El Ave María. Explicado
Dictado por Jesús a María Valtorta, mística italiana.
Dice Jesús:
«Felices los labios y los pueblos que pronuncian: “Dios te salve, María”.
Salve: yo te saludo. Desde el más pequeño hasta el más grande, desde el niño hasta el padre, desde el inferior hasta el superior, todos están obligados, según la ley de la educación humana, a decir a menudo un saludo respetuoso, debido y amoroso, según corresponda. Mi hermano no debe negar este acto de amor reverencial a la Madre perfecta que tenemos en el Cielo.
Dios te salve, María. Es un saludo que limpia los labios y el corazón, porque ¡no se pueden decir esas palabras con atención y sentimiento sin sentirse un poco mejor! Es como acercarse a una fuente de luz angélica o a un oasis hecho de lirios en flor.
Salve, la palabra del ángel que se les concede para saludar a Aquella que saludan con amor las Tres Personas eternas, la invocación que salva, tengánla siempre presente en sus labios. Pero no como un movimiento automático que excluya al alma, sino más bien como un movimiento del espíritu que se inclina ante la realeza de María y se abre hacia su corazón de Madre.
Si supieran decir con verdadero espíritu estas palabras, incluso sólo estas dos palabras, serían mejores, más puros, más caritativos. Porque entonces los ojos de su espíritu estarían fijos en María y su santidad entraría en su corazón a través de esa contemplación. Si lo supieran decir, nunca estarían desolados. Porque Ella es la fuente de las gracias y de la misericordia. Las puertas de la misericordia divina se abren ya no sólo con el impulso de la mano de mi Madre, sino también con su simple mirada.
Vuelvo a decirlo: felices los labios y los pueblos que pronuncian: “Dios te salve, María”. Pero donde se dice de la manera correcta. Porque si es cierto que de Dios nadie se burla, también lo es que a María no se le engaña.”
Recuerden siempre que Ella es la Hija del Padre, la Madre del Hijo, la Esposa del Espíritu Santo, y que su unión con la Trinidad es perfecta. Por eso Ella posee las potencias, las inteligencias, las sabidurías de su Señor. Y las posee con plenitud absoluta.
Es inútil acercarse a María con el alma sucia de corrupción y odio. Ella es su Madre y sabe curar sus heridas, pero quiere que en ustedes esté al menos el deseo de sanar de ellas.
¿De qué sirve dirigirse a María, la Purísima, si al dejar su altar, o terminar de pronunciar su nombre, van a cometer pecado carnal o a proferir palabras blasfemas? ¿De qué sirve dirigirse a María, la Piadosa, si inmediatamente después, y peor aún si al mismo tiempo, tienen rencores en el corazón y maldiciones en los labios hacia los hermanos? ¿Qué salvación puede darles esta Salvadora, si ustedes destruyen su salvación con sus voluntades perversas?
Todo es posible para la Misericordia de Dios y para el poder de María, pero ¿por qué arriesgar la vida eterna esperando obtener la buena voluntad del arrepentimiento en el momento de la muerte? ¿No sería mejor, dado que no saben cuándo llamaré a sus puertas, ser verdaderos amigos de María durante toda la vida y tener así la garantía de la salvación?
Porque, lo repito, la amistad con María es causa de perfección porque infunde y comunica las virtudes de la Amiga elegida, que Dios no ha despreciado y les ha otorgado como corona de la obra de redención de su Hijo. Yo, Cristo, los he salvado con el Dolor y la Sangre; Ella, María, los ha salvado con el Dolor y con su llanto, y quisiera salvarlos con su Amor y su sonrisa».
«Dios no ha enviado a su ángel para decir “salve” sólo a María. Dios los saluda, ¡oh hijos muy queridos!, con sus atenciones, Dios les envía sus santas inspiraciones, Dios les trae sus bendiciones de la mañana a la noche y de la noche a la mañana. Siempre están rodeados de las ondas amorosas y providentes del pensamiento de Dios.
Entonces, ¿Cómo es posible, que no adviertan nada o tan poco? ¿Cómo es que no viven en justicia y santidad? Porque están impermeabilizados al influjo de la gracia, porque se han vuelto resistentes a la acción del amor debido a sus voluntade contrarias al Bien.
Gabriel dijo a María: “Salve”, y el sonido de la voz angélica llevó, sobre la abundancia de gracia que ya había en Ella, una nueva ola de gracia. La luz vivísima de su espíritu inmaculado tocó la cima de la luminosidad porque la correspondencia del espíritu de María fue perfecta.
Humildad, diligencia, pudor, oración… ¿qué podría encontrar la palabra angélica, que no fuera sublime, para convertirse en la primera chispa del fuego de la Encarnación? Grande fue el don de la preservación de la pecado original, que el Eterno le hizo a la elegida para ser el primer sagrario del Cuerpo del Hijo. ¡Pero cuánta, cuánta, cuánta correspondencia en María!
Si hubieran sido otorgados a otra persona, no hablo ya de los dones secretos que solo Dios sabía que le había dado, sino de los dones evidentes, de los que uno se da cuenta, como una inteligencia sobresaliente, instrucciones sobrenaturales, profundas contemplaciones, y me refiero únicamente a los dones morales y espirituales, ¿cómo no se habría enorgullecido de tantos dones, al menos en algunos momentos, esa persona?
Pues no, en María no había nada de esto. Cuanto más Dios la elevaba a su trono, más crecían en Ella la gratitud, el amor y la humildad. Cuanto más le hacía Dios entender que su mano divina la protegía del mal, más aumentaba en Ella la vigilancia contra el mal.
María no ha cometido el error que hace caer a tantas almas dotadas de la capacidad de perfección, es decir, nunca ha dicho: “Siento que Dios cuida de mí, siento que Dios me ha elegido. Le dejo a Él el trabajo de defenderme del Enemigo”. No. María, aunque reconocía la obra de Dios en ella, actuaba como si fuera la más desamparada de todas las criaturas en cuanto a dones espirituales. Desde el amanecer hasta el atardecer, e incluso en su sueño virginal velado por los ángeles, su alma permanecía vigilante.
No crean que la tentación haya dejado de lado a María. El Tentador no me dejó de lado a mí; con doble razón tampoco lo hizo con ella. Doble razón. La primera: María era sin pecado, pero seguía siendo una criatura, yo era Dios. La segunda: era más importante para Lucifer corromper el vientre de la mujer que habría traído a Cristo, que atacar a Cristo mismo.
Él, el Astuto, sabía que el Verbo se habría hecho carne, por una unión de espíritu con Espíritu, en un vientre que no hubiera albergado ningún pecado. Ningún pecado, repito. Si, desde Eva en adelante, hubiera logrado tentar a todas las mujeres, estaba seguro de que nunca hubiera sido vencido por el Vencedor eterno.
Solo una le ha resistido siempre: María. Y solo Uno sabe qué estrategias, qué artimañas desplegó Lucifer alrededor de María para perturbar y manchar su alma angelical. Ese Uno que lo sabe es Dios. Y dado que algunos secretos son demasiado grandes para ustedes, no se los dirá. Por el esplendor de María en el Cielo entenderán la grandeza de su alma. Una grandeza lograda por su voluntad, y que habría sido grandísima incluso sin la ayuda divina suprema, tanto deseaba ser santa por amor a su Dios.
Con razón pudo entonces el Ángel decir: “Llena de gracia”. Sí, llena de gracia. La Gracia estaba en ella. La Gracia, es decir, Dios, y la gracia, es decir, el don de Dios, que ella sabía hacer fructificar al máximo.
Esto es lo que se requiere, hijos, para lograr que las cosas celestiales conciban a Cristo en ustedes: su adhesión a la gracia, su recepción de la gracia, su multiplicación de la gracia, su anhelo de la gracia. El cuerpo necesita aire y alimento para vivir. El alma necesita la gracia para vivir. Entonces sucede que la Luz desciende donde puede encarnarse y Cristo nace místicamente en ustedes, como nació realmente en María.
Dios te salve, María, llena eres de gracia. Mírenla todos ustedes, cristianos, tan diferentes del primer Hijo de María, mírenla sobre todo ustedes, mujeres, tan diferentes de Ella, y aprendan, y piensen que han abierto el camino hacia las múltiples caras del mal con su carnalidad contraria a la vida de la gracia en las criaturas, sin la cual el hombre se convierte en un demonio y el mundo en un infierno».
«“El Señor está contigo”.
El Señor siempre está con aquellos que tienen el alma en gracia. Dios no se aleja ni siquiera cuando se acerca el Tentador. Dios se aleja solo cuando la criatura cede al Tentador y corrompe su alma. Entonces Dios se retira, porque no puede cohabitar con el Enemigo. Se retira y, como un Padre, no enojado sino afligido, espera a que llegue el arrepentimiento al corazón de la criatura y esta vuelva a establecer el vínculo de amor con el Padre.
Dios quisiera estar siempre con ustedes. Si todos sus ángeles, tan numerosos como las estrellas en el cielo, pudieran saludarlos con las palabras: “El Señor está contigo”, la alegría de su Señor sería completa, porque nosotros deseamos estar con ustedes y por eso los hemos creado.
María estaba con Dios y Dios estaba con María. Las dos perfecciones se atraían y se unían con un constante movimiento de afecto. La Perfección infinita de Dios descendía, con una alegría inconcebible para ustedes mortales, a poseer a esta criatura. La perfección humana de María, la única de los hijos del hombre que siempre ha sido perfecta, se lanzaba al encuentro de la Perfección divina para poder vivir.
Sí, estar con Dios era la vida de María y en el momento del terrible dolor del Calvario y del Sepulcro, cuando los Cielos se cerraron sobre el Moribundo y sobre la Traspasada, la falta de Dios fue, de las siete espadas, la más ardiente y penetrante, el toque inigualable para el edificio de dolor necesario para la Redención.
Yo he experimentado el máximo dolor completo desde el Getsemaní hasta la hora nona; María ha experimentado el máximo dolor, también completo en Ella aunque no haya sido físicamente crucificada, desde el Calvario hasta el momento de la Resurrección. Y la razón de tal inmenso dolor es solo una: ser privados de la unión con Dios.
También para ustedes debería ser así. Pero al hombre ahora le parece pesada la unión con Nosotros y no percibe cuán miserable es cuando está privado de Nosotros. Miseria, ceguera, locura, muerte, eso es la pérdida de la unión con su Señor. ¡Y nunca se preocupan por ello!
Si pierden algunas monedas, un objeto, la salud, un empleo, un animal, se mueven para encontrarlos y utilizan todos los medios humanos y sobrenaturales para lograr este fin. Sí, para encontrar algo limitado y temporal saben orar. Pero cuando pierden a Dios no lo buscan. No se dirigen a mis Santos para que les ayuden a encontrar el camino de Dios, no utilizan los cuidados humanos para frenar sus impulsos. Les parece poco perder la unión con Dios. Y eso es lo esencial.
María nunca se separó de Dios. Los espíritus permanecieron fusionados en un abrazo de amor que tuvo su coronación en el Cielo. Esta unión fue la principal fuerza de María, como hija de Adán, porque en ella encontraba la armadura para volverse intocable ante las tentaciones del Tentador.
Quien está con Dios no es que no vea el mal que, como repugnante indumentaria o enfermedad, cubre a muchas criaturas. Lo ve, y aún con mayor claridad que muchos otros, pero su visión no corrompe nada. El mal no entra por los ojos para excitar los instintos ocultos en la carne o los malvados movimientos de la mente. Esto solo sucede en aquellos que, separados de Dios, tienen al Enemigo como huésped.
Quien está unido con Dios está lleno de Dios, y cualquier otra cosa que no sea Dios permanece en la superficie, como viento que agita levemente la superficie del ánimo y no entra para trastornar el interior. Y no solo eso. Quien está unido con Dios, verdaderamente unido con Dios, en lugar de absorber lo externo en sí mismo, difunde lo interno sobre los demás: difunde, por lo tanto, el Bien, a Dios.
Sí, así es: quien está con Dios tiene un poder radiante, mucho más poderoso que el de muchos cuerpos en el universo, sobre los cuales el hombre ha agotado su mente y ha levantado un monumento de orgullo. Y sobre todo tiene un poder sobrenaturalmente útil, porque quien lleva en sí mismo al Santo de los santos, y vive de Él, lo comunica a los demás. Es lo que hace decir: “Éste es un santo”.
María ha tenido la unión con Dios a la perfección y ha tendido con todas sus fuerzas a fundirse cada vez más con Él. Se podría decir que María se anuló en Dios, de tanto como vivió solo de Él.
He dicho: “María encontró aquí la principal fuerza para volverse intocable”. No entiendan las cosas al revés. María, la Humildísima, no se atrevía a pensar, ni por un momento, que era la criatura perfecta. Ignoraba su destino y su condición inmaculada. Conoció el misterio por las palabras de Gabriel y en el abrazo nupcial con el Espíritu Eterno. Pero durante su juventud, una edad llena de peligros, repito: encontró la fuerza en la unión con Dios. Quiso encontrarla a toda costa porque hubiera preferido morir cien veces antes que salir un instante del halo de Dios.
Quisiera que, más que cumplir tantos preceptos, más o menos piadosos, especialmente mis dilectos, y también los demás, se esfuerzen en cumplir este supremo precepto de la unión conmigo. Sencilla y verdaderamente oración, esta oración, con el corazón inflamado, el cuerpo casto, el pensamiento honesto, todo en ustedes se volvería santo y bueno, y la tierra conocería los nuevos días en los cuales los ángeles podrían saludar a los hombres con las palabras: “El Señor está con ustedes”».
«“Bendita tú eres entre todas las mujeres”.
Esta bendición que ustedes pronuncian de cualquier manera o que ni siquiera le dicen a Aquella que con su sacrificio ha iniciado la Redención, resuena continuamente en el Cielo, pronunciada con amor infinito por nuestra Trinidad, con fervorosa caridad por los salvados por nuestro sacrificio y por los coros angelicales. Todo el Paraíso bendice a María, obra maestra de la Creación universal y de la Misericordia divina.
Aunque toda la obra del Padre para crear la Tierra de la nada solo hubiera servido para recibir a María, la obra creadora hubiera tenido su razón de ser, porque la perfección de esta Criatura es tal que es testimonio no solo de la sabiduría y del poder, sino también del amor con el que Dios ha creado el mundo.
Habiendo dado en cambio, la creación terrestre, a Adán y a la raza de Adán, María evidencia el gran amor misericordioso de Dios hacia el hombre, porque a través de María, Madre del Redentor, Dios ha obrado la salvación del género humano. Yo soy el Cristo porque María me ha concebido y me ha dado al mundo.
Ustedes me dirán que, como Dios, podía superar la necesidad de hacerme carne en el seno de una mujer. Es cierto, todo lo podía. Pero piensen qué ley de orden y de bondad hay en mi anonadamiento en aspecto mortal.
La culpa cometida por el hombre debía ser descontada por el hombre y no por la divinidad no encarnada. ¿Cómo habría podido la Divinidad, Espíritu incorpóreo, redimir con el sacrificio de sí misma las culpas de la carne? Era necesario, por tanto, que yo, Dios, pagara con el tormento de una carne y de una sangre inocentes, nacidas de una inocente, las culpas de la carne y de la sangre.
Mi mente, mi sentimiento, mi espíritu habrían sufrido por sus culpas de mente, de sentimiento y de espíritu. Pero para ser Redención de todas las concupiscencias inoculadas por el Tentador en Adán y en sus descendientes, debía, el Sacrificado por todos, estar dotado de una naturaleza similar a la de ustedes, hecha digna, por la Divinidad escondida en ella, de ser dada en rescate a Dios, como una joya de infinito valor sobrenatural escondida bajo una apariencia común y natural.
Dios es orden y Dios no viola y no violenta el orden, salvo en casos excepcionales, juzgados útiles por su Inteligencia. No era éste el caso de mi Redención.
No debía cancelar solo la culpa desde el momento en que se cometió hasta el del sacrificio y anular en los futuros los efectos de la culpa haciéndolos nacer, como Adán antes de cometerla, ignorantes del mal. No. Yo debía reparar la Culpa y las culpas de toda la humanidad con un sacrificio total, dar a la humanidad ya extinguida la absolución de la culpa, a la entonces viviente y a la futura el medio para ser ayudada a resistir el mal y para ser perdonada por el mal que su debilidad la habría inducido a cometer.
Por eso mi sacrificio debía ser tal que presentara todos los requisitos necesarios, y así podía ser solo en un Dios hecho hombre: ofrenda digna de Dios, medio comprendido por el hombre. Además Yo venía a traer la Ley.
Si no se hubiera dado mi Humanidad, ¿cómo habrían podido creer, ustedes, pobres hermanos míos, si tanto les cuesta creer en Mí que he vivido durante 33 años en la tierra, Hombre entre los hombres? ¿Y cómo podía aparecer ya adulto ante pueblos hostiles o ignorantes persuadiéndoles de mi naturaleza y de mi doctrina? Entonces habría aparecido ante los ojos del mundo como un espíritu que hubiera tomado aspecto de hombre, pero no como un hombre que nació y murió vertiendo sangre verdadera por las heridas de una verdadera carne -y esto como prueba de ser hombre- y resucitó y ascendió al Cielo con su cuerpo glorificado y esto como prueba de ser Dios que vuelve a su morada eterna.
¿No les parece más dulce pensar que soy realmente su hermano, con el destino de las criaturas que nacen, viven, sufren y mueren, que no el pensarme como un espíritu superior a las exigencias de la humanidad?
Por lo tanto, era necesario que una mujer me engendrara según la carne, después de haberme concebido por encima de la carne, porque de ninguna unión de criaturas, por santas que fueran, podía ser engendrado el Dios Hombre, sino sólo de un desposorio entre la Pureza y el Amor, entre el Espíritu y la Virgen, creada sin mancha para ser matriz de la carne de un Dios, la Virgen cuyo pensamiento era el gozo de Dios antes de que existiera el tiempo, la Virgen en la que se resume la Perfección creadora del Padre, alegría del Cielo, salvación de la Tierra, flor de la Creación más hermosa que todas las flores del Universo, astro vivo ante el cual los soles creados por mi Padre parecen apagados.
Bendita la Pura, destinada al Señor.
Bendita la Deseada por la Trinidad que anticipaba con el deseo el instante de fundirse a Ella con abrazo de trino amor.
Bendita la Vencedora que aplasta al Tentador con la pureza de su naturaleza inmaculada.
Bendita la Virgen que no conoce más que el beso del Señor.
Bendita la Madre que se hizo tal por santa obediencia a la voluntad del Altísimo.
Bendita la Mártir que acepta el martirio por piedad de todos ustedes.
Bendita la Redentora de la mujer y de los hijos de la mujer, que anula a Eva y se injerta en su lugar para traer el fruto de la vida allí donde el Enemigo ha puesto semilla de muerte.
Bendita, bendita, tres veces bendita por tu “sí”, ¡oh Madre mía! que has permitido a Dios mantener la promesa hecha a Abrahán, a los patriarcas y a los profetas, que has dado alivio al Amor, oprimido por el tener que ser castigador y no salvador, que has aliviado a la Tierra de la condena que le había traído Eva.
Bendita, bendita, bendita por tu santa humildad, por tu inflamada caridad, por tu virginidad intacta, por tu maternidad divina, múltiple, perpetua, verdadera y espiritual, Madre, que con tu amor y con tu dolor, continuamente generas hijos para el reino de tu Jesús.
Generadora de gracia y de salvación, generadora de la divina Misericordia, generadora de la Iglesia universal, que tú seas bendecida eternamente por cuanto has cumplido, como bendita para siempre eras por cuanto habrías cumplido.
Sacerdotisa santa, santa, santa, que has celebrado el primer sacrificio y preparado con parte de ti misma la Hostia para inmolar sobre el altar del mundo.
Santa, santa, santa Madre mía, que nunca me has hecho añorar el Cielo y el seno del Padre, porque en ti he encontrado otro paraíso que no es distinto de aquel en el que la Trinidad realiza sus obras divinas; María que has sido el consuelo de tu Hijo en la tierra y el gozo del Hijo en el Cielo, que eres la gloria del Padre y el Amor del Espíritu».
«“Bendito es el fruto de tu vientre”.
La maternidad divina y virginal hace que María sea inferior solo a Dios.
Pero no se detengan solo a contemplar la gloria de María. Piensen en todo lo que le costó alcanzar esa gloria. Es necio aquel que mira a Cristo a la luz de la resurrección y no medita sobre el Redentor moribundo en las tinieblas del Viernes Santo. No habría habido resurrección si no hubiera sufrido la muerte, y no habría cumplido la Redención si no hubiera tenido el martirio. Es necio aquel que piensa en la gloria de María y no reflexiona sobre cómo ella llegó a esa gloria. El fruto de su vientre, Yo, Cristo Verbo de Dios, rasgué su seno.
Y no malinterpreten mis palabras. No lo rasgué de manera humana. Ella era superior a las miserias humanas, no estaba condenada como Eva, pero no era superior al Dolor. Y el Dolor grande, mayúsculo, soberano, ilimitado, ha penetrado en Ella con la violencia de un meteoro que cae del Cielo en el momento mismo en que conoció el éxtasis del abrazo con el Espíritu creador.
La felicidad y el dolor se unieron en un solo lazo en el corazón de María en el momento de su más alto “fiat” y de su castísimo desposorio. La felicidad y el dolor se fusionaron en una sola cosa, al igual que Ella se había convertido en una sola cosa con Dios. Llamada a una misión de redentora, el dolor superó desde el primer momento a la felicidad. La felicidad llegó en su Asunción.
Unida al Espíritu de sabiduría, se le reveló a su espíritu el futuro que le estaba reservado a su criatura, y ya no hubo más alegría, en el sentido habitual de la palabra, para María.
A medida que pasaban las horas mientras yo me formaba tomando vida de su sangre de madre virgen, y en lo más profundo mantenía inenarrables intercambios de amor con mi Madre, un amor y un dolor sin igual se levantaban, como olas de un mar en tormenta, en el corazón de María y la azotaban con su fuerza.
El corazón de mi Madre sufrió la incisión de las espadas del dolor desde el momento en que la Luz, dejando el centro del Fuego Uno y Trino, entró en Ella y comenzó la Encarnación de Dios y la Redención del hombre; y ese corte siguió creciendo durante la sagrada gestación: Sangre divina que se formaba con una fuente de sangre humana, Corazón del Hijo que latía al ritmo del corazón de la Madre, Carne eterna que se formaba con la carne inmaculada de la Virgen.
El dolor aumentó cuando nací para ser Luz en un mundo en tinieblas. La felicidad de la madre que besa a su criatura se convirtió, en María, en la certeza de la Mártir que sabe que su martirio está cerca.
Bendito el fruto de tu vientre.
Sí, pero tuve que cargar todo el dolor en ese vientre que merecía toda la alegría destinada a un Adán sin culpa. Y por ustedes. Por ustedes el sufrimiento de preocupar a José. Por ustedes el exceso de dolor entre tanta desolación. Por ustedes la profecía de Simeón que clavó el filo de la espada en la herida, remachando y agravando el corte. Por ustedes la huida a tierra extranjera, por ustedes el anhelo de toda la vida, por ustedes las preocupaciones de saberme evangelizando y perseguido por las castas enemigas, por ustedes el horror de la captura, el tormento de la tortura múltiple, la agonía de mi agonía, la muerte de mi muerte.
Fui recibido en el seno que me había llevado con tanta piedad que no podía ser mayor; pero, en verdad, les digo que entre mi corazón parado, sin movimiento vital, y desgarrado por la lanzada, y el de la Afligidísima que me tenía en su seno, no había diferencia entre la vida y la muerte. El corazón de María y su seno estaban muertos como yo, el Inocente.
Agreguen a los milagros relacionados con la Redención, notorios y desconocidos, evidentes para todos o revelados a los privilegiados, también este: el que María haya continuado viva por obra del Eterno después de que su corazón fue destrozado, por y para la humanidad, como el de su Hijo Jesús.
Ustedes, que no saben y no quieren soportar el dolor, ¿piensan qué dolor habrá sido el de la Bendita, el de la Inmaculada, el de la Santa, llevar en sí un corazón desgarrado, muerto, abandonado, y ver recogido en su seno un cuerpo sin vida, destrozado, sangrante, lívido, que ha sido el cuerpo del Hijo, la Carne de su carne, la Sangre de su sangre, la Vida de su vida, el amor de su espíritu?
Ustedes me han recibido porque María ha aceptado, treinta y tres años antes que yo, beber el cáliz de la amargura. En el borde de la copa en la que he bebido entre sudores de sangre, he encontrado el sabor de los labios de mi Madre, y el amargor de su llanto estaba fundido con la amargura de mi sacrificio. Y créanme, hacerla sufrir, a ella que no merecía el dolor, ha sido para mí lo más costoso. El abandono del Padre, el dolor de mi Madre, la traición del amigo en la que estaban todas las traiciones de los futuros, éstas son las cosas brutales de mi dolor atroz de Redentor. La lanzada de Longinos en un órgano vital que estaba ya insensible para el dolor, no tiene comparación.
Yo quisiera que por el dolor que ha destrozado a mi Madre por ustedes, ustedes le dieran amor. Un amor grande, tiernísimo, de hijos hacia la más perfecta de todas las madres, la Madre que todavía no ha dejado de sufrir llorando lágrimas celestiales sobre los hijos de su amor que rechazan la casa paterna y se convierten en guardianes de bestias inmundas: los vicios, en lugar de seguir siendo hijos del rey, hijos de Dios.
Y si se puede dar una norma, sepan que yo, Dios, no considero que sea rebajarme el amar con infinito y venerante amor a mi Madre, de quien veo la naturaleza inmaculada, obra del Padre, pero también recuerdo la vida martirizada de Corredentora, sin la cual yo no habría sido Hombre entre los hombres y su eterno Redentor».
«“Ahora y en la hora de la muerte”.
Es la invocación que responde al “Líbranos del mal”. Ustedes no lo piensan, pero es así. Les he dado una Madre además de un Padre y, si le pedían al Padre que los libre del Mal, ¿no le pedirán a la Madre que los mantenga alejados de la muerte que es un mal?
Piensen con la mente elevada en Dios y pidan con la inteligencia de los hijos de Dios. No deben preocuparse tanto por el mal y la muerte en el sentido humano de la palabra, sino por el Mal y la Muerte en el sentido sobrenatural, el más verdadero, porque sus apariencias actuales terminarán y sus hogares actuales serán abandonados, pero más allá de este día, les espera un futuro en el que se convertirán en poseedores de lo que es su parte verdadera.
Y ay de ustedes si eligen, por su voluntad perversa, la parte maldita. La muerte del espíritu no se presenta solo una vez frente a sus almas. Rodea sus vidas terrenales, porque el dador de la Muerte no cesa ni siquiera un minuto de asediar a su presa. No siempre ustedes se encuentran con esa vigilancia y esa fortaleza que hacen inútiles los engaños del Enemigo. Sus debilidades los llevan a torpezas, sus apetitos carnales a deseos de alimentos en los que encuentran la muerte.
Pero tienen una Madre en el cielo, una Madre que ve sobre ustedes la Sangre de su Hijo y que por esa Sangre los ama como auténticos hijos. Una Madre que es poderosa ante Dios por su triple condición de Hija, Esposa y Madre de Dios.
“Ahora”: que María ruegue por su presente de hombres, acechado por tantos peligros. “Y en la hora de la muerte”: que ruegue por ustedes en el momento decisivo de la vida. “Y en la hora de la Muerte”: o sea, cuando tu espíritu pueda ser atacado por el Mal.
María es la Ganadora contra Satanás. La Muerte verdadera, la del espíritu, no vendrá para quienes saben rezar a la Madre en la hora de la vida, en la hora de la tierra, en la hora de la tentación y en la hora de la Muerte.
La oración de María se convierte en escudo contra el ardor del sentido y del demonio, como niños protegidos bajo el manto de la madre, les hace crecer en Cristo y entrar en su Reino. Y si Cristo puede resucitar a los muertos a la Gracia, María, realmente amada, impide que la Muerte los separe de su Hijo».
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Fuente
• Cuadernos de María Valtorta, 3 - 7 de septiembre y 8 de noviembre de 1943.
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