida, a la tutela o a la adopción; que sabe hacerse voz ante las instituciones de cualquier situación de carencia, para que intervengan según sus finalidades específicas.
247 Las familias, lejos de ser sólo objeto de la acción política, pueden y deben ser sujeto de esta actividad, movilizándose para «procurar que las leyes y las instituciones del Estado no sólo no ofendan, sino que sostengan y defiendan positivamente los derechos y deberes de la familia. En este sentido, las familias deben crecer en la conciencia de ser “protagonistas” de la llamada “política familiar” y asumir la responsabilidad de transformar la sociedad».559 Con este fin, se ha de reforzar el asociacionismo familiar: «Las familias tienen el derecho de formar asociaciones con otras familias e instituciones, con el fin de cumplir la tarea familiar de manera apropiada y eficaz, así como defender los derechos, fomentar el bien y representar los intereses de la familia. En el orden económico, social, jurídico y cultural, las familias y las asociaciones familiares deben ver reconocido su propio papel en la planificación y el desarrollo de programas que afectan a la vida familiar».560
b) Familia, vida económica y trabajo
248 La relación que se da entre la familia y la vida económica es particularmente significativa. Por una parte, en efecto, la «eco-nomía» nació del trabajo doméstico: la casa ha sido por mucho tiempo, y todavía —en muchos lugares— lo sigue siendo, unidad de producción y centro de vida. El dinamismo de la vida económica, por otra parte, se desarrolla a partir de la iniciativa de las personas y se realiza, como círculos concéntricos, en redes cada vez más amplias de producción e intercambio de bienes y servicios, que involucran de forma creciente a las familias. La familia, por tanto, debe ser considerada protagonista esencial de la vida económica, orientada no por la lógica del mercado, sino según la lógica del compartir y de la solidaridad entre las generaciones.
249 Una relación muy particular une a la familia con el trabajo: «La familia constituye uno de los puntos de referencia más importantes, según los cuales debe formarse el orden socio-ético del trabajo humano».561 Esta relación hunde sus raíces en la conexión que existe entre la persona y su derecho a poseer el fruto de su trabajo y atañe no sólo a la persona como individuo, sino también como miembro de una familia, entendida como «sociedad doméstica».562
El trabajo es esencial en cuanto representa la condición que hace posible la fundación de una familia, cuyos medios de subsistencia se adquieren mediante el trabajo. El trabajo condiciona también el proceso de desarrollo de las personas, porque una familia afectada por la desocupación, corre el peligro de no realizar plenamente sus finalidades.563
La aportación que la familia puede ofrecer a la realidad del trabajo es preciosa, y por muchas razones, insustituible. Se trata de una contribución que se expresa tanto en términos económicos como a través de los vastos recursos de solidaridad que la familia posee. Estos últimos constituyen un apoyo importante para quien, en la familia, se encuentra sin trabajo o está buscando una ocupación. Pero más radicalmente aún, es una contribución que se realiza con la educación al sentido del trabajo y mediante el ofrecimiento de orientaciones y apoyos ante las mismas decisiones profesionales.
250 Para tutelar esta relación entre familia y trabajo, un elemento importante que se ha de apreciar y salvaguardar es el salario familiar, es decir, un salario suficiente que permita mantener y vivir dignamente a la familia.564 Este salario debe permitir un cierto ahorro que favorezca la adquisición de alguna forma de propiedad, como garantía de libertad. El derecho a la propiedad se encuentra estrechamente ligado a la existencia de la familia, que se protege de las necesidades gracias también al ahorro y a la creación de una propiedad familiar.565 Diversas pueden ser las formas de llevar a efecto el salario familiar. Contribuyen a determinarlo algunas medidas sociales importantes, como los subsidios familiares y otras prestaciones por las personas a cargo, así como la remuneración del trabajo en el hogar de uno de los padres.566
251 En la relación entre la familia y el trabajo, una atención especial se reserva al trabajo de la mujer en la familia, o labores de cuidado familiar, que implica también las responsabilidades del hombre como marido y padre. Las labores de cuidado familiar, comenzando por las de la madre, precisamente porque están orientadas y dedicadas al servicio de la calidad de la vida, constituyen un tipo de actividad laboral eminentemente personal y personalizante, que debe ser socialmente reconocida y valorada567, incluso mediante una retribución económica al menos semejante a la de otras labores.568 Al mismo tiempo, es necesario que se eliminen todos los obstáculos que impiden a los esposos ejercer libremente su responsabilidad procreativa y, en especial, los que impiden a la mujer desarrollar plenamente sus funciones maternas.569
V. La sociedad al servicio de la familia
252 El punto de partida para una relación correcta y constructiva entre la familia y la sociedad es el reconocimiento de la subjetividad y de la prioridad social de la familia. Esta íntima relación entre las dos «impone también que la sociedad no deje de cumplir su deber fundamental de respetar y promover la familia misma».570 La sociedad y, en especial, las instituciones estatales, —respetando la prioridad y «preeminencia» de la familia— están llamadas a garantizar y favorecer la genuina identidad de la vida familiar y a evitar y combatir todo lo que la altera y daña. Esto exige que la acción política y legislativa salvaguarde los valores de la familia, desde la promoción de la intimidad y la convivencia familiar, hasta el respeto de la vida naciente y la efectiva libertad de elección en la educación de los hijos. La sociedad y el Estado no pueden, por tanto, ni absorber ni sustituir, ni reducir la dimensión social de la familia; más bien deben honrarla, reconocerla, respetarla y promoverla según el principio de subsidiaridad.571
253 El servicio de la sociedad a la familia se concreta en el reconocimiento, el respeto y la promoción de los derechos de la familia.572Todo esto requiere la realización de auténticas y eficaces políticas familiares, con intervenciones precisas, capaces de hacer frente a las necesidades que derivan de los derechos de la familia como tal. En este sentido, es necesario como requisito previo, esencial e irrenunciable, el reconocimiento —lo cual comporta la tutela, la valoración y la promoción— de la identidad de la familia, sociedad natural fundada sobre el matrimonio. Este reconocimiento establece una neta línea de demarcación entre la familia, entendida correctamente, y las otras formas de convivencia, que —por su naturaleza— no pueden merecer ni el nombre ni la condición de familia.
254 El reconocimiento, por parte de las instituciones civiles y del Estado, de la prioridad de la familia sobre cualquier otra comunidad y sobre la misma realidad estatal, comporta superar las concepciones meramente individualistas y asumir la dimensión familiar como perspectiva cultural y política, irrenunciable en la consideración de las personas. Ello no se coloca como alternativa de los derechos que las personas poseen individualmente, sino más bien como su apoyo y tutela. Esta perspectiva hace posible elaborar criterios normativos para una solución correcta de los diversos problemas sociales, porque las personas no deben ser consideradas sólo singularmente, sino también en relación a sus propios núcleos familiares, cuyos valores específicos y exigencias han de ser tenidos en cuenta.
El trabajo humano
I. Aspectos bíblicos
a) La tarea de cultivar y custodiar la tierra
255 El Antiguo Testamento presenta a Dios como Creador omnipotente (cf. Gn 2,2; Jb 38-41; Sal 104; Sal 147), que plasma al hombre a su imagen y lo invita a trabajar la tierra (cf. Gn 2,5-6), y a custodiar el jardín del Edén en donde lo ha puesto (cf. Gn 2,15). Dios confía a la primera pareja humana la tarea de someter la tierra y de dominar todo ser viviente (cf. Gn 1,28). El dominio del hombre sobre los demás seres vivos, sin embargo, no debe ser despótico e irracional; al contrario, él debe «cultivar y custodiar» (cf. Gn 2,15) los bienes creados por Dios: bienes que el hombre no ha creado sino que ha recibido como un don precioso, confiado a su responsabilidad por el Creador. Cultivar la tierra significa no abandonarla a sí misma; dominarla es tener cuidado de ella, así como un rey sabio cuida de su pueblo y un pastor de su grey.
En el designio del Creador, las realidades creadas, buenas en sí mismas, existen en función del hombre. El asombro ante el misterio de la grandeza del hombre hace exclamar al salmista: «¿Qué es el hombre para que de él te acuerdes, el hijo de Adán, para que de él te cuides? Apenas inferior a un dios le hiciste, coronándole de gloria y de esplendor; le hiciste señor de las obras de tus manos, todo fue puesto por ti bajo sus pies» (Sal 8,5-7).
256 El trabajo pertenece a la condición originaria del hombre y precede a su caída; no es, por ello, ni un castigo ni una maldición. Se convierte en fatiga y pena a causa del pecado de Adán y Eva, que rompen su relación confiada y armoniosa con Dios (cf. Gn 3, 6-8). La prohibición de comer «del árbol de la ciencia del bien y del mal» (Gn 2,17) recuerda al hombre que ha recibido todo como don y que sigue siendo una criatura y no el Creador. El pecado de Adán y Eva fue provocado precisamente por esta tentación: «seréis como dioses» (Gn 3,5). Quisieron tener el dominio absoluto sobre todas las cosas, sin someterse a la voluntad del Creador. Desde entonces, el suelo se ha vuelto avaro, ingrato, sordamente hostil (cf. Gn 4,12); sólo con el sudor de la frente será posible obtener el alimento (cf. Gn 3,17.19). Sin embargo, a pesar del pecado de los primeros padres, el designio del Creador, el sentido de sus criaturas y, entre estas, del hombre, llamado a ser cultivador y custodio de la creación, permanecen inalterados.
257 El trabajo debe ser honrado porque es fuente de riqueza o, al menos, de condiciones para una vida decorosa, y, en general, instrumento eficaz contra la pobreza (cf. Pr 10,4). Pero no se debe ceder a la tentación de idolatrarlo, porque en él no se puede encontrar el sentido último y definitivo de la vida. El trabajo es esencial, pero es Dios, no el trabajo, la fuente de la vida y el fin del hombre. El principio fundamental de la sabiduría es el temor del Señor; la exigencia de justicia, que de él deriva, precede a la del beneficio: «Mejor es poco con temor de Yahvéh, que gran tesoro con inquietud» (Pr 15,16); «Más vale poco, con justicia, que mucha renta sin equidad» (Pr 16,8).
258 El culmen de la enseñanza bíblica sobre el trabajo es el mandamiento del descanso sabático. El descanso abre al hombre, sujeto a la necesidad del trabajo, la perspectiva de una libertad más plena, la del Sábado eterno (cf. Hb 4,9-10). El descanso permite a los hombres recordar y revivir las obras de Dios, desde la Creación hasta la Redención, reconocerse a sí mismos como obra suya (cf. Ef 2,10), y dar gracias por su vida y su subsistencia a Él, que de ellas es el Autor.
La memoria y la experiencia del sábado constituyen un baluarte contra el sometimiento humano al trabajo, voluntario o impuesto, y contra cualquier forma de explotación, oculta o manifiesta. El descanso sabático, en efecto, además de permitir la participación en el culto a Dios, ha sido instituido en defensa del pobre; su función es también liberadora de las degeneraciones antisociales del trabajo humano. Este descanso, que puede durar incluso un año, comporta una expropiación de los frutos de la tierra a favor de los pobres y la suspensión de los derechos de propiedad de los dueños del suelo: «Seis años sembrarás tu tierra y recogerás su producto; al séptimo la dejarás descansar y en barbecho, para que coman los pobres de tu pueblo, y lo que quede lo comerán los animales del campo. Harás lo mismo con tu viña y tu olivar» (Ex 23,10-11). Esta costumbre responde a una profunda intuición: la acumulación de bienes en manos de algunos se puede convertir en una privación de bienes para otros.
259 En su predicación, Jesús enseña a apreciar el trabajo. Él mismo «se hizo semejante a nosotros en todo, dedicó la mayor parte de los años de su vida terrena al trabajo manual junto al banco del carpintero»573, en el taller de José (cf. Mt 13,55; Mc 6,3), al cual estaba sometido (cf. Lc 2,51). Jesús condena el comportamiento del siervo perezoso, que esconde bajo tierra el talento (cf. Mt 25,14-30) y alaba al siervo fiel y prudente a quien el patrón encuentra realizando las tareas que se le han confiado (cf. Mt 24,46). Él describe su misma misión como un trabajar: «Mi Padre trabaja siempre, y yo también trabajo» (Jn 5,17); y a sus discípulos como obreros en la mies del Señor, que representa a la humanidad por evangelizar (cf. Mt 9,37-38). Para estos obreros vale el principio general según el cual «el obrero tiene derecho a su salario» (Lc 10,7); están autorizados a hospedarse en las casas donde los reciban, a comer y beber lo que les ofrezcan (cf. ibídem).
260 En su predicación, Jesús enseña a los hombres a no dejarse dominar por el trabajo. Deben, ante todo, preocuparse por su alma; ganar el mundo entero no es el objetivo de su vida (cf. Mc 8,36). Los tesoros de la tierra se consumen, mientras los del cielo son imperecederos: a estos debe apegar el hombre su corazón (cf. Mt 6,19-21). El trabajo no debe afanar (cf. Mt 6,25.31.34): el hombre preocupado y agitado por muchas cosas, corre el peligro de descuidar el Reino de Dios y su justicia (cf. Mt 6,33), del que tiene verdadera necesidad; todo lo demás, incluido el trabajo, encuentra su lugar, su sentido y su valor, sólo si está orientado a la única cosa necesaria, que no se le arrebatará jamás (cf. Lc 10,40-42).
261 Durante su ministerio terreno, Jesús trabaja incansablemente, realizando obras poderosas para liberar al hombre de la enfermedad, del sufrimiento y de la muerte. El sábado, que el Antiguo Testamento había puesto como día de liberación y que, observado sólo formalmente, se había vaciado de su significado auténtico, es reafirmado por Jesús en su valor originario: «¡El sábado ha sido instituido para el hombre y no el hombre para el sábado!» (Mc 2,27). Con las curaciones, realizadas en este día de descanso (cf. Mt 12,9-14; Mc 3,1-6; Lc 6,6-11; 13,10-17; 14,1-6), Jesús quiere demostrar que es Señor del sábado, porque Él es verdaderamente el Hijo de Dios, y que es el día en que el hombre debe dedicarse a Dios y a los demás. Liberar del mal, practicar la fraternidad y compartir, significa conferir al trabajo su significado más noble, es decir, lo que permite a la humanidad encaminarse hacia el Sábado eterno, en el cual, el descanso se transforma en la fiesta a la que el hombre aspira interiormente. Precisamente, en la medida en que orienta la humanidad a la experiencia del sábado de Dios y de su vida de comunión, el trabajo inaugura sobre la tierra la nueva creación.
262 La actividad humana de enriquecimiento y de transformación del universo puede y debe manifestar las perfecciones escondidas en él, que tienen en el Verbo increado su principio y su modelo. Los escritos paulinos y joánicos destacan la dimensión trinitaria de la creación y, en particular, la unión entre el Hijo-Verbo, el «Logos», y la creación (cf. Jn 1,3; 1 Co 8,6; Col 1,15-17). Creado en Él y por medio de Él, redimido por Él, el universo no es una masa casual, sino un «cosmos»574, cuyo orden el hombre debe descubrir, secundar y llevar a cumplimiento. «En Jesucristo, el mundo visible, creado por Dios para el hombre —el mundo que, entrando el pecado, está sujeto a la vanidad (Rm 8,20; cf. ibíd., 8,19-22)— adquiere nuevamente el vínculo original con la misma fuente divina de la Sabiduría y del Amor».575 De esta manera, es decir, esclareciendo en progresión ascendente, «la inescrutable riqueza de Cristo» (Ef 3,8) en la creación, el trabajo humano se transforma en un servicio a la grandeza de Dios.
263 El trabajo representa una dimensión fundamental de la existencia humana no sólo como participación en la obra de la creación, sino también de la redención. Quien soporta la penosa fatiga del trabajo en unión con Jesús coopera, en cierto sentido, con el Hijo de Dios en su obra redentora y se muestra como discípulo de Cristo llevando la Cruz cada día, en la actividad que está llamado a cumplir. Desde esta perspectiva, el trabajo puede ser considerado como un medio de santificación y una animación de las realidades terrenas en el Espíritu de Cristo.576 El trabajo, así presentado, es expresión de la plena humanidad del hombre, en su condición histórica y en su orientación escatológica: su acción libre y responsable muestra su íntima relación con el Creador y su potencial creativo, mientras combate día a día la deformación del pecado, también al ganarse el pan con el sudor de su frente.
264 La conciencia de la transitoriedad de la «escena de este mundo» (cf. 1 Co 7,31) no exime de ninguna tarea histórica, mucho menos del trabajo (cf. 2 Ts 3,7-15), que es parte integrante de la condición humana, sin ser la única razón de la vida. Ningún cristiano, por el hecho de pertenecer a una comunidad solidaria y fraterna, debe sentirse con derecho a no trabajar y vivir a expensas de los demás (cf. 2 Ts 3,6-12). Al contrario, el apóstol Pablo exhorta a todos a ambicionar «vivir en tranquilidad» con el trabajo de las propias manos, para que «no necesitéis de nadie» (1 Ts 4,11-12), y a practicar una solidaridad, incluso material, que comparta los frutos del trabajo con quien «se halle en necesidad» (Ef 4,28). Santiago defiende los derechos conculcados de los trabajadores: «Mirad; el salario que no habéis pagado a los obreros que segaron vuestros campos está gritando; y los gritos de los segadores han llegado a los oídos del Señor de los ejércitos» (St 5,4). Los creyentes deben vivir el trabajo al estilo de Cristo, convirtiéndolo en ocasión para dar un testimonio cristiano «ante los de fuera» (1 Ts 4,12).
265 Los Padres de la Iglesia jamás consideran el trabajo como «opus servile», —como era considerado, en cambio, en la cultura de su tiempo—, sino siempre como «opus humanum», y tratan de honrarlo en todas sus expresiones. Mediante el trabajo, el hombre gobierna el mundo colaborando con Dios; junto a Él, es señor y realiza obras buenas para sí mismo y para los demás. El ocio perjudica el ser del hombre, mientras que la actividad es provechosa para su cuerpo y su espíritu.577 El cristiano está obligado a trabajar no sólo para ganarse el pan, sino también para atender al prójimo más pobre, a quien el Señor manda dar de comer, de beber, vestirlo, acogerlo, cuidarlo y acompañarlo (cf. Mt 25,35-36).578 Cada trabajador, afirma San Ambrosio, es la mano de Cristo que continúa creando y haciendo el bien.579
266 Con el trabajo y la laboriosidad, el hombre, partícipe del arte y de la sabiduría divina, embellece la creación, el cosmos ya ordenado por el Padre580; suscita las energías sociales y comunitarias que alimentan el bien común581, en beneficio sobre todo de los más necesitados. El trabajo humano, orientado hacia la caridad, se convierte en medio de contemplación, se transforma en oración devota, en vigilante ascesis y en anhelante esperanza del día que no tiene ocaso. «En esta visión superior, el trabajo, castigo y al mismo tiempo premio de la actividad humana, comporta otra relación, esencialmente religiosa, que ha expresado felizmente la fórmula benedictina: ¡Ora et labora! El hecho religioso confiere al trabajo humano una espiritualidad animadora y redentora. Este parentesco entre trabajo y religión refleja la alianza misteriosa, pero real, que media entre el actuar humano y el providencial de Dios».582
II. El valor profético
de la «Rerum Novarum»
267 El curso de la historia está marcado por las profundas transformaciones y las grandes conquistas del trabajo, pero también por la explotación de tantos trabajadores y las ofensas a su dignidad. La revolución industrial planteó a la Iglesia un gran desafío, al que el Magisterio social respondió con la fuerza profética, afirmando principios de validez universal y de perenne actualidad, para bien del hombre que trabaja y de sus derechos.
Durante siglos, el mensaje de la Iglesia se dirigía a una sociedad de tipo agrícola, caracterizada por ritmos regulares y cíclicos; ahora había que anunciar y vivir el Evangelio en un nuevo areópago, en el tumulto de los acontecimientos de una sociedad más dinámica, teniendo en cuenta la complejidad de los nuevos fenómenos y de las increíbles transformaciones que la técnica había hecho posibles. Como punto focal de la solicitud pastoral de la Iglesia se situaba cada vez más urgentemente la cuestión obrera, es decir el problema de la explotación de los trabajadores, producto de la nueva organización industrial del trabajo de matriz capitalista, y el problema, no menos grave, de la instrumentalización ideológica, socialista y comunista, de las justas reivindicaciones del mundo del trabajo. En este horizonte histórico se colocan las reflexiones y las advertencias de la encíclica «Rerum novarum» de León XIII.
268 La «Rerum novarum» es, ante todo, una apasionada defensa de la inalienable dignidad de los trabajadores, a la cual se une la importancia del derecho de propiedad, del principio de colaboración entre clases, de los derechos de los débiles y de los pobres, de las obligaciones de los trabajadores y de los patronos, del derecho de asociación.
Las orientaciones ideales expresadas en la encíclica reforzaron el compromiso de animación cristiana de la vida social, que se manifestó en el nacimiento y la consolidación de numerosas iniciativas de alto nivel civil: uniones y centros de estudios sociales, asociaciones, sociedades obreras, sindicatos, cooperativas, bancos rurales, aseguradoras, obras de asistencia. Todo esto dio un notable impulso a la legislación laboral en orden a la protección de los obreros, sobre todo de los niños y de las mujeres; a la instrucción y a la mejora de los salarios y de la higiene.
269 A partir de la «Rerum novarum», la Iglesia no ha dejado de considerar los problemas del trabajo como parte de una cuestión social que ha adquirido progresivamente dimensiones mundiales.583 La encíclica «Laborem exercens» enriquece la visión personalista del trabajo, característica de los precedentes documentos sociales, indicando la necesidad de profundizar en los significados y los compromisos que el trabajo comporta, poniendo de relieve el hecho que «surgen siempre nuevos interrogantes y problemas, nacen siempre nuevas esperanzas, pero nacen también temores y amenazas relacionados con esta dimensión fundamental de la existencia humana, de la que la vida del hombre está hecha cada día, de la que deriva la propia dignidad específica y en la que a la vez, está contenida la medida incesante de la fatiga humana, del sufrimiento, y también del daño y de la injusticia que invaden profundamente la vida social, dentro de cada Nación y a escala internacional».584 En efecto, el trabajo, «clave esencial»585 de toda la cuestión social, condiciona el desarrollo no sólo económico, sino también cultural y moral, de las personas, de la familia, de la sociedad y de todo el género humano.
III. La dignidad del trabajo
a) La dimensión subjetiva y objetiva del trabajo
270 El trabajo humano tiene una doble dimensión: objetiva y subjetiva. En sentido objetivo, es el conjunto de actividades, recursos, instrumentos y técnicas de las que el hombre se sirve para producir, para dominar la tierra, según las palabras del libro del Génesis. El trabajo en sentido subjetivo, es el actuar del hombre en cuanto ser dinámico, capaz de realizar diversas acciones que pertenecen al proceso del trabajo y que corresponden a su vocación personal: «El hombre debe someter la tierra, debe dominarla, porque, como “imagen de Dios”, es una persona, es decir, un ser subjetivo capaz de obrar de manera programada y racional, capaz de decidir acerca de sí y que tiende a realizarse a sí mismo. Como persona, el hombre es, pues, sujeto del trabajo».586
El trabajo en sentido objetivo constituye el aspecto contingente de la actividad humana, que varía incesantemente en sus modalidades con la mutación de las condiciones técnicas, culturales, sociales y políticas. El trabajo en sentido subjetivo se configura, en cambio, como su dimensión estable, porque no depende de lo que el hombre realiza concretamente, ni del tipo de actividad que ejercita, sino sólo y exclusivamente de su dignidad de ser personal. Esta distinción es decisiva, tanto para comprender cuál es el fundamento último del valor y de la dignidad del trabajo, cuanto para implementar una organización de los sistemas económicos y sociales, respetuosa de los derechos del hombre.
271 La subjetividad confiere al trabajo su peculiar dignidad, que impide considerarlo como una simple mercancía o un elemento impersonal de la organización productiva. El trabajo, independientemente de su mayor o menor valor objetivo, es expresión esencial de la persona, es «actus personae». Cualquier forma de materialismo y de economicismo que intentase reducir el trabajador a un mero instrumento de producción, a simple fuerza-trabajo, a valor exclusivamente material, acabaría por desnaturalizar irremediablemente la esencia del trabajo, privándolo de su finalidad más noble y profundamente humana. La persona es la medida de la dignidad del trabajo: «En efecto, no hay duda de que el trabajo humano tiene un valor ético, el cual está vinculado completa y directamente al hecho de que quien lo lleva a cabo es una persona».587
La dimensión subjetiva del trabajo debe tener preeminencia sobre la objetiva, porque es la del hombre mismo que realiza el trabajo, aquella que determina su calidad y su más alto valor. Si falta esta conciencia o no se quiere reconocer esta verdad, el trabajo pierde su significado más verdadero y profundo: en este caso, por desgracia frecuente y difundido, la actividad laboral y las mismas técnicas utilizadas se consideran más importantes que el hombre mismo y, de aliadas, se convierten en enemigas de su dignidad.
272 El trabajo humano no solamente procede de la persona, sino que está también esencialmente ordenado y finalizado a ella. Independientemente de su contenido objetivo, el trabajo debe estar orientado hacia el sujeto que lo realiza, porque la finalidad del trabajo, de cualquier trabajo, es siempre el hombre. Aun cuando no se puede ignorar la importancia del componente objetivo del trabajo desde el punto de vista de su calidad, esta componente, sin embargo, está subordinada a la realización del hombre, y por ello a la dimensión subjetiva, gracias a la cual es posible afirmar que el trabajo es para el hombre y no el hombre para el trabajo y que «la finalidad del trabajo, de cualquier trabajo realizado por el hombre —aunque fuera el trabajo “más corriente”, más monótono en la escala del modo común de valorar, e incluso el que más margina—, sigue siendo siempre el hombre mismo».588
273 El trabajo humano posee también una intrínseca dimensión social. El trabajo de un hombre, en efecto, se vincula naturalmente con el de otros hombres: «Hoy, principalmente, el trabajar es trabajar con otros y trabajar para otros: es un hacer algo para alguien».589 También los frutos del trabajo son ocasión de intercambio, de relaciones y de encuentro. El trabajo, por tanto, no se puede valorar justamente si no se tiene en cuenta su naturaleza social, «ya que, si no existe un verdadero cuerpo social y orgánico, si no hay un orden social y jurídico que garantice el ejercicio del trabajo, si los diferentes oficios, dependientes unos de otros, no colaboran y se completan entre sí y, lo que es más todavía, no se asocian y se funden como en una unidad la inteligencia, el capital y el trabajo, la eficiencia humana no será capaz de producir sus frutos. Luego el trabajo no puede ser valorado justamente ni remunerado con equidad si no se tiene en cuenta su carácter social e individual».590
274 El trabajo es también «una obligación, es decir, un deber».591 El hombre debe trabajar, ya sea porque el Creador se lo ha ordenado, ya sea porque debe responder a las exigencias de mantenimiento y desarrollo de su misma humanidad. El trabajo se perfila como obligación moral con respecto al prójimo, que es en primer lugar la propia familia, pero también la sociedad a la que pertenece; la Nación de la cual se es hijo o hija; y toda la familia humana de la que se es miembro: somos herederos del trabajo de generaciones y, a la vez, artífices del futuro de todos los hombres que vivirán después de nosotros.
275 El trabajo confirma la profunda identidad del hombre creado a imagen y semejanza de Dios: «Haciéndose —mediante su trabajo— cada vez más dueño de la tierra y confirmando todavía —mediante el trabajo— su dominio sobre el mundo visible, el hombre, en cada caso y en cada fase de este proceso, se coloca en la línea del plan original del Creador; lo cual está necesaria e indisolublemente unido al hecho de que el hombre ha sido creado, varón y hembra, “a imagen de Dios”».592 Esto califica la actividad del hombre en el universo: no es el dueño, sino el depositario, llamado a reflejar en su propio obrar la impronta de Aquel de quien es imagen.
b) Las relaciones entre trabajo y capital
276 El trabajo, por su carácter subjetivo o personal, es superior a cualquier otro factor de producción. Este principio vale, en particular, con respeto al capital. En la actualidad, el término «capital» tiene diversas acepciones: en ciertas ocasiones indica los medios materiales de producción de una empresa; en otras, los recursos financieros invertidos en una iniciativa productiva o también, en operaciones de mercados bursátiles. Se habla también, de modo no totalmente apropiado, de «capital humano», para significar los recursos humanos, es decir las personas mismas, en cuanto son capaces de esfuerzo laboral, de conocimiento, de creatividad, de intuición de las exigencias de sus semejantes, de acuerdo recíproco en cuanto miembros de una organización. Se hace referencia al «capital social» cuando se quiere indicar la capacidad de colaboración de una colectividad, fruto de la inversión en vínculos de confianza recíproca. Esta multiplicidad de significados ofrece motivos ulteriores para reflexionar acerca de qué pueda significar, en la actualidad, la relación entre trabajo y capital.
277 La doctrina social ha abordado las relaciones entre trabajo y capital destacando la prioridad del primero sobre el segundo, así como su complementariedad.
El trabajo tiene una prioridad intrínseca con respecto al capital: «Este principio se refiere directamente al proceso mismo de producción, respecto al cual el trabajo es siempre una causa eficiente primaria, mientras el “capital”, siendo el conjunto de los medios de producción, es sólo un instrumento o la causa instrumental. Este principio es una verdad evidente, que se deduce de toda la experiencia histórica del hombre».593 Y «pertenece al patrimonio estable de la doctrina de la Iglesia».594
Entre trabajo y capital debe existir complementariedad. La misma lógica intrínseca al proceso productivo demuestra la necesidad de su recíproca compenetración y la urgencia de dar vida a sistemas económicos en los que la antinomia entre trabajo y capital sea superada.595 En tiempos en los que, dentro de un sistema económico menos complejo, el «capital» y el «trabajo asalariado» identificaban con una cierta precisión no sólo dos factores productivos, sino también y sobre todo, dos clases sociales concretas, la Iglesia afirmaba que ambos eran en sí mismos legítimos.596 «Ni el capital puede subsistir sin el trabajo, ni el trabajo sin el capital».597 Se trata de una verdad que vale también para el presente, porque «es absolutamente falso atribuir únicamente al capital o únicamente al trabajo lo que es resultado de la efectividad unida de los dos, y totalmente injusto que uno de ellos, negada la eficacia del otro, trate de arrogarse para sí todo lo que hay en el efecto».598
278 En la reflexión acerca de las relaciones entre trabajo y capital, sobre todo ante las imponentes transformaciones de nuestro tiempo, se debe considerar que «el recurso principal» y el «factor decisivo»599 de que dispone el hombre es el hombre mismo y que «el desarrollo integral de la persona humana en el trabajo no contradice, sino que favorece más bien la mayor productividad y eficacia del trabajo mismo».600 El mundo del trabajo, en efecto, está descubriendo cada vez más que el valor del «capital humano» reside en los conocimientos de los trabajadores, en su disponibilidad a establecer relaciones, en la creatividad, en el carácter emprendedor de sí mismos, en la capacidad de afrontar conscientemente lo nuevo, de trabajar juntos y de saber perseguir objetivos comunes. Se trata de cualidades genuinamente personales, que pertenecen al sujeto del trabajo más que a los aspectos objetivos, técnicos u operativos del trabajo mismo. Todo esto conlleva un cambio de perspectiva en las relaciones entre trabajo y capital: se puede afirmar que, a diferencia de cuanto sucedía en la antigua organización del trabajo, donde el sujeto acababa por equipararse al objeto, a la máquina, hoy, en cambio, la dimensión subjetiva del trabajo tiende a ser más decisiva e importante que la objetiva.
279 La relación entre trabajo y capital presenta, a menudo, los rasgos del conflicto, que adquiere caracteres nuevos con los cambios en el contexto social y económico. Ayer, el conflicto entre capital y trabajo se originaba, sobre todo, «por el hecho de que los trabajadores, ofreciendo sus fuerzas para el trabajo, las ponían a disposición del grupo de los empresarios, y que éste, guiado por el principio del máximo rendimiento, trataba de establecer el salario más bajo posible para el trabajo realizado por los obreros».601 Actualmente, el conflicto presenta aspectos nuevos y, tal vez, más preocupantes: los progresos científicos y tecnológicos y la mundialización de los mercados, de por sí fuente de desarrollo y de progreso, exponen a los trabajadores al riesgo de ser explotados por los engranajes de la economía y por la búsqueda desenfrenada de productividad.602
280 No debe pensarse equivocadamente que el proceso de superación de la dependencia del trabajo respecto a la materia sea capaz por sí misma de superar la alienación en y del trabajo. Esto sucede no sólo en las numerosas zonas existentes donde abunda el desempleo, el trabajo informal, el trabajo infantil, el trabajo mal remunerado, o la explotación en el trabajo; también se presenta con las nuevas formas, mucho más sutiles, de explotación en los nuevos trabajos: el super-trabajo; el trabajo-carrera que a veces roba espacio a dimensiones igualmente humanas y necesarias para la persona; la excesiva flexibilidad del trabajo que hace precaria y a veces imposible la vida familiar; la segmentación del trabajo, que corre el riesgo de tener graves consecuencias para la percepción unitaria de la propia existencia y para la estabilidad de las relaciones familiares. Si el hombre está alienado cuando invierte la relación entre medios y fines, también en el nuevo contexto de trabajo inmaterial, ligero, cualitativo más que cuantitativo, pueden darse elementos de alienación, «según que aumente su participación [del hombre] en una auténtica comunidad solidaria, o bien su aislamiento en un complejo de relaciones de exacerbada competencia y de recíproca exclusión».603
c) El trabajo, título de participación
281 La relación entre trabajo y capital se realiza también mediante la participación de los trabajadores en la propiedad, en su gestión y en sus frutos. Esta es una exigencia frecuentemente olvidada, que es necesario, por tanto, valorar mejor: debe procurarse que «toda persona, basándose en su propio trabajo, tenga pleno título a considerarse, al mismo tiempo, “copropietario” de esa especie de gran taller de trabajo en el que se compromete con todos. Un camino para conseguir esa meta podría ser la de asociar, en cuanto sea posible, el trabajo a la propiedad del capital y dar vida a una rica gama de cuerpos intermedios con finalidades económicas, sociales, culturales: cuerpos que gocen de una autonomía efectiva respecto a los poderes públicos, que persigan sus objetivos específicos manteniendo relaciones de colaboración leal y mutua, con subordinación a las exigencias del bien común, y que ofrezcan forma y naturaleza de comunidades vivas, es decir, que los miembros respectivos sean considerados y tratados como personas y sean estimulados a tomar parte activa en la vida de dichas comunidades».604 La nueva organización del trabajo, en la que el saber cuenta más que la sola propiedad de los medios de producción, confirma de forma concreta que el trabajo, por su carácter subjetivo, es título de participación: es indispensable aceptar firmemente esta realidad para valorar la justa posición del trabajo en el proceso productivo y para encontrar modalidades de participación conformes a la subjetividad del trabajo en la peculiaridad de las diversas situaciones concretas.605
d) Relación entre trabajo y propiedad privada
282 El Magisterio social de la Iglesia estructura la relación entre trabajo y capital también respecto a la institución de la propiedad privada, al derecho y al uso de ésta. El derecho a la propiedad privada está subordinado al principio del destino universal de los bienes y no debe constituir motivo de impedimento al trabajo y al desarrollo de otros. La propiedad, que se adquiere sobre todo mediante el trabajo, debe servir al trabajo. Esto vale de modo particular para la propiedad de los medios de producción; pero el principio concierne también a los bienes propios del mundo financiero, técnico, intelectual y personal.
Los medios de producción «no pueden ser poseídos contra el trabajo, no pueden ser ni siquiera poseídos para poseer».606 Su posesión se vuelve ilegítima «cuando o sirve para impedir el trabajo de los demás u obtener unas ganancias que no son fruto de la expansión global del trabajo y de la riqueza social, sino más bien de su limitación, de la explotación ilícita, de la especulación y de la ruptura de la solidaridad en el mundo laboral».607
283 La propiedad privada y pública, así como los diversos mecanismos del sistema económico, deben estar predispuestas para garantizar una economía al servicio del hombre, de manera que contribuyan a poner en práctica el principio del destino universal de los bienes. En esta perspectiva adquiere gran importancia la cuestión relativa a la propiedad y al uso de las nuevas tecnologías y conocimientos que constituyen, en nuestro tiempo, una forma particular de propiedad, no menos importante que la propiedad de la tierra y del capital.608 Estos recursos, como todos los demás bienes, tienen un destino universal; por lo tanto deben también insertarse en un contexto de normas jurídicas y de reglas sociales que garanticen su uso inspirado en criterios de justicia, equidad y respeto de los derechos del hombre. Los nuevos conocimientos y tecnologías, gracias a sus enormes potencialidades, pueden contribuir en modo decisivo a la promoción del progreso social, pero pueden convertirse en factor de desempleo y ensanchamiento de la distancia entre zonas desarrolladas y subdesarrolladas, si permanecen concentrados en los países más ricos o en manos de grupos reducidos de poder.
284 El descanso festivo es un derecho.609 «El día séptimo cesó Dios de toda la tarea que había hecho» (Gn 2,2): también los hombres, creados a su imagen, deben gozar del descanso y tiempo libre para poder atender la vida familiar, cultural, social y religiosa.610 A esto contribuye la institución del día del Señor.611 Los creyentes, durante el domingo y en los demás días festivos de precepto, deben abstenerse de «trabajos o actividades que impidan el culto debido a Dios, la alegría propia del día del Señor, la práctica de las obras de misericordia y el descanso necesario del espíritu y del cuerpo».612 Necesidades familiares o exigencias de utilidad social pueden legítimamente eximir del descanso dominical, pero no deben crear costumbres perjudiciales para la religión, la vida familiar y la salud.
285 El domingo es un día que se debe santificar mediante una caridad efectiva, dedicando especial atención a la familia y a los parientes, así como también a los enfermos y a los ancianos. Tampoco se debe olvidar a los «hermanos que tienen las misma necesidades y los mismos derechos y no pueden descansar a causa de la pobreza y la miseria».613Es además un tiempo propicio para la reflexión, el silencio y el estudio, que favorecen el crecimiento de la vida interior y cristiana. Los creyentes deberán distinguirse, también en este día, por su moderación, evitando todos los excesos y las violencias que frecuentemente caracterizan las diversiones masivas.614 El día del Señor debe vivirse siempre como el día de la liberación, que lleva a participar en «la reunión solemne y asamblea de los primogénitos inscritos en los cielos» (Hb 12,22-23) y anticipa la celebración de la Pascua definitiva en la gloria del cielo.615
286 Las autoridades públicas tienen el deber de vigilar para que los ciudadanos no se vean privados, por motivos de productividad económica, de un tiempo destinado al descanso y al culto divino. Los patronos tienen una obligación análoga con respecto a sus empleados.616 Los cristianos deben esforzarse, respetando la libertad religiosa y el bien común de todos, para que las leyes reconozcan el domingo y las demás solemnidades litúrgicas como días festivos: «Deben dar a todos un ejemplo público de oración, de respeto y de alegría, y defender sus tradiciones como una contribución preciosa a la vida espiritual de la sociedad humana».617 Todo cristiano deberá «evitar imponer sin necesidad a otro lo que le impediría guardar el día del Señor».618
IV. El derecho al trabajo
287 El trabajo es un derecho fundamental y un bien para el hombre:619 un bien útil, digno de él, porque es idóneo para expresar y acrecentar la dignidad humana. La Iglesia enseña el valor del trabajo no sólo porque es siempre personal, sino también por el carácter de necesidad.620 El trabajo es necesario para formar y mantener una familia621, adquirir el derecho
a la propiedad622 y contribuir al bien común de la familia humana.623 La consideración de las implicaciones morales que la cuestión del trabajo comporta en la vida social, lleva a la Iglesia a indicar la desocupación como una «verdadera calamidad social»624, sobre todo en relación con las jóvenes generaciones.
288 El trabajo es un bien de todos, que debe estar disponible para todos aquellos capaces de él. La «plena ocupación» es, por tanto, un objetivo obligado para todo ordenamiento económico orientado a la justicia y al bien común. Una sociedad donde el derecho al trabajo sea anulado o sistemáticamente negado y donde las medidas de política económica no permitan a los trabajadores alcanzar niveles satisfactorios de ocupación, «no puede conseguir su legitimación ética ni la justa paz social».625 Una función importante y, por ello, una responsabilidad específica y grave, tienen en este ámbito los «empresarios indirectos»626, es decir aquellos sujetos —personas o instituciones de diverso tipo— que son capaces de orientar, a nivel nacional o internacional, la política del
trabajo y de la economía.
289 La capacidad propulsora de una sociedad orientada hacia el bien común y proyectada hacia el futuro se mide también, y sobre todo, a partir de las perspectivas de trabajo que puede ofrecer. El alto índice de desempleo, la presencia de sistemas de instrucción obsoletos y la persistencia de dificultades para acceder a la formación y al mercado de trabajo constituyen para muchos, sobre todo jóvenes, un grave obstáculo en el camino de la realización humana y profesional. Quien está desempleado o subempleado padece, en efecto, las consecuencias profundamente negativas que esta condición produce en la personalidad y corre el riesgo de quedar al margen de la sociedad y de convertirse en víctima de la exclusión social.627 Además de a los jóvenes, este drama afecta, por lo general, a las mujeres, a los trabajadores menos especializados, a los minusválidos, a los inmigrantes, a los ex-reclusos, a los analfabetos, personas todas que encuentran mayores dificultades en la búsqueda de una colocación en el mundo del trabajo.
290 La conservación del empleo depende cada vez más de las capacidades profesionales.628El sistema de instrucción y de educación no debe descuidar la formación humana y técnica, necesaria para desarrollar con provecho las tareas requeridas. La necesidad cada vez más difundida de cambiar varias veces de empleo a lo largo de la vida, impone al sistema educativo favorecer la disponibilidad de las personas a una actualización permanente y una reiterada cualifica. Los jóvenes deben aprender a actuar autónomamente, a hacerse capaces de asumir responsablemente la tarea de afrontar con la competencia adecuada los riesgos vinculados a un contexto económico cambiante y frecuentemente imprevisible en sus escenarios de evolución.629 Es igualmente indispensable ofrecer ocasiones formativas oportunas a los adultos que buscan una nueva cualificación, así como a los desempleados. En general, la vida laboral de las personas debe encontrar nuevas y concretas formas de apoyo, comenzando precisamente por el sistema formativo, de manera que sea menos difícil atravesar etapas de cambio, de incertidumbre y de precariedad.
b) La función del Estado y de la sociedad civil en la promoción del derecho al trabajo
291 Los problemas de la ocupación reclaman las responsabilidades del Estado, al cual compete el deber de promover políticas que activen el empleo, es decir, que favorezcan la creación de oportunidades de trabajo en el territorio nacional, incentivando para ello el mundo productivo. El deber del Estado no consiste tanto en asegurar directamente el derecho al trabajo de todos los ciudadanos, constriñendo toda la vida económica y sofocando la libre iniciativa de las personas, cuanto sobre todo en «secundar la actividad de las empresas, creando condiciones que aseguren oportunidades de trabajo, estimulándola donde sea insuficiente o sosteniéndola en momentos de crisis».630
292 Teniendo en cuenta las dimensiones planetarias que han asumido vertiginosamente las relaciones económico-financieras y el mercado de trabajo, se debe promover una colaboración internacional eficaz entre los Estados, mediante tratados, acuerdos y planes de acción comunes que salvaguarden el derecho al trabajo, incluso en las fases más críticas del ciclo económico, a nivel nacional e internacional. Hay que ser conscientes de que el trabajo humano es un derecho del que depende directamente la promoción de la justicia social y de la paz civil. Tareas importantes en esta dirección corresponden a las Organizaciones Internacionales, así como a las sindicales: uniéndose en las formas más oportunas, deben esforzarse, ante todo, en el establecimiento de «una trama cada vez más compacta de disposiciones jurídicas que protejan el trabajo de los hombres, de las mujeres, de los jóvenes, y les aseguren una conveniente retribución».631
293 Para la promoción del derecho al trabajo es importante, hoy como en tiempos de la «Rerum novarum», que exista realmente un «libre proceso de auto-organización de la sociedad».632 Se pueden encontrar significativos testimonios y ejemplos de auto-organización en las numerosas iniciativas, privadas y sociales, caracterizadas por formas de participación, de cooperación y de autogestión, que revelan la fusión de energías solidarias. Estas iniciativas se ofrecen al mercado como un variado sector de actividades laborales que se distinguen por una atención particular al aspecto relacional de los bienes producidos y de los servicios prestados en diversos ámbitos: educación, cuidado de la salud, servicios sociales básicos, cultura. Las iniciativas del así llamado «tercer sector» constituyen una oportunidad cada vez más relevante de desarrollo del trabajo y de la economía.
c) La familia y el derecho al trabajo
294 El trabajo es «el fundamento sobre el que se forma la vida familiar, la cual es un derecho natural y una vocación del hombre».633 El trabajo asegura los medios de subsistencia y garantiza el proceso educativo de los hijos.634 Familia y trabajo, tan estrechamente interdependientes en la experiencia de la gran mayoría de las personas, requieren una consideración más conforme a la realidad, una atención que las abarque conjuntamente, sin las limitaciones de una concepción privatista de la familia y economicista del trabajo. Es necesario para ello que las empresas, las organizaciones profesionales, los sindicatos y el Estado se hagan promotores de políticas laborales que no perjudiquen, sino favorezcan el núcleo familiar desde el punto de vista ocupacional. La vida familiar y el trabajo, en efecto, se condicionan recíprocamente de diversas maneras. Los largos desplazamientos diarios al y del puesto de trabajo, el doble trabajo, la fatiga física y psicológica limitan el tiempo dedicado a la vida familiar635; las situaciones de desocupación tienen repercusiones materiales y espirituales sobre las familias, así como las tensiones y las crisis familiares influyen negativamente en las actitudes y el rendimiento en el campo laboral.
d) Las mujeres y el derecho al trabajo
295 El genio femenino es necesario en todas las expresiones de la vida social; por ello se ha de garantizar la presencia de las mujeres también en el ámbito laboral. El primer e indispensable paso en esta dirección es la posibilidad concreta de acceso a la formación profesional. El reconocimiento y la tutela de los derechos de las mujeres en este ámbito dependen, en general, de la organización del trabajo, que debe tener en cuenta la dignidad y la vocación de la mujer, cuya «verdadera promoción... exige que el trabajo se estructure de manera que no deba pagar su promoción con el abandono del carácter específico propio y en perjuicio de la familia, en la que como madre tiene un papel insustituible».636 Es una cuestión con la que se miden la cualidad de la sociedad y la efectiva tutela del derecho al trabajo de las mujeres.
La persistencia de muchas formas de discriminación que ofenden la dignidad y vocación de la mujer en la esfera del trabajo, se debe a una larga serie de condicionamientos perniciosos para la mujer, que ha sido y es todavía «olvidada en sus prerrogativas, marginada frecuentemente e incluso reducida a esclavitud».637 Estas dificultades, desafortunadamente, no han sido superadas, como lo demuestran en todo el mundo las diversas situaciones que humillan a la mujer, sometiéndola a formas de verdadera y propia explotación. La urgencia de un efectivo reconocimiento de los derechos de la mujer en el trabajo se advierte especialmente en los aspectos de la retribución, la seguridad y la previsión social.638
296 El trabajo infantil y de menores, en sus formas intolerables, constituye un tipo de violencia menos visible, mas no por ello menos terrible.639 Una violencia que, más allá de todas las implicaciones políticas, económicas y jurídicas, sigue siendo esencialmente un problema moral. León XIII ya advertía: «En cuanto a los niños, se ha de evitar cuidadosamente y sobre todo que entren en talleres antes de que la edad haya dado el suficiente desarrollo a su cuerpo, a su inteligencia y a su alma. Puesto que la actividad precoz agosta, como a las hierbas tiernas, las fuerzas que brotan de la infancia, con lo que la constitución de la niñez vendría a destruirse por completo».640 La plaga del trabajo infantil, a más de cien años de distancia, todavía no ha sido eliminada.
Es verdad que, al menos por el momento, en ciertos países, la contribución de los niños con su trabajo al presupuesto familiar y a las economías nacionales es irrenunciable y que, en algún modo, ciertas formas de trabajo a tiempo parcial pueden ser provechosas para los mismos niños; con todo ello, la doctrina social denuncia el aumento de la «explotación laboral de los menores en condiciones de auténtica esclavitud».641 Esta explotación constituye una grave violación de la dignidad humana de la que todo individuo es portador, «prescindiendo de que sea pequeño o aparentemente insignificante en términos utilitarios».642
297 La inmigración puede ser un recurso más que un obstáculo para el desarrollo. En el mundo actual, en el que el desequilibrio entre países ricos y países pobres se agrava y el desarrollo de las comunicaciones reduce rápidamente las distancias, crece la emigración de personas en busca de mejores condiciones de vida, procedentes de las zonas menos favorecidas de la tierra; su llegada a los países desarrollados, a menudo es percibida como una amenaza para los elevados niveles de bienestar, alcanzados gracias a decenios de crecimiento económico. Los inmigrantes, sin embargo, en la mayoría de los casos, responden a un requerimiento en la esfera del trabajo que de otra forma quedaría insatisfecho, en sectores y territorios en los que la mano de obra local es insuficiente o no está dispuesta a aportar su contribución laboral.
298 Las instituciones de los países que reciben inmigrantes deben vigilar cuidadosamente para que no se difunda la tentación de explotar a los trabajadores extranjeros, privándoles de los derechos garantizados a los trabajadores nacionales, que deben ser asegurados a todos sin discriminaciones. La regulación de los flujos migratorios según criterios de equidad y de equilibrio643 es una de las condiciones indispensables para conseguir que la inserción se realice con las garantías que exige la dignidad de la persona humana. Los inmigrantes deben ser recibidos en cuanto personas y ayudados, junto con sus familias, a integrarse en la vida social.644 En este sentido, se ha de respetar y promover el derecho a la reunión de sus familias.645 Al mismo tiempo, en la medida de lo posible, han de favorecerse todas aquellas condiciones que permiten mayores posibilidades de trabajo en sus lugares de origen.646
g) El mundo agrícola y el derecho al trabajo
299 El trabajo agrícola merece una especial atención, debido a la función social, cultural y económica que desempeña en los sistemas económicos de muchos países, a los numerosos problemas que debe afrontar en el contexto de una economía cada vez más globalizada, y a su importancia creciente en la salvaguardia del ambiente natural: «Por consiguiente, en muchas situaciones son necesarios cambios radicales y urgentes para volver a dar a la agricultura —y a los hombres del campo— el justo valor como base de una sana economía, en el conjunto del desarrollo de la comunidad social».647
Los cambios profundos y radicales que se presentan actualmente en el ámbito social y cultural, y que afectan también a la agricultura y, más en general, a todo el mundo rural, precisan con urgencia una profunda reflexión sobre el significado del trabajo agrícola y sus múltiples dimensiones. Se trata de un desafío de gran importancia, que debe afrontarse con políticas agrícolas y ambientales capaces de superar una cierta concepción residual y asistencial, y de elaborar nuevos procedimientos para lograr una agricultura moderna, que esté en condiciones de desempeñar un papel significativo en la vida social y económica.
300 En algunos países es indispensable una redistribución de la tierra, en el marco de políticas eficaces de reforma agraria, con el fin de eliminar el impedimento que supone el latifundio improductivo, condenado por la doctrina social de la Iglesia648, para alcanzar un auténtico desarrollo económico: «Los países en vías de desarrollo pueden contrarrestar eficazmente el proceso actual de concentración de la propiedad de la tierra si hacen frente a algunas situaciones que se presentan como auténticos nudos estructurales. Estas son: las carencias y los retrasos a nivel legislativo sobre el tema del reconocimiento del título de propiedad de la tierra y sobre el mercado del crédito; la falta de interés por la investigación y por la capacitación agrícola; la negligencia por los servicios sociales y por la creación de infraestructuras en las áreas rurales».649 La reforma agraria es, por tanto, además de una necesidad política, una obligación moral, ya que el no llevarla a cabo constituye, en estos países, un obstáculo para los efectos benéficos que derivan de la apertura de los mercados y, en general, de las ventajosas ocasiones de crecimiento que la globalización actual puede ofrecer.650
V. Derechos
de los trabajadores
a) Dignidad de los trabajadores y respeto de sus derechos
301 Los derechos de los trabajadores, como todos los demás derechos, se basan en la naturaleza de la persona humana y en su dignidad trascendente. El Magisterio social de la Iglesia ha considerado oportuno enunciar algunos de ellos, indicando la conveniencia de su reconocimiento en los ordenamientos jurídicos: el derecho a una justa remuneración651; el derecho al descanso652; el derecho «a ambientes de trabajo y a procesos productivos que no comporten perjuicio a la salud física de los trabajadores y no dañen su integridad moral»653; el derecho a que sea salvaguardada la propia personalidad en el lugar de trabajo, sin que sean «conculcados de ningún modo en la propia conciencia o en la propia dignidad»654; el derecho a subsidios adecuados e indispensables para la subsistencia de los trabajadores desocupados y de sus familias655; el derecho a la pensión, así como a la seguridad social para la vejez, la enfermedad y en caso de accidentes relacionados con la prestación laboral656; el derecho a previsiones sociales vinculadas a la maternidad657 el derecho a reunirse y a asociarse.658 Estos derechos son frecuentemente desatendidos, como confirman los tristes fenómenos del trabajo infraremunerado, sin garantías ni representación adecuadas. Con frecuencia sucede que las condiciones de trabajo para hombres, mujeres y niños, especialmente en los países en vías de desarrollo, son tan inhumanas que ofenden su dignidad y dañan su salud.
b) El derecho a la justa remuneración y distribución de la renta
302 La remuneración es el instrumento más importante para practicar la justicia en las relaciones laborales.659 El «salario justo es el fruto legítimo del trabajo»660; comete una grave injusticia quien lo niega o no lo da a su debido tiempo y en la justa proporción al trabajo realizado (cf. Lv 19,13; Dt 24,14-15; St 5,4). El salario es el instrumento que permite al trabajador acceder a los bienes de la tierra: «La remuneración del trabajo debe ser tal que permita al hombre y a su familia una vida digna en el plano material, social, cultural y espiritual, teniendo presentes el puesto de trabajo y la productividad de cada uno, así como las condiciones de la empresa y el bien común».661 El simple acuerdo entre el trabajador y el patrono acerca de la remuneración, no basta para calificar de «justa» la remuneración acordada, porque ésta «no debe ser en manera alguna insuficiente»662 para el sustento del trabajador: la justicia natural es anterior y superior a la libertad del contrato.
303 El bienestar económico de un país no se mide exclusivamente por la cantidad de bienes producidos, sino también teniendo en cuenta el modo en que son producidos y el grado de equidad en la distribución de la renta, que debería permitir a todos disponer de lo necesario para el desarrollo y el perfeccionamiento de la propia persona. Una justa distribución del rédito debe establecerse no sólo en base a los criterios de justicia conmutativa, sino también de justicia social, es decir, considerando, además del valor objetivo de las prestaciones laborales, la dignidad humana de los sujetos que las realizan. Un bienestar económico auténtico se alcanza también por medio de adecuadas políticas sociales de redistribución de la renta que, teniendo en cuenta las condiciones generales, consideren oportunamente los méritos y las necesidades de todos los ciudadanos.
304 La doctrina social reconoce la legitimidad de la huelga «cuando constituye un recurso inevitable, si no necesario para obtener un beneficio proporcionado»663, después de haber constatado la ineficacia de todas las demás modalidades para superar los conflictos.664 La huelga, una de las conquistas más costosas del movimiento sindical, se puede definir como el rechazo colectivo y concertado, por parte de los trabajadores, a seguir desarrollando sus actividades, con el fin de obtener, por medio de la presión así realizada sobre los patrones, sobre el Estado y sobre la opinión pública, mejoras en sus condiciones de trabajo y en su situación social. También la huelga, aun cuando aparezca «como una especie de ultimátum»665, debe ser siempre un método pacífico de reivindicación y de lucha por los propios derechos; resulta «moralmente inaceptable cuando va acompañada de violencias o también cuando se lleva a cabo en función de objetivos no directamente vinculados con las condiciones del trabajo o contrarios al bien común».666
VI. Solidaridad entre los trabajadores
a) La importancia de los sindicatos
305 El Magisterio reconoce la función fundamental desarrollada por los sindicatos de trabajadores, cuya razón de ser consiste en el derecho de los trabajadores a formar asociaciones o uniones para defender los intereses vitales de los hombres empleados en las diversas profesiones. Los sindicatos «se han desarrollado sobre la base de la lucha de los trabajadores, del mundo del trabajo y, ante todo, de lo trabajadores industriales para la tutela de sus justos derechos frente a los empresarios y a los propietarios de los medios de producción».667 Las organizaciones sindicales, buscando su fin específico al servicio del bien común, son un factor constructivo de orden social y de solidaridad y, por ello, un elemento indispensable de la vida social. El reconocimiento de los derechos del trabajo ha sido desde siempre un problema de difícil solución, porque se realiza en el marco de procesos históricos e institucionales complejos, y todavía hoy no se puede decir cumplido. Lo que hace más actual y necesario el ejercicio de una auténtica solidaridad entre los trabajadores.
306 La doctrina social enseña que las relaciones en el mundo del trabajo se han de caracterizar por la colaboración: el odio y la lucha por eliminar al otro, constituyen métodos absolutamente inaceptables, porque en todo sistema social son indispensables al proceso de producción tanto el trabajo como el capital. A la luz de esta concepción, la doctrina social «no considera de ninguna manera que los sindicatos constituyan únicamente el reflejo de la estructura “de clase”, de la sociedad ni que sean el exponente de la lucha de clases que gobierna inevitablemente la vida social».668Los sindicatos son propiamente los promotores de la lucha por la justicia social, por los derechos de los hombres del trabajo, en sus profesiones específicas: «Esta “lucha” debe ser vista como una acción de defensa normal “en favor” del justo bien; [...] no es una lucha “contra” los demás».669 El sindicato, siendo ante todo un medio para la solidaridad y la justicia, no puede abusar de los instrumentos de lucha; en razón de su vocación, debe vencer las tentaciones del corporativismo, saberse autorregular y ponderar las consecuencias de sus opciones en relación al bien común.670
307 Al sindicato, además de la función de defensa y de reivindicación, le competen las de representación, dirigida a «la recta ordenación de la vida económica»671, y de educación de la conciencia social de los trabajadores, de manera que se sientan parte activa, según las capacidades y aptitudes de cada uno, en toda la obra del desarrollo económico y social, y en la construcción del bien común universal. El sindicato y las demás formas de asociación de los trabajadores deben asumir una función de colaboración con el resto de los sujetos sociales e interesarse en la gestión de la cosa pública. Las organizaciones sindicales tienen el deber de influir en el poder público, en orden a sensibilizarlo debidamente sobre los problemas laborales y a comprometerlo a favorecer la realización de los derechos de los trabajadores. Los sindicatos, sin embargo, no tienen carácter de «partidos políticos» que luchan por el poder, y tampoco deben estar sometidos a las decisiones de los partidos políticos o tener vínculos demasiado estrechos con ellos: «En tal situación fácilmente se apartan de lo que es su cometido específico, que es el de asegurar los justos derechos de los hombres del trabajo en el marco del bien común de la sociedad entera, y se convierten, en cambio, en un instrumento de presión para realizar otras finalidades».672
b) Nuevas formas de solidaridad
308 El contexto socioeconómico actual, caracterizado por procesos de globalización económico-financiera cada vez más rápidos, requiere la renovación de los sindicatos. En la actualidad, los sindicatos están llamados a actuar en formas nuevas673, ampliando su radio de acción de solidaridad de modo que sean tutelados, además de las categorías laborales tradicionales, los trabajadores con contratos atípicos o a tiempo determinado; los trabajadores con un puesto de trabajo en peligro a causa de las fusiones de empresas, cada vez más frecuentes, incluso a nivel internacional; los desempleados, los inmigrantes, los trabajadores temporales; aquellos que por falta de actualización profesional han sido expulsados del mercado laboral y no pueden regresar a él por falta de cursos adecuados para cualificarse de nuevo.
Ante los cambios introducidos en el mundo del trabajo, la solidaridad se podrá recuperar, e incluso fundarse mejor que en el pasado, si se actúa para volver a descubrir el valor subjetivo del trabajo: «Hay que seguir preguntándose sobre el sujeto del trabajo y las condiciones en las que vive». Por ello, «son siempre necesarios nuevos movimientos de solidaridad de los hombres del trabajo y de solidaridad con los hombres del trabajo».674
309 En la búsqueda de «nuevas formas de solidaridad»675, las asociaciones de trabajadores deben orientarse hacia la asunción de mayores responsabilidades, no solamente respecto a los tradicionales mecanismos de la redistribución, sino también en relación a la producción de la riqueza y a la creación de condiciones sociales, políticas y culturales que permitan a todos aquellos que pueden y desean trabajar, ejercer su derecho al trabajo, en el respeto pleno de su dignidad de trabajadores. La superación gradual del modelo organizativo basado sobre el trabajo asalariado en la gran empresa, hace además oportuna —salvando los derechos fundamentales del trabajo— una actualización de las normas y de los sistemas de seguridad social mediante los cuales los trabajadores han sido hasta hoy tutelados.
VII. Las «Res Novae» del mundo del trabajo
a) Una fase de transición epocal
310 Uno de los estímulos más significativos para el actual cambio de la organización del trabajo procede del fenómeno de la globalización, que permite experimentar formas nuevas de producción, trasladando las plantas de producción en áreas diferentes a aquellas en las que se toman las decisiones estratégicas y lejanas de los mercados de consumo. Dos son los factores que impulsan este fenómeno: la extraordinaria velocidad de comunicación sin límites de espacio y tiempo, y la relativa facilidad para transportar mercancías y personas de una parte a otra del planeta. Esto comporta una consecuencia fundamental sobre los procesos productivos: la propiedad está cada vez más lejos, a menudo indiferente a los efectos sociales de las opciones que realiza. Por otra parte, si es cierto que la globalización, a priori, no es ni buena ni mala en sí misma, sino que depende del uso que el hombre hace de ella676, debe afirmarse que es necesaria una globalización de la tutela, de los derechos mínimos esenciales y de la equidad.
311 Una de las características más relevantes de la nueva organización del trabajo es la fragmentación física del ciclo productivo, impulsada por el afán de conseguir una mayor eficiencia y mayores beneficios. Desde este punto de vista, las tradicionales coordenadas espacio-temporales, dentro de las que el ciclo productivo se definía, sufren una transformación sin precedentes, que determina un cambio en la estructura misma del trabajo. Todo ello tiene importantes consecuencias en la vida de las personas y de las comunidades, sometidas a cambios radicales tanto en el ámbito de las condiciones materiales, cuanto en el de la cultura y de los valores. Este fenómeno afecta, a nivel global y local, a millones de personas, independientemente de la profesión que ejercen, de su condición social, o de su preparación cultural. La reorganización del tiempo, su regularización y los cambios en curso en el uso del espacio —comparables, por su entidad, a la primera revolución industrial, en cuanto que implican a todos los sectores productivos, en todos los continentes, independientemente de su grado de desarrollo— deben considerarse, por tanto, un desafío decisivo, incluidos los aspectos ético y cultural, en el ámbito de la definición de un sistema renovado de tutela del trabajo.
312 La globalización de la economía, con la liberación de los mercados, la acentuación de la competencia, el crecimiento de empresas especializadas en el abastecimiento de productos y servicios, requiere una mayor flexibilidad en el mercado de trabajo y en la organización y gestión de los procesos productivos. Al valorar esta delicada materia, parece oportuno conceder una mayor atención moral, cultural y estratégica para orientar la acción social y política en la temática vinculada a la identidad y los contenidos del nuevo trabajo, en un mercado y una economía a su vez nuevos. Los cambios del mercado de trabajo son a menudo un efecto del cambio del trabajo mismo, y no su causa.
313 El trabajo, sobre todo en los sistemas económicos de los países más desarrollados, atraviesa una fase que marca el paso de una economía de tipo industrial a una economía esencialmente centrada en los servicios y en la innovación tecnológica. Los servicios y las actividades caracterizados por un fuerte contenido informativo crecen de modo más rápido que los tradicionales sectores primario y secundario, con consecuencias de gran alcance en la organización de la producción y de los intercambios, en el contenido y la forma de las prestaciones laborales y en los sistemas de protección social.
Gracias a las innovaciones tecnológicas, el mundo del trabajo se enriquece con nuevas profesiones, mientras otras desaparecen. En la actual fase de transición se asiste, en efecto, a un pasar continuo de empleados de la industria a los servicios. Mientras pierde terreno el modelo económico y social vinculado a la grande fábrica y al trabajo de una clase obrera homogénea, mejoran las perspectivas ocupacionales en el sector terciario y aumentan, en particular, las actividades laborales en el ámbito de los servicios a la persona, de las prestaciones a tiempo parcial, interinas y «atípicas», es decir, las formas de trabajo que no se pueden encuadrar ni como trabajo dependiente ni como trabajo autónomo.
314 La transición en curso significa el paso de un trabajo dependiente a tiempo indeterminado, entendido como puesto fijo, a un trabajo caracterizado por una pluralidad de actividades laborales; de un mundo laboral compacto, definido y reconocido, a un universo de trabajos, variado, fluido, rico de promesas, pero también cargado de preguntas inquietantes, especialmente ante la creciente incertidumbre de las perspectivas de empleo, a fenómenos persistentes de desocupación estructural, a la inadecuación de los actuales sistemas de seguridad social. Las exigencias de la competencia, de la innovación tecnológica y de la complejidad de los flujos financieros deben armonizarse con la defensa del trabajador y de sus derechos.
La inseguridad y la precariedad no afectan solamente a la condición laboral de los hombres que viven en los países más desarrollados, sino también, y sobre todo, a las realidades económicamente menos avanzadas del planeta, los países en vías de desarrollo y los países con economías en transición. Estos últimos, además de los complejos problemas vinculados al cambio de los modelos económicos y productivos, deben afrontar cotidianamente las difíciles exigencias procedentes de la globalización en curso. La situación resulta particularmente dramática para el mundo del trabajo, afectado por vastos y radicales cambios culturales y estructurales, en contextos frecuentemente privados de soportes legislativos, formativos y de asistencia social.
315 La descentralización productiva, que asigna a empresas menores múltiples tareas, anteriormente concentradas en las grandes unidades productivas, robustece y da nuevo impulso a la pequeña y mediana empresa. Surgen así, junto a la actividad artesanal tradicional, nuevas empresas caracterizadas por pequeñas unidades productivas que trabajan en modernos sectores de producción o bien en actividades descentralizadas de las empresas mayores. Muchas actividades que ayer requerían trabajo dependiente, hoy son realizadas en formas nuevas, que favorecen el trabajo independiente y se caracterizan por una mayor componente de riesgo y de responsabilidad.
El trabajo en las pequeñas y medianas empresas, el trabajo artesanal y el trabajo independiente, pueden constituir una ocasión para hacer más humana la vivencia laboral, ya sea por la posibilidad de establecer relaciones interpersonales positivas en comunidades de pequeñas dimensiones, ya sea por las mejores oportunidades que se ofrecen a la iniciativa y al espíritu emprendedor; sin embargo, no son pocos, en estos sectores, los casos de trato injusto, de trabajo mal pagado y sobre todo inseguro.
316 En los países en vías de desarrollo se ha difundido, en estos últimos años, el fenómeno de la expansión de actividades económicas «informales» o «sumergidas», que representa una señal de crecimiento económico prometedor, pero plantea problemas éticos y jurídicos. El significativo aumento de los puestos de trabajo suscitado por tales actividades se debe, en realidad, a la falta de especialización de gran parte de los trabajadores locales y al desarrollo desordenado de los sectores económicos formales. Un elevado número de personas se ven así obligadas a trabajar en condiciones de grave desazón y en un marco carente de las reglas necesarias que protejan la dignidad del trabajador. Los niveles de productividad, renta y tenor de vida, son extremamente bajos y con frecuencia se revelan insuficientes para garantizar que los trabajadores y sus familias alcancen un nivel de subsistencia.
b) Doctrina social y «Res Novae»
317 Ante las imponentes «res novae» del mundo del trabajo, la doctrina social de la Iglesia recomienda, ante todo, evitar el error de considerar que los cambios en curso suceden de modo determinista. El factor decisivo y «el árbitro» de esta compleja fase de cambio es una vez más el hombre, que debe seguir siendo el verdadero protagonista de su trabajo. El hombre puede y debe hacerse cargo, creativa y responsablemente, de las actuales innovaciones y reorganizaciones, de manera que contribuyan al crecimiento de la persona, de la familia, de la sociedad y de toda la familia humana.677 Es importante para todos recordar el significado de la dimensión subjetiva del trabajo, a la que la doctrina social de la Iglesia enseña a dar la debida prioridad, porque el trabajo humano «procede directamente de personas creadas a imagen de Dios y llamadas a prolongar, unidas y para mutuo beneficio, la obra de la creación dominando la tierra».678
318 Las interpretaciones de tipo mecanicista y economicista de la actividad productiva, a pesar de su extensión y su influjo, han sido superadas por el mismo análisis científico de los problemas relacionados con el trabajo. Estas concepciones se revelan hoy, más que ayer, totalmente inadecuadas para interpretar los hechos, que demuestran cada día más el valor del trabajo como actividad libre y creativa del hombre. De esta realidad concreta debe derivar también el impulso para superar sin demora los horizontes teóricos y los criterios operativos estrechos e insuficientes respecto a las dinámicas actuales, intrínsecamente incapaces de identificar las apremiantes y concretas necesidades humanas en toda su extensión, que van más allá de las categorías meramente económicas. La Iglesia sabe bien, y así lo ha enseñado siempre, que el hombre, a diferencia de cualquier otro ser viviente, tiene necesidades que no se limitan solamente al «tener»679, porque su naturaleza y su vocación están en relación inseparable con el Trascendente. La persona humana emprende la aventura de la transformación de las cosas mediante su trabajo para satisfacer necesidades y carencias ante todo materiales, pero lo hace siguiendo un impulso que la empuja siempre más allá de los resultados logrados, a la búsqueda de lo que pueda responder más profundamente a sus innegables exigencias interiores.
319 Cambian las formas históricas en las que se expresa el trabajo humano, pero no deben cambiar sus exigencias permanentes, que se resumen en el respeto de los derechos inalienables del hombre que trabaja. Ante el riesgo de ver negados estos derechos, se deben proyectar y construir nuevas formas de solidaridad, teniendo en cuenta la interdependencia que une entre sí a los hombres del trabajo. Cuanto más profundos son los cambios, tanto más firme debe ser el esfuerzo de la inteligencia y de la voluntad para tutelar la dignidad del trabajo, reforzando, en los diversos niveles, las instituciones interesadas. Esta perspectiva permite orientar mejor las actuales transformaciones en la dirección, tan necesaria, de la complementariedad entre la dimensión económica local y la global; entre economía «vieja» y «nueva»; entre la innovación tecnológica y la exigencia de salvaguardar el trabajo humano; entre el crecimiento económico y la compatibilidad ambiental del desarrollo.
320 La solución de las vastas y complejas problemáticas del trabajo, que en algunas áreas adquieren dimensiones dramáticas, exige la contribución específica de los científicos y los hombres de cultura, que resulta particularmente importante para la elección de soluciones justas. Es una responsabilidad que les debe llevar a señalar las ventajas y los riesgos que se perfilan en los cambios y, sobre todo, a sugerir líneas de acción para orientar el cambio en el sentido más favorable para el desarrollo de toda la familia humana. A ellos corresponde la delicada tarea de leer e interpretar los fenómenos sociales con inteligencia y amor a la verdad, sin preocupaciones dictadas por intereses de grupo o personales. Su contribución, en efecto, precisamente por ser de naturaleza teórica, se convierte en una referencia esencial para la actuación concreta de las políticas económicas.680
321 Los escenarios actuales de profunda transformación del trabajo humano hacen todavía más urgente un desarrollo auténticamente global y solidario, capaz de alcanzar todas las regiones del mundo, incluyendo las menos favorecidas. Para estas últimas, la puesta en marcha de un proceso de desarrollo solidario de vasto alcance, no sólo aparece como una posibilidad concreta de creación de nuevos puestos de trabajo, sino que también representa una verdadera condición para la supervivencia de pueblos enteros: «Es preciso globalizar la solidaridad».681
Los desequilibrios económicos y sociales existentes en el mundo del trabajo se han de afrontar restableciendo la justa jerarquía de valores y colocando en primer lugar la dignidad de la persona que trabaja: «Las nuevas realidades, que se manifiestan con fuerza en el proceso productivo, como la globalización de las finanzas, de la economía, del comercio y del trabajo, jamás deben violar la dignidad y la centralidad de la persona humana, ni la libertad y la democracia de los pueblos. La solidaridad, la participación y la posibilidad de gestionar estos cambios radicales constituyen, sino la solución, ciertamente la necesaria garantía ética para que las personas y los pueblos no se conviertan en instrumentos, sino en protagonistas de su futuro. Todo esto puede realizarse y, dado que es posible, constituye un deber».682
322 Se hace cada vez más necesaria una consideración atenta de la nueva situación del trabajo en el actual contexto de la globalización, desde una perspectiva que valore la propensión natural de los hombres a establecer relaciones. A este propósito, se debe afirmar que la universalidad es una dimensión del hombre, no de las cosas. La técnica podrá ser la causa instrumental de la globalización, pero la universalidad de la familia humana es su causa última. El trabajo, por tanto, también tiene una dimensión universal, en cuanto se funda en el carácter relacional del hombre. Las técnicas, especialmente electrónicas, han permitido ampliar este aspecto relacional del trabajo a todo el planeta, imprimiendo a la globalización un ritmo particularmente acelerado. El fundamento último de este dinamismo es el hombre que trabaja, es siempre el elemento subjetivo y no el objetivo. También el trabajo globalizado tiene su origen, por tanto, en el fundamento antropológico de la intrínseca dimensión relacional del trabajo. Los aspectos negativos de la globalización del trabajo no deben dañar las posibilidades que se han abierto para todos de dar expresión a un humanismo del trabajo a nivel planetario, a una solidaridad del mundo del trabajo a este nivel, para que trabajando en un contexto semejante, dilatado e interconexo, el hombre comprenda cada vez más su vocación unitaria y solidaria.
La vida económica
I. Aspectos bíblicos
a) El hombre, pobreza y riqueza
323 En el Antiguo Testamento se encuentra una doble postura frente a los bienes económicos y la riqueza. Por un lado, de aprecio a la disponibilidad de bienes materiales considerados necesarios para la vida: en ocasiones, la abundancia —pero no la riqueza o el lujo— es vista como una bendición de Dios. En la literatura sapiencial, la pobreza se describe como una consecuencia negativa del ocio y de la falta de laboriosidad (cf. Pr 10,4), pero también como un hecho natural (cf. Pr 22,2). Por otro lado, los bienes económicos y la riqueza no son condenados en sí mismos, sino por su mal uso. La tradición profética estigmatiza las estafas, la usura, la explotación, las injusticias evidentes, especialmente con respecto a los más pobres (cf. Is 58,3-11; Jr 7,4-7; Os 4,1-2; Am 2,6-7; Mi 2,1-2). Esta tradición, si bien considera un mal la pobreza de los oprimidos, de los débiles, de los indigentes, ve también en ella un símbolo de la situación del hombre delante de Dios; de Él proviene todo bien como un don que hay que administrar y compartir.
324 Quien reconoce su pobreza ante Dios, en cualquier situación que viva, es objeto de una atención particular por parte de Dios: cuando el pobre busca, el Señor responde; cuando grita, Él lo escucha. A los pobres se dirigen las promesas divinas: ellos serán los herederos de la alianza entre Dios y su pueblo. La intervención salvífica de Dios se actuará mediante un nuevo David (cf. Ez 34,22-31), el cual, como y más que el rey David, será defensor de los pobres y promotor de la justicia; Él establecerá una nueva alianza y escribirá una nueva ley en el corazón de los creyentes (cf. Jr 31,31-34).
La pobreza, cuando es aceptada o buscada con espíritu religioso, predispone al reconocimiento y a la aceptación del orden creatural; en esta perspectiva, el «rico» es aquel que pone su confianza en las cosas que posee más que en Dios, el hombre que se hace fuerte mediante las obras de sus manos y que confía sólo en esta fuerza. La pobreza se eleva a valor moral cuando se manifiesta como humilde disposición y apertura a Dios, confianza en Él. Estas actitudes hacen al hombre capaz de reconocer lo relativo de los bienes económicos y de tratarlos como dones divinos que hay que administrar y compartir, porque la propiedad originaria de todos los bienes pertenece a Dios.
325 Jesús asume toda la tradición del Antiguo Testamento, también sobre los bienes económicos, sobre la riqueza y la pobreza, confiriéndole una definitiva claridad y plenitud (cf. Mt 6,24 y 13,22; Lc 6,20-24 y 12,15-21; Rm 14,6-8 y 1 Tm 4,4). Él, infundiendo su Espíritu y cambiando los corazones, instaura el «Reino de Dios», que hace posible una nueva convivencia en la justicia, en la fraternidad, en la solidaridad y en el compartir. El Reino inaugurado por Cristo perfecciona la bondad originaria de la creación y de la actividad humana, herida por el pecado. Liberado del mal y reincorporado en la comunión con Dios, todo hombre puede continuar la obra de Jesús con la ayuda de su Espíritu: hacer justicia a los pobres, liberar a los oprimidos, consolar a los afligidos, buscar activamente un nuevo orden social, en el que se ofrezcan soluciones adecuadas a la pobreza material y se contrarresten más eficazmente las fuerzas que obstaculizan los intentos de los más débiles para liberarse de una condición de miseria y de esclavitud. Cuando esto sucede, el Reino de Dios se hace ya presente sobre esta tierra, aun no perteneciendo a ella. En él encontrarán finalmente cumplimiento las promesas de los Profetas.
326 A la luz de la Revelación, la actividad económica ha de considerarse y ejercerse como una respuesta agradecida a la vocación que Dios reserva a cada hombre. Éste ha sido colocado en el jardín para cultivarlo y custodiarlo, usándolo según unos limites bien precisos (cf. Gn 2,16-17), con el compromiso de perfeccionarlo (cf. Gn 1,26-30; 2,15-16; Sb 9,2-3). Al hacerse testigo de la grandeza y de la bondad del Creador, el hombre camina hacia la plenitud de la libertad a la que Dios lo llama. Una buena administración de los dones recibidos, incluidos los dones materiales, es una obra de justicia hacia sí mismo y hacia los demás hombres: lo que se recibe ha de ser bien usado, conservado, multiplicado, como enseña la parábola de los talentos (cf. Mt 25,14-31; Lc 19,12-27).
La actividad económica y el progreso material deben ponerse al servicio del hombre y de la sociedad: dedicándose a ellos con la fe, la esperanza y la caridad de los discípulos de Cristo, la economía y el progreso pueden transformarse en lugares de salvación y de santificación. También en estos ámbitos es posible expresar un amor y una solidaridad más que humanos y contribuir al crecimiento de una humanidad nueva, que prefigure el mundo de los últimos tiempos.683 Jesús sintetiza toda la Revelación pidiendo al creyente enriquecerse delante de Dios (cf. Lc 12,21): y la economía es útil a este fin, cuando no traiciona su función de instrumento para el crecimiento integral del hombre y de las sociedades, de la calidad humana de la vida.
327 La fe en Jesucristo permite una comprensión correcta del desarrollo social, en el contexto de un humanismo integral y solidario. Para ello resulta muy útil la contribución de la reflexión teológica ofrecida por el Magisterio social: «La fe en Cristo redentor, mientras ilumina interiormente la naturaleza del desarrollo, guía también en la tarea de colaboración. En la carta de san Pablo a los Colosenses leemos que Cristo es “el primogénito de toda la creación” y que “todo fue creado por él y para él” (1,15-16). En efecto, “todo tiene en él su consistencia” porque “Dios tuvo a bien hacer residir en él toda la plenitud y reconciliar por él y para él todas la cosas” (ibíd., 1,20). En este plan divino, que comienza desde la eternidad en Cristo, “Imagen” perfecta del Padre, y culmina en él, “Primogénito de entre los muertos” (ibíd., 1,15.18), se inserta nuestra historia, marcada por nuestro esfuerzo personal y colectivo por elevar la condición humana, vencer los obstáculos que surgen siempre en nuestro camino, disponiéndonos así a participar en la plenitud que “reside en el Señor” y que él comunica “a su cuerpo, la Iglesia” (ibíd., 1,18; cf. Ef 1,22-23), mientras el pecado, que siempre nos acecha y compromete nuestras realizaciones humanas, es vencido y rescatado por la “reconciliación” obrada por Cristo (cf. Col 1,20)».684
b) La riqueza existe para ser compartida
328 Los bienes, aun cuando son poseídos legítimamente, conservan siempre un destino universal. Toda forma de acumulación indebida es inmoral, porque se halla en abierta contradicción con el destino universal que Dios creador asignó a todos los bienes. La salvación cristiana es una liberación integral del hombre, liberación de la necesidad, pero también de la posesión misma: «Porque la raíz de todos los males es el afán de dinero, y algunos, por dejarse llevar de él, se extraviaron en la fe» (1 Tm 6,10). Los Padres de la Iglesia insisten en la necesidad de la conversión y de la transformación de las conciencias de los creyentes, más que en la exigencia de cambiar las estructuras sociales y políticas de su tiempo, instando a quien desarrolla una actividad económica y posee bienes a considerarse administrador de cuanto Dios le ha confiado.
329 Las riquezas realizan su función de servicio al hombre cuando son destinadas a producir beneficios para los demás y para la sociedad:685 «¿Cómo podríamos hacer el bien al prójimo —se pregunta Clemente de Alejandría— si nadie poseyese nada?».686 En la visión de San Juan Crisóstomo, las riquezas pertenecen a algunos para que estos puedan ganar méritos compartiéndolas con los demás.687 Las riquezas son un bien que viene de Dios: quien lo posee lo debe usar y hacer circular, de manera que también los necesitados puedan gozar de él; el mal se encuentra en el apego desordenado a las riquezas, en el deseo de acapararlas. San Basilio el Grande invita a los ricos a abrir las puertas de sus almacenes y exclama: «Un gran río se vierte, en mil canales, sobre el terreno fértil: así, por mil caminos, tú haces llegar la riqueza a las casas de los pobres».688 La riqueza, explica San Basilio, es como el agua que brota cada vez más pura de la fuente si se bebe de ella con frecuencia, mientras que se pudre si la fuente permanece inutilizada.689 El rico, dirá más tarde San Gregorio Magno, no es sino un administrador de lo que posee; dar lo necesario a quien carece de ello es una obra que hay que cumplir con humildad, porque los bienes no pertenecen a quien los distribuye. Quien tiene las riquezas sólo para sí no es inocente; darlas a quien tiene necesidad significa pagar una deuda.690
II. Moral y economía
330 La doctrina social de la Iglesia insiste en la connotación moral de la economía. Pío XI, en un texto de la encíclica Quadragesimo anno, recuerda la relación entre la economía y la moral: «Aun cuando la economía y la disciplina moral, cada cual en su ámbito, tienen principios propios, a pesar de ello es erróneo que el orden económico y el moral estén tan distanciados y ajenos entre sí, que bajo ningún aspecto dependa aquél de éste. Las leyes llamadas económicas, fundadas sobre la naturaleza de las cosas y en la índole del cuerpo y del alma humanos, establecen, desde luego, con toda certeza qué fines no y cuáles sí, y con qué medios, puede alcanzar la actividad humana dentro del orden económico; pero la razón también, apoyándose igualmente en la naturaleza de las cosas y del hombre, individual y socialmente considerado, demuestra claramente que a ese orden económico en su totalidad le ha sido prescrito un fin por Dios Creador. Una y la misma es, efectivamente, la ley moral que nos manda buscar, así como directamente en la totalidad de nuestras acciones nuestro fin supremo y último, así también en cada uno de los órdenes particulares esos fines que entendemos que la naturaleza o, mejor dicho, el autor de la naturaleza, Dios, ha fijado a cada orden de cosas factibles, y someterlos subordinadamente a aquél».691
331 La relación entre moral y economía es necesaria e intrínseca: actividad económica y comportamiento moral se compenetran íntimamente. La necesaria distinción entre moral y economía no comporta una separación entre los dos ámbitos, sino al contrario, una reciprocidad importante. Así como en el ámbito moral se deben tener en cuenta las razones y las exigencias de la economía, la actuación en el campo económico debe estar abierta a las instancias morales: «También en la vida económico-social deben respetarse y promoverse la dignidad de la persona humana, su entera vocación y el bien de toda la sociedad. Porque el hombre es el autor, el centro y el fin de toda la vida económico-social».692 Dar el justo y debido peso a las razones propias de la economía no significa rechazar como irracional toda consideración de orden metaeconómico, precisamente porque el fin de la economía no está en la economía misma, sino en su destinación humana y social.693 A la economía, en efecto, tanto en el ámbito científico, como en el nivel práctico, no se le confía el fin de la realización del hombre y de la buena convivencia humana, sino una tarea parcial: la producción, la distribución y el consumo de bienes materiales y de servicios.
332 La dimensión moral de la economía hace entender que la eficiencia económica y la promoción de un desarrollo solidario de la humanidad son finalidades estrechamente vinculadas, más que separadas o alternativas. La moral, constitutiva de la vida económica, no es ni contraria ni neutral: cuando se inspira en la justicia y la solidaridad, constituye un factor de eficiencia social para la misma economía. Es un deber desarrollar de manera eficiente la actividad de producción de los bienes, de otro modo se desperdician recursos; pero no es aceptable un crecimiento económico obtenido con menoscabo de los seres humanos, de grupos sociales y pueblos enteros, condenados a la indigencia y a la exclusión. La expansión de la riqueza, visible en la disponibilidad de bienes y servicios, y la exigencia moral de una justa difusión de estos últimos deben estimular al hombre y a la sociedad en su conjunto a practicar la virtud esencial de la solidaridad694, para combatir con espíritu de justicia y de caridad, dondequiera que existan, las «estructuras de pecado»695 que generan y mantienen la pobreza, el subdesarrollo y la degradación. Estas estructuras están edificadas y consolidadas por muchos actos concretos de egoísmo humano.
333 Para asumir un perfil moral, la actividad económica debe tener como sujetos a todos los hombres y a todos los pueblos. Todos tienen el derecho de participar en la vida económica y el deber de contribuir, según sus capacidades, al progreso del propio país y de la entera familia humana.696 Si, en alguna medida, todos son responsables de todos, cada uno tiene el deber de comprometerse en el desarrollo económico de todos:697 es un deber de solidaridad y de justicia, pero también es la vía mejor para hacer progresar a toda la humanidad. Cuando se vive con sentido moral, la economía se realiza como prestación de un servicio recíproco, mediante la producción de bienes y servicios útiles al crecimiento de cada uno, y se convierte para cada hombre en una oportunidad de vivir la solidaridad y la vocación a la «comunión con los demás hombres, para lo cual fue creado por Dios».698 El esfuerzo de concebir y realizar proyectos económico-sociales capaces de favorecer una sociedad más justa y un mundo más humano representa un desafío difícil, pero también un deber estimulante, para todos los agentes económicos y para quienes se dedican a las ciencias económicas.699
334 Objeto de la economía es la formación de la riqueza y su incremento progresivo, en términos no sólo cuantitativos, sino cualitativos: todo lo cual es moralmente correcto si está orientado al desarrollo global y solidario del hombre y de la sociedad en la que vive y trabaja. El desarrollo, en efecto, no puede reducirse a un mero proceso de acumulación de bienes y servicios. Al contrario, la pura acumulación, aun cuando fuese en pro del bien común, no es una condición suficiente para la realización de la auténtica felicidad humana. En este sentido, el Magisterio social pone en guardia contra la insidia que esconde un tipo de desarrollo sólo cuantitativo, ya que la «excesiva disponibilidad de toda clase de bienes materiales para algunas categorías sociales, fácilmente hace a los hombres esclavos de la “posesión” y del goce inmediato... Es la llamada civilización del “consumo” o consumismo...».700
335 En la perspectiva del desarrollo integral y solidario, se puede apreciar justamente la valoración moral que la doctrina social hace sobre la economía de mercado, o simplemente economía libre: «Si por “capitalismo” se entiende un sistema económico que reconoce el papel fundamental y positivo de la empresa, del mercado, de la propiedad privada y de la consiguiente responsabilidad para con los medios productivos, de la libre creatividad humana en el sector de la economía, la respuesta es ciertamente positiva, aunque quizá sería más apropiado hablar de “economía de empresa”, “economía de mercado” o simplemente de “economía libre”. Pero si por “capitalismo” se entiende un sistema en el cual la libertad, en el ámbito económico, no está encuadrada en un sólido contexto jurídico que la ponga al servicio de la libertad humana integral y la considere como una particular dimensión de la misma, cuyo centro es ético y religioso, entonces la respuesta es absolutamente negativa».701 De este modo queda definida la perspectiva cristiana acerca de las condiciones sociales y políticas de la actividad económica: no sólo sus reglas, sino también su calidad moral y su significado.
III. Iniciativa privada y empresa
336 La doctrina social de la Iglesia considera la libertad de la persona en campo económico un valor fundamental y un derecho inalienable que hay que promover y tutelar: «Cada uno tiene el derecho de iniciativa económica, y podrá usar legítimamente de sus talentos para contribuir a una abundancia provechosa para todos, y para recoger los justos frutos de sus esfuerzos».702 Esta enseñanza pone en guardia contra las consecuencias negativas que se derivarían de la restricción o de la negación del derecho de iniciativa económica: «La experiencia nos demuestra que la negación de tal derecho o su limitación en nombre de una pretendida “igualdad” de todos en la sociedad reduce o, sin más, destruye de hecho el espíritu de iniciativa, es decir, la subjetividad creativa del ciudadano».703 En este sentido, la libre y responsable iniciativa en campo económico puede definirse también como un acto que revela la humanidad del hombre en cuanto sujeto creativo y relacional. La iniciativa económica debe gozar, por tanto, de un espacio amplio. El Estado tiene la obligación moral de imponer vínculos restrictivos sólo en orden a las incompatibilidades entre la persecución del bien común y el tipo de actividad económica puesta en marcha, o sus modalidades de desarrollo.704
337 La dimensión creativa es un elemento esencial de la acción humana, también en el campo empresarial, y se manifiesta especialmente en la aptitud para elaborar proyectos e innovar: «Organizar ese esfuerzo productivo, programar su duración en el tiempo, procurar que corresponda de manera positiva a las necesidades que debe satisfacer, asumiendo los riesgos necesarios: todo esto es también una fuente de riqueza en la sociedad actual. Así se hace cada vez más evidente y determinante el papel del trabajo humano, disciplinado y creativo, y el de las capacidades de iniciativa y de espíritu emprendedor, como parte esencial del mismo trabajo».705 Como fundamento de esta enseñanza hay que señalar la convicción de que «el principal recurso del hombre es, junto con la tierra, el hombre mismo. Es su inteligencia la que descubre las potencialidades productivas de la tierra y las múltiples modalidades con que se pueden satisfacer las necesidades humanas».706
338 La empresa debe caracterizarse por la capacidad de servir al bien común de la sociedad mediante la producción de bienes y servicios útiles. En esta producción de bienes y servicios con una lógica de eficiencia y de satisfacción de los intereses de los diversos sujetos implicados, la empresa crea riqueza para toda la sociedad: no sólo para los propietarios, sino también para los demás sujetos interesados en su actividad. Además de esta función típicamente económica, la empresa desempeña también una función social, creando oportunidades de encuentro, de colaboración, de valoración de las capacidades de las personas implicadas. En la empresa, por tanto, la dimensión económica es condición para el logro de objetivos no sólo económicos, sino también sociales y morales, que deben perseguirse conjuntamente.
El objetivo de la empresa se debe llevar a cabo en términos y con criterios económicos, pero sin descuidar los valores auténticos que permiten el desarrollo concreto de la persona y de la sociedad. En esta visión personalista y comunitaria, «la empresa no puede considerarse únicamente como una “sociedad de capitales”; es, al mismo tiempo, una “sociedad de personas”, en la que entran a formar parte de manera diversa y con responsabilidades específicas los que aportan el capital necesario para su actividad y los que colaboran con su trabajo».707
339 Los componentes de la empresa deben ser conscientes de que la comunidad en la que trabajan representa un bien para todos y no una estructura que permite satisfacer exclusivamente los intereses personales de alguno. Sólo esta conciencia permite llegar a construir una economía verdaderamente al servicio del hombre y elaborar un proyecto de cooperación real entre las partes sociales.
Un ejemplo muy importante y significativo en la dirección indicada procede de la actividad de las empresas cooperativas, de la pequeña y mediana empresa, de las empresas artesanales y de las agrícolas de dimensiones familiares. La doctrina social ha subrayado la contribución que estas empresas ofrecen a la valoración del trabajo, al crecimiento del sentido de responsabilidad personal y social, a la vida democrática, a los valores humanos útiles para el progreso del mercado y de la sociedad.708
340 La doctrina social reconoce la justa función del beneficio, como primer indicador del buen funcionamiento de la empresa: «Cuando una empresa da beneficios significa que los factores productivos han sido utilizados adecuadamente».709 Esto no puede hacer olvidar el hecho que no siempre el beneficio indica que la empresa esté sirviendo adecuadamente a la sociedad.710 Es posible, por ejemplo, «que los balances económicos sean correctos y que al mismo tiempo los hombres, que constituyen el patrimonio más valioso de la empresa, sean humillados y ofendidos en su dignidad».711 Esto sucede cuando la empresa opera en sistemas socioculturales caracterizados por la explotación de las personas, propensos a rehuir las obligaciones de justicia social y a violar los derechos de los trabajadores.
Es indispensable que, dentro de la empresa, la legítima búsqueda del beneficio se armonice con la irrenunciable tutela de la dignidad de las personas que a título diverso trabajan en la misma. Estas dos exigencias no se oponen en absoluto, ya que, por una parte, no sería realista pensar que el futuro de la empresa esté asegurado sin la producción de bienes y servicios y sin conseguir beneficios que sean el fruto de la actividad económica desarrollada; por otra parte, permitiendo el crecimiento de la persona que trabaja, se favorece una mayor productividad y eficacia del trabajo mismo. La empresa debe ser una comunidad solidaria712 no encerrada en los intereses corporativos, tender a una «ecología social»713 del trabajo, y contribuir al bien común, incluida la salvaguardia del ambiente natural.
341 Si en la actividad económica y financiera la búsqueda de un justo beneficio es aceptable, el recurso a la usura está moralmente condenado: «Los traficantes cuyas prácticas usurarias y mercantiles provocan el hambre y la muerte de sus hermanos los hombres, cometen indirectamente un homicidio. Este les es imputable».714 Esta condena se extiende también a las relaciones económicas internacionales, especialmente en lo que se refiere a la situación de los países menos desarrollados, a los que no se pueden aplicar «sistemas financieros abusivos, si no usurarios».715 El Magisterio reciente ha usado palabras fuertes y claras a propósito de esta práctica todavía dramáticamente difundida: «La usura, delito que también en nuestros días es una infame realidad, capaz de estrangular la vida de muchas personas».716
342 La empresa se mueve hoy en el marco de escenarios económicos de dimensiones cada vez más amplias, donde los Estados nacionales tienen una capacidad limitada de gobernar los rápidos procesos de cambio que afectan a las relaciones económico-financieras internacionales; esta situación induce a las empresas a asumir responsabilidades nuevas y mayores con respecto al pasado. Su papel, hoy más que nunca, resulta determinante para un desarrollo auténticamente solidario e integral de la humanidad e igualmente decisivo, en este sentido, su aceptación del hecho que «el desarrollo o se convierte en un hecho común a todas las partes del mundo o sufre un proceso de retroceso aun en las zonas marcadas por un constante progreso. Fenómeno este particularmente indicador de la naturaleza del auténtico desarrollo: o participan de él todas las Naciones del mundo, o no será tal, ciertamente».717
b) El papel del empresario y del dirigente de empresa
343 La iniciativa económica es expresión de la inteligencia humana y de la exigencia de responder a las necesidades del hombre con creatividad y en colaboración. En la creatividad y en la cooperación se halla inscrita la auténtica noción de la competencia empresarial: un cum-petere, es decir, un buscar juntos las soluciones más adecuadas para responder del modo más idóneo a las necesidades que van surgiendo progresivamente. El sentido de responsabilidad que brota de la libre iniciativa económica se configura no sólo como virtud individual indispensable para el crecimiento humano del individuo, sino también como virtud social necesaria para el desarrollo de una comunidad solidaria: «En este proceso están implicadas importantes virtudes, como son la diligencia, la laboriosidad, la prudencia en asumir los riesgos razonables, la fiabilidad y la lealtad en las relaciones interpersonales, la resolución de ánimo en la ejecución de decisiones difíciles y dolorosas, pero necesarias para el trabajo común de la empresa y para hacer frente a los eventuales reveses de fortuna».718
344 El papel del empresario y del dirigente revisten una importancia central desde el punto de vista social, porque se sitúan en el corazón de la red de vínculos técnicos, comerciales, financieros y culturales, que caracterizan la moderna realidad de la empresa. Puesto que las decisiones empresariales producen, en razón de la complejidad creciente de la actividad empresarial, múltiples efectos conjuntos de gran relevancia no sólo económica, sino también social, el ejercicio de las responsabilidades empresariales y directivas exige, además de un esfuerzo continuo de actualización específica, una constante reflexión sobre los valores morales que deben guiar las opciones personales de quien está investido de tales funciones.
Los empresarios y los dirigentes no pueden tener en cuenta exclusivamente el objetivo económico de la empresa, los criterios de la eficiencia económica, las exigencias del cuidado del «capital» como conjunto de medios de producción: el respeto concreto de la dignidad humana de los trabajadores que laboran en la empresa, es también su deber preciso.719 Las personas constituyen «el patrimonio más valioso de la empresa»720, el factor decisivo de la producción.721 En las grandes decisiones estratégicas y financieras, de adquisición o de venta, de reajuste o cierre de instalaciones, en la política de fusiones, los criterios no pueden ser exclusivamente de naturaleza financiera o comercial.
345 La doctrina social insiste en la necesidad de que el empresario y el dirigente se comprometan a estructurar la actividad laboral en sus empresas de modo que favorezcan la familia, especialmente a las madres de familia en el ejercicio de sus tareas